domingo, 21 de mayo de 2017
CAPITULO 7 (CUARTA HISTORIA)
Paula miró a su alrededor, azorada por la tenue luz que comenzaba a asomar a través de las ventanas. La noche anterior Pedro no se había molestado en cerrar las persianas de su dormitorio, pero ella no le había dado una oportunidad.
Suspiró e intentó hundir el rostro en la almohada al lado de ella. Tal vez estuviera sola en la cama, pero podía sentir aún el calor de él en todo el cuerpo. Incluso agotada como estaba en ese momento, seguía deseando encontrarlo y besarlo, sentir sus manos acariciándola otra vez. Jamás había experimentado algo así. Cuando la tocaba sentía una especie de electricidad en la piel.
Oyó la ducha y supo que debía marcharse. No estaba segura de cuál sería su reacción a la luz del día, pero ella era una persona cobarde y no quería enfrentarlo.
No después de todo lo que habían hecho anoche.
Se sentó en la cama, tapándose con la sábana. Un gesto de desazón se adueñó de ella al ver su ropa doblada sobre una de las sillas. Se había preocupado tanto por acomodarla y ocultar la ropa interior. Pero ahora su tanga y su corpiño estaban expuestos sobre la pila.
Paula era capaz de ruborizarse, aun cuando él no estuviera allí para verlo. Se deslizó fuera de la cama, desesperada ahora por salir de su habitación antes de que terminara de ducharse. No entendía bien por qué no quería enfrentarlo.
Probablemente, debían hablar sobre lo sucedido, pero en ese momento era, sencillamente, imposible.
Se vistió en tiempo récord, y luego maldijo cuando advirtió que no tenía la billetera. Debió perderla ayer en la cafetería, cuando comenzó la pelea. Estaba a punto de entrar en pánico ante la perspectiva de ver a Pedro esa mañana cuando vio la billetera de él.
Con los zapatos en la mano, caminó hacia allí. ¡Vaya! El tipo tenía más de trescientos dólares adentro. ¿Quién se podía dar el lujo de llevar semejante cantidad de dinero? Pues, era obvio que los súper ricos. Pedro claramente entraba en esa categoría.
Paula no tuvo tiempo para pensar en ello. Agarró un billete de diez, garabateó una nota apresurada en la que le decía que le quedaba debiendo ese dinero, y luego salió despavorida de la fabulosa residencia. Una vez afuera, advirtió que sólo había un apartamento por piso y la puerta del ascensor. Le entró la duda, pero no tenía tiempo para grandes disquisiciones. Tenía que desaparecer antes de toparse con Pedro. Lo tendría que enfrentar después —seguramente él iría a la oficina—, pero eso le daría una hora o dos para pensar en lo que había sucedido sin tenerlo cerca, inhalando el aroma masculino que la terminaba desarmando.
¡Maldición! Salió corriendo a toda velocidad del edificio, con la mano en alto, y alcanzó a detener un taxi que justo paraba con un pasajero que descendía. Por suerte, Pedro vivía en el centro de la ciudad, y sobraban taxis.
Se arrojó en el asiento trasero del vehículo y le dio su dirección al taxista, pero al advertir que no tenía llaves ni nada, cambió de opinión y le pidió que la llevara a la oficina.
El hombre se mostró reticente, ya que se trataba de un viaje mucho más corto, pero no tuvo tiempo para ocuparse de su reacción.
Al llegar a la oficina, ignoró las miradas curiosas de la recepcionista y de algunos abogados que habían llegado temprano, y avanzó apurada a su oficina. Una vez allí, tomó sus llaves y su cartera, aunque seguía sin encontrar su billetera. Pero no le importó. Corrió a su casa, dominando el sentimiento de desorientación que la embargaba, y las lágrimas de confusión que la acechaban. ¿Cómo podía haber caído tan fácilmente en la cama con Pedro? Desde el primer momento en que había entrado a trabajar en la oficina habían estado discutiendo acerca de absolutamente todo.
En realidad, no era cierto. El primer año que comenzó a trabajar, había tomado el empleo de recepcionista mientras estudiaba en la universidad, pensando que sería sólo un puesto temporal hasta encontrar algo en el área de la administración.
Pedro se había detenido ante la mesa de entradas en muchas ocasiones, flirteando descaradamente con ella, obsequiándole pequeños regalos para Navidad o su cumpleaños, asegurándose de que le dieran todas las vacaciones que pedía. Aquel primer año fue todo dulzura.
Fue cuando la ascendieron a asistente administrativa de Axel que comenzó a cambiar. Incluso entonces no se volvió agresivo, sino tan solo poco amigable. Al principio no entendió, aunque le dolió de todos modos. Extrañaba su sonrisa y conversar con él. Jamás entraban en grandes discuciones, pero siempre era dulce y amable. Cuando ella se compró su primer piso, él se aseguró de que Axel se ocupara de todos los asuntos legales sin cargo.
Al principio no comprendió la distancia que puso entre los dos. Pero al poco tiempo , también ella comenzó a cerrarse.
Su amistad pasó de un divertido coqueteo a una relación cortés, hasta terminar siendo una batalla campal.
Al meterse en la ducha, tuvo que ser sincera consigo misma.
No siempre había sido culpa suya . Le dolió cuando él apareció con su novia en la oficina. Así que tal vez había sido ella la primera en alejarse.
Pero la noche en que ella pasó por la oficina para buscar un abrigo con un hombre con el que había salido a cenar, él se comportó de modo agresivo. Desde entonces, habían estado como perro y gato, peleándose por todo.
Con un suspiro, salió de la ducha y se paró delante del espejo. Tendría que apurarse para llegar a la oficina a tiempo. Pero el reflejo que le devolvía el espejo de su mentón, cada vez más azulado por el hematoma, ¡era espantoso! ¿Cómo pudo hacerle el amor con ese aspecto tan horrendo? ¡Qué locura! Las luces debieron de estar aún mas bajas de lo que pensó. Rápidamente, aplicó una gruesa capa de maquillaje; no quería que la herida llamara la atención. También sus costillas tenían un color azulado, pero las podía tapar con una blusa de seda y La chaqueta del traje.
Sencillamente, llevaría puesto la chaqueta todo el día, para evitar responder las preguntas sobre el incidente del día anterior en la cafetería .
Después de aplicar hábilmente la base, logró ocultar la mayor parte del moratón.
Si la miraban de cerca, era posible advertirlo, pero de otro modo sólo parecía que se había puesto un montón de maquillaje encima. Era algo poco habitual, pero no lo podía evitar. Tenía trabajo de sobra como para justificar permanecer la mayor parte del día encerrada en la oficina y evitar ver gente. Con ello se reducirían las preguntas y se aplacaría un poco la curiosidad.
Finalmente, llegó a la oficina y fingió que nada trascendente acababa de suceder la noche anterior.
—Pedro Alfonso te está buscando —le dijo Diane apenas franqueó la puerta de entrada.
Paula se quedó de una pieza.
— ¿Por qué? —preguntó después de dirigirle una larga mirada de extrañeza.
Diane se quedó sorprendida por la pregunta. Se devanó los sesos buscando una respuesta, pero al final dijo:
—No estoy segura. No me dijo nada, pero ya me llamó tres veces la última media hora para ver si habías llegado. ¿Debo llamarlo y decirle que vas camino a su oficina? —preguntó, levantando el teléfono al tiempo que miraba a Paula.
—No —dijo bruscamente, y luego sacudió la cabeza y se llevó la mano a la frente, tratando de calmarse—. No —volvió a decir, pero con voz más tranquila—. Iré a su oficina apenas me organice.
Diane volvió a apoyar el teléfono, y Paula salió corriendo hacia su oficina. Cerró la puerta, e hizo varias inhalaciones profundas mientras se aferraba al escritorio. Iba a tener que enfrentarlo en algún momento. Era mejor sacárselo de encima.
Apoyó la cartera y trató de recuperar fuerzas. Pero el golpe en la puerta la hizo girar bruscamente y abrir los ojos asustada.
Efectivamente, Pedro estaba allí. Su figura imponente se recortaba en la puerta de la oficina. Lo primero que pensó hacer al verlo fue arrojarse en sus brazos otra vez, y pedirle que la besara como anoche, haciéndola sentir una vez más todas aquellas sensaciones extrañas y maravillosas.
Pero parecía a la defensiva, no exactamente con ánimos de seducción.
— ¿Te encuentras bien? —preguntó, y sus ojos azules la recorrieron desde la punta de la cabeza hasta los tacones de aguja negros. No lo podía asegurar, pero creyó que tal vez su mirada se detuvo al pasar por sus pechos. Por favor, que no esté imaginando las prendas íntimas que llevaba puestas, pensó febrilmente.
—Sí, muy bien —dijo, pero no le pudo sostener la mirada.
—Esta mañana te marchaste de casa —le dijo luego de un largo silencio.
Ella se mordió el labio.
—Sí, lo siento. No estaba segura de... lo que debía... lo que pensarías... —no pudo terminar de hablar. De cualquier manera, no estaba realmente segura de lo que quería decir.
— ¿No estabas segura de lo que te diría cuando te viera en mi cama? ¿O si te hubieras duchado conmigo? —preguntó con voz sexy y profunda.
Ella lo miró a los ojos, sin darse cuenta del calor, del deseo que reflejaba su mirada desnuda.
—En realidad, no lo hubiera dicho con esas palabras —dijo finalmente.
Él se frotó la mandíbula y sacudió la cabeza.
— ¿Debo atribuir lo que sucedió anoche a la adrenalina de la pelea? —preguntó.
Ella abrió los ojos aún más, y pensó en negarlo, pero luego se detuvo justo a tiempo. Era una excusa perfecta. Y tal vez fuera cierta.
No, admitió para sí, no era cierto. Pero por el momento serviría para explicar lo ocurrido.
—Supongo que sí —dijo finalmente, aunque no quisiera asegurar que fuera la verdad absoluta. No podía mentirle tan descaradamente a Pedro.
—Entonces, lamento haberme aprovechado de ti anoche —dijo, al tiempo que la rodeaba y dirigía la mirada fuera de la ventana—. Quería asegurarte que no volverá a suceder. Sé que estuve desubicado. Te llevé a mi casa para cuidarte, para asegurarme de que te repusieras, y... —se detuvo, suspirando—. Lo siento —volvió a decir.
Girando para enfrentarla, la miró a los ojos, desafiándola a confesar que no tenía nada que ver con la adrenalina. Y todo que ver con desearlo como hombre. Pero aquellos bonitos ojos marrones se negaban a encontrarse con los suyos. Y se sintió más idiota que antes.
Maldición, ¿por qué no la podía dejar tranquila y listo? ¿Por qué se sentía tan atraído por esta mujer? Ella no sentía lo mismo por él, y siempre había sido así.
Ahora, sólo había empeorado el problema aprovechándose de ella. Al seducirla la noche anterior, se había comportado como un jefe grosero y prepotente. Cada vez que ella se había movido, se había excitado, y perdió la razón y el control de sí mismo por el hecho de tenerla finalmente en su cama, entre sus brazos, besándolo, como tantas veces había sucedido en sus sueños a lo largo de los últimos años.
Pero incluso ahora, estando tan cerca de ella, inhalando el suave champú y el gel de ducha con aroma a frutillas que usaba, quería tomarla en sus brazos, despejar todo lo que tenía sobre el escritorio y hacerle el amor hasta que perdiera la razón.
Si sólo se hubiera quedado en la cama esa mañana. Pero había tenido que levantarse. Le había hecho el amor tantas veces anoche; lo único que quería era volver a hundirse en ella. Se había despertado con su cuerpo suave pegado al suyo, los delgados brazos aferrados a él y su cuerpo se había endurecido como el de un adolescente en su primera cita.
Solamente Paula tenía ese efecto sobre él. La deseaba con locura..., y ella sólo quería poner distancia entre los dos.
Ahora ya no le quedaba alternativa. Anoche había jugado su última carta. Tendría que retirarse, darle el espacio que ella quería. Jamás volvería a influir en la distribución de las oficinas cuando ella intentara mudarse de piso. Tal vez, si no la veía todos los días, no olía su perfume suave y femenino ni veía esos tacones sexy que se ponía, la olvidaría. Y tal vez, si no estaba en su piso, no estaría todo el día imaginándola con esa tanguita de encaje que había levantado anoche del suelo.
—En fin..., sólo quería asegurarme de que estuvieras bien —dijo, tratando de llenar aquel silencio incómodo una vez más.
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Muchas gracias por tu preocupación. Realmente, estoy bien —dijo, mirando hacia abajo, avergonzada por el deseo que sentía teniéndolo tan cerca.
Y luego él hizo algo completamente inesperado. Dio un paso adelante, tan cerca que, si ella se inclinaba apenas, estarían en contacto otra vez, y deslizó los dedos sobre su mentón justo donde tenía el moretón. Con tanta delicadeza que apenas los sintió.
— ¿Duele? —preguntó con suavidad.
—No —dijo, porque, de verdad, en ese momento no sentía nada. Ni siquiera podía decirle qué día era o si había salido el sol. Todo su mundo estaba concentrado en ese hombre y en los dedos sobre su piel. —Creí que me lo había tapado bien.
El sonrió apenas, aquella media sonrisa que le daba un aspecto más sexy que James Bond.
—Lo hiciste. Si no hubiera visto cómo se te puso anoche, no me habría dado cuenta.
Ella se sonrojó, pensando que definitivamente lo había visto anoche, como también el horrible moretón en las costillas.
—Te llevaré a la comisaría para que prestes declaración.
Ella reflexionó unos instantes, especialmente acerca del hecho de estar en su presencia más de lo necesario. Sabía que no le convenía.
—Iré por mi cuenta —le dijo—. Pero, de todos modos, gracias.
Pedro se dio por aludido, y dio un paso atrás.
—Está bien —dijo, y se volvió hacia la puerta—. Luces hermosa —dijo finalmente antes de salir de su oficina.
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