sábado, 20 de mayo de 2017
CAPITULO 6 (CUARTA HISTORIA)
De pronto, pensó... ¿por qué tenía Pedro baño de burbujas con aroma a lavanda?
Ni siquiera había tenido que ir a buscarlo. El sentimiento de felicidad se disipó rápidamente, y emergió dentro de ella algo oscuro y hosco al tiempo que las burbujas comenzaban a reventar y desinflarse.
De pronto, la puerta del baño se abrió, y Pedro apareció; sus ojos azul índigo lanzaban chispas.
—¡Tú dejaste que te besara! —gruñó.
De inmediato desaparecieron las especulaciones acerca de quién había traído las burbujas a su casa, y sintió que la boca se le secaba al recordar aquel beso. Aquel beso increíble, ardiente, que le había volado la cabeza.
Comenzó a sacudir la cabeza, pero él se acercó a grandes pasos, con las manos apretadas sobre las caderas, y apenas se detuvo cuando llegó al lado de la bañera.
—Sí, tú también me besaste.
Habiéndolo afirmado, se inclinó hacia abajo y la levantó de la bañera. El agua le chorreó del cuerpo, y las burbujas se adhirieron en lugares poco estratégicos.
— ¿Por qué lo hiciste? —preguntó, pero no esperó una respuesta.
El beso le provocó un temblor en todo el cuerpo. No tuvo tiempo de sentir vergüenza de estar completamente desnuda, ni de advertirle que estaba empapada.
Casi ni se dio cuenta de que en algún momento él se quitó la chaqueta del traje y la corbata. Lo único que supo era que sus fuertes brazos la estaban envolviendo y la estaba besando una vez más. Aquella sensación estremecedora de deseo, que había sido reprimida durante el breve viaje de la oficina a su apartamento, se volvió a encender, y un escalofrío de excitación le recorrió el cuerpo.
No fue consciente cuando sus brazos se envolvieron alrededor de su cuello, pero tembló cuando las manos de él se deslizaron sobre sus brazos, descendieron por su espalda, y ahuecaron sus nalgas, empujando sus caderas contra las suyas. Nada le era suficiente, y apretó el cuerpo aun más, sin siquiera tratar de entender lo que estaba sucediendo, en tanto todo su ser se concentraba en aquella ola palpitante e implacable de deseo que se anudaba en la parte más baja de su vientre.
Cuando apartó la boca con violencia de la suya, ella soltó un grito de protesta, pero la ignoró y la tomó entre sus brazos, para levantarla en el aire. Miró hacia abajo y casi se derrite cuando la boca de él descendió sobre su pezón. No se dio
cuenta de que tenía las piernas envueltas alrededor de su cintura ni de nada más. El tiempo, el trabajo, las responsabilidades..., todo quedó suspendido en el tiempo.
Dejó caer la cabeza hacia atrás, y el deseo la inundó al sentir que la boca de él le succionaba el pecho con fuerza, provocando y apenas rozándolo antes de incrementar de nuevo la presión. Cuando movió la boca al otro pecho, pensó que estallaría de placer.
No tuvo tiempo para procesar todo lo que estaba sucediendo, ni siquiera para darle algo a cambio. Los brazos de él la volvieron a posar sobre el suelo y ella lo besó a su vez, tratando de manejar lo que la hacía sentir. Pero no había caso. Sus manos estaban en todos lados, encontrando lugares en su cuerpo que ni siquiera sabía que tenían terminaciones nerviosas. Parecía que cada lugar donde tocaba intensificaba aún más ese maravilloso y terrible deseo.
La sensación fría a sus espaldas fue el único momento de cordura, pero eso también quedó en el olvido cuando lo sintió deslizarse dentro de su cálido cáliz. No recordó el movimiento de sus dedos tirando, prácticamente arrancándole la ropa, ni a él mismo tomando la billetera para enfundarse el preservativo. Sólo supo que, por una fracción de segundo, cuando finalmente quedó desnudo y sus cuerpos pudieron tocarse sin la molestia de la ropa, se sintió satisfecha. Aquel momento desapareció en el Ínstame en que se movió dentro de ella, encendiéndole la piel en mil lugares y enloqueciéndola de deseo. Cuando movió su cuerpo, ella soltó un grito. El ardor se calmó apenas, y ella se movió para acogerlo aún más. No se dio cuenta de que sus uñas estaban clavándose en la piel de sus hombros.
Sólo supo que quería seguir sintiendo aquel apetito, y que deseaba hallar algo para calmarlo.
Cuando sintió el ligero dolor, lo ignoró y descendió las manos sobre su espalda para que él la penetrara aún más. Una vez que lo tuvo completamente dentro, sonrió eufórica.
Pero luego él comenzó a moverse y el deseo casi se transformó en dolor. Incapaz de manejarlo, movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás, y levantó las caderas para encontrarse con sus embestidas mientras sus manos descendían y sus dedos empujaban las caderas de él para que se moviera aún más rápido.
En el momento en que su mundo estalló, jadeó y gritó, aferrándose a Pedro, incapaz de manejar la ola tras ola de placer que el cuerpo de él le provocó, pero aun así saboreando la experiencia.
Pedro sintió su clímax y observó fascinado. Controló su propia liberación, queriendo que ella disfrutara del momento al máximo. Pero con el cuerpo de ella que se contorsionaba debajo de él, no pudo reprimirse más y se derramó hacia fuera, apretando los dientes con el clímax más intenso y asombroso que hubiera experimentado jamás.
Casi se colapso sobre ella, pero en el último momento, recordó sus costillas lastimadas y se dio la vuelta. Sintió un shock tras apoyar la espalda sobre los azulejos fríos, pero luego sus dedos hallaron el cabello de ella y jugueteó con los suaves mechones, gozando unos momentos más de la emoción de tenerla con él y de acabar de hacerle el amor a la mujer más perfecta que hubiera conocido.
Paula jadeó cuando sintió que la atraía hacia él, pero no tenía la suficiente energía para protestar. Así que cuando finalmente quedó extendida sobre su pecho musculoso en lugar de debajo de él, sólo atinó a recostarse sobre él, tratando desesperadamente de recuperar el aliento.
Se estremeció al sentir sus manos deslizarse sobre su espalda, y sonrió cuando sus propios dedos se entrelazaron en la ligera capa de vellos sobre su pecho. Pero luego sintió algo más abajo y sus ojos se abrieron aún más. Levantó la cabeza apenas, mirándolo y casi se rio al ver su mandíbula tensa.
Paula se movió ligeramente, y sintió que él se volvía a hundir en ella. Soltó un gemido, desplazando las caderas un poco.
—¡No hagas eso! —gruñó él, y trató de mantenerle quietas las caderas.
Paula cerró los ojos y empujó contra su pecho. — ¿Por qué no? —preguntó, temblando una vez más. Las manos de Pedro se deslizaron sobre su cuerpo hasta llegar a sus pechos y ahuecarlos.
—Porque si no te detienes, vamos a tener que comenzar de nuevo —dijo con un gruñido ronco.
Ella estaba fascinada. Volvió a moverse apenas y jadeó cuando su cuerpo se volvió a estremecer.
—¡Cielos! —suspiró y cerró los ojos. Echó hacia atrás la cabeza y apoyó las manos sobre su vientre, moviéndose una vez más. Decididamente, le gustaba esa posición, habiendo oído hablar y leído sobre ella en libros. Aunque todavía estaba por verse si era mejor o no que la otra.
Inhaló bruscamente y sintió que las manos de él se desplazaban a sus caderas, para colocarla sobre su erección. Su boca se abrió sorprendida. ¿Cómo era posible que algo tan invasivo le resultara tan maravilloso?
—Hazlo de nuevo —gruñó él.
Paula volvió a levantar las caderas, sintiendo la fricción y estremeciéndose al sentir el hormigueo que se concentraba justo allí abajo e irradiaba hacia fuera.
—Sí —suspiró.
—Maldición, Paula —gimió—. Tienes que moverte, cariño.
Ella se mordió el labio. Siguió a un ritmo lento para poder sentirlo todo, absorber todas las sensaciones. Le gustaba esto. ¡Mucho! Ignorándolo, se movió como quiso, apartando sus manos de sus caderas cuando trató de que se moviera como él quería que lo hiciera. Descendió la mirada hacia él.
Tenía los ojos dilatados al tiempo que su cuerpo ondulaba contra el suyo. Pedro terminó apoyando la cabeza hacia atrás, sobre los azulejos del baño, y dejándola tomar la iniciativa. Disfrutó eso sí del panorama, incluso si pensó que tal vez sufriría una lenta agonía por el modo en que se movía, tan lentamente, y por la belleza con que temblaba su cuerpo.
Cada vez que hundía las caderas en él, lo llevaba más y más arriba. Pedro intentó refrenarse a toda costa. Lo emocionaba verla descubrir su cuerpo, pero después de varios minutos de aquella tortura lenta, no lo pudo soportar más. Levantándose demodo que la tenía prácticamente sentada sobre su regazo, atrapó el pezón de ella con la boca, succionando con fuerza, y luego lamiendo con la lengua para volver a succionar, y pasar al otro. Los gritos de ella lo incitaron y le agarró las caderas con fuerza para tomar control del ritmo. Tras levantarla en el aire, se hundió dentro de ella, al tiempo que le besaba los pechos En ese momento, el clímax de Paula le provocó un grito, y su cuerpo se retorció buscando alejarse de él a la vez que le exigía que siguiera adelante. Finalmente, terminó desplomándose sobre él. Sólo le llevó a Pedro unas pocas embestidas para alcanzar su propio clímax, lo cual se derrumbó hacia atrás sobre los azulejos del baño, repleto una vez más, y con aquella increíble mujer entre los brazos.
CAPITULO 5 (CUARTA HISTORIA)
Ella accedió, pero sólo porque las rodillas le temblaban tanto que no pudo detener el camino que había iniciado hacia los ascensores. Al entrar en el ascensor, se apartó de Pedro, pero él seguía estando demasiado cerca, y dominándola con su presencia. Como en una sala de conferencias o en su auto, el hombre ocupaba todo el espacio, llenando cada partícula de aire con su masculinidad.
Cuando las puertas se abrieron, él le volvió a poner una mano fuerte en la cintura, conduciéndola hacia el apartamento. Ni siquiera pudo darle una rápida mirada. Él la guió directamente a una habitación fabulosa y luego a un baño de mármol enorme, repleto de detalles de acero y cromo. En el medio, había una bañera gigante con hidromasaje. Sintió que se le salían los ojos de las órbitas ante semejante lujo, y no pudo evitar un gran suspiro al imaginarse relajada en la enorme bañera de mármol.
Él la oyó suspirar y soltó una suave carcajada.
—Me alegro de que por fin haya algo mío que te guste.
Ella mantuvo la boca cerrada mientras él se inclinaba y abría el grifo de agua, pensando que definitivamente le gustaba su trasero. Era un estupendo trasero, marcado por la fina tela de su pantalón, y sintió que se le volvía a secar la boca. Le fue imposible apartar la mirada, y no vio cuando él le echó algo al agua. De inmediato se formaron burbujas que subieron a la superficie a medida que el agua rápidamente llenó la bañera.
Se volvió y alcanzó a verla sonrojarse, pero no comprendió por qué.
—Buscaré algo para el dolor. Métete en la bañera y relájate.
Pensó que tal vez asintió con la cabeza, pero no estaba segura de ello. Estaba completamente aturdida, asustada, y la mente no le funcionaba. No podía reaccionar, incapaz de creer que realmente estaba parada en medio del lujoso baño
de Pedro.
La puerta se cerró con un clic detrás de ella, pero siguió mirando fijamente la bañera, que rápidamente se llenó con burbujas y agua. Fue demasiado tentador para que su cuerpo dolorido resistiera. Con dedos temblorosos y echando miradas furtivas hacia atrás, se desvistió, dobló rápidamente la ropa y ocultó sus tanga y corpiño de encaje.
Su mirada se posó en el agua cálida, deseosa ahora sí de sentir el alivio que le proporcionaría el agua caliente.
Unos escalones subían a la bañera elevada, y del otro lado descendían otros. ¡Era gigante! ¡Y maravillosa! Estaba ubicada en un rincón del baño, y un enorme ventanal con vista a la ciudad dejaba ver a lo lejos el río Chicago y el horizonte poblado de rascacielos y autopistas, que bullían frenéticos de actividad.
Se deslizó dentro del agua caliente y perfumada, y cerró los ojos mientras el calor recorría todo su cuerpo, calmando rápidamente los dolores, al menos de momento. Se recostó hacia atrás, sorprendida por la sensación maravillosa del mármol que se adaptaba a su cuerpo, relajándole la espalda y las piernas. Debía ser seguramente la bañera más cómoda en la que se había bañado jamás, pero eso no quería decir mucho, ya que las únicas bañeras en las que había podido disfrutar de un baño habían sido las comunes, que eran mucho más adecuadas para bañar niños que para acoger un cuerpo adulto. Su propia casa en la ciudad era agradable, perfecta para sus necesidades, salvo por su clásico baño funcional.
Con un suspiro, permitió que su cuerpo se relajara. Cerró los ojos y dejó volar la mente hacia aquel beso al costado del edificio. Por el momento, no hizo ningún esfuerzo por entender por qué había dejado que Pedro la besara ni por qué siquiera había reaccionado a su beso. Había visto a las mujeres desfilando por su oficina para encontrarse con él.
Todos los meses acompañaba a una mujer diferente a fabulosas fiestas y reuniones sociales en la ciudad. Las que tenían suerte podían durar cinco semanas; las aburridas, tal vez sólo tres. Una mujer afortunada había conseguido mantener vivo su interés un récord de seis semanas.
No era que estuviera pendiente de lo que duraba cada una de ellas en brazos de Pedro. Pero era difícil ignorarlo cuando resultaba tan frecuente.
Además, el personal de la oficina hacía apuestas para determinar cuánto tiempo duraría cada una, así que era complicado mantenerse ajeno al cotilleo o al pozo de la oficina, pegado sobre la puerta del freezer en la cocina de la firma.
Sin quererlo, se estremeció de solo pensar en el momento en que sus colegas apostarían cuánto tiempo podía mantener despierto el interés de Pedro por ella.
Eso no quería decir que siquiera lo intentaría. ¡El tipo era un imbécil total!
Sin embargo, no lo culpaba. Veía lo peor en las relaciones.
En el sentido más básico, su trabajo consistía en destruir un matrimonio, diseccionarlo en mil pedazos y obtener el máximo provecho de una relación para uno u otro de los cónyuges. Se enfrentaba no solo con la peor parte de un matrimonio, sino con la maldad y la mezquindad de cada individuo. No solo de su cliente, fuera la esposa o el esposo, sino que, sentado del otro lado de la mesa, también veía el rostro más terrible de la parte contraria. Las peleas que estallaban cada tanto eran feroces en tanto el rencor afloraba de todas las formas posibles.
Tal vez debía ser más amable con él, más considerada. El hombre veía la maldad en tantas personas...; no debía tener que verla en las personas con las que trabajaba.
Tal vez debía mudar su oficina a otro piso. No necesitaba estar en el mismo piso que él, pensó mientras pasaba revista mentalmente a los cuatro pisos y su distribución. Siempre que habían ampliado su presencia en el edificio, era ella quien asignaba las oficinas a los abogados y asistentes.
Siempre, por alguna razón inexplicable, había conservado su propia oficina en el mismo piso que Pedro.
En realidad, en una oportunidad, después de una semana particularmente frustrante, había reorganizado algunas cosas y estuvo a punto de trasladar su oficina al sector de Ricardo. Pero ese cambio había sido frustrado. Nunca entendió bien todos los pormenores, pero en aquel momento no lo discutió.
Tal vez fuera hora de trasladarse a una nueva área, para alejarse un poco más de él. Seguramente, podía destinar su oficina a un nuevo abogado. Tenía más de setenta abogados de divorcio bajo su mando a lo largo de todo el país, y más de treinta de ellos estaban aquí en la oficina de Chicago.
Siempre le resultaba increíble la cantidad de personas que querían disolver su matrimonio, pero en cuanto a su negocio, marchaba sobre rieles.
Cerró el agua, disfrutando del silencio mientras el dolor de las costillas iba disminuyendo poco a poco. Pedro había tenido razón. Un baño caliente era exactamente lo que necesitaba. Y seguramente hubiera desestimado la idea si hubiese vuelto a su casa. Lo más probable era que hubiera sacado la computadora para tratar de resolver los mil problemas que requerían su atención todos los días.
Sí, esto era perfecto, pensó eufórica. Paula tenía que recordarse a cada instante que no estaba entusiasmada porque fuera el baño de Pedro. Simplemente, porque se sentía relajada por primera vez en... meses.
En realidad, relajada no era la palabra. No, lo que sentía no era para nada una sensación de relajación. Se sentía renovada. Sí, ésa era la palabra. Se sentía renovada por el agua y las burbujas. Seguramente eran las burbujas con aroma a lavanda que él le había puesto.
CAPITULO 4 (CUARTA HISTORIA)
Paula apuró el paso para alcanzarlo, porque Pedro era mucho más rápido que ella.
Además, llevaba tacones de ocho centímetros. Sabia que sus piernas lucían increíbles, pero no eran el calzado adecuado para caminar así de deprisa.
—Iré con ella más tarde —replicó Pedro al oficial lo más cortésmente que le permitió la furia.
Paula estaba a punto de exigir una explicación, pero él no le dio tiempo ni para tomar un respiro. Este tipo la había torturado durante años con su rabia, ¡estaba harta! ¡Hoy mismo se acabaría! Estaba a punto de soltar el brazo y enfrentarlo, cuando él tiro de ella y la llevó a un lado del edificio.
Pedro ni siquiera intentó controlar la furia. Jamás había estado tan aterrado en su vida como cuando vio a Paula enfrentarse a ese sujeto despreciable. Y cuando el tipo de hecho le pegó, estropeándole la piel hermosa y perfecta, fue suficiente para descontrolarlo. A partir de ese momento dejó de pensar de manera racional. Se transformó en puro instinto. Sintió que la ira le bombeaba por las venas y se abalanzó sobre el hombre antes de que pudiera volver a lastimar a Paula, instantes antes de que arremetiera contra ella por segunda vez, arrojándolo contra la pared.
Con un movimiento despiadado, Pedro le torció el brazo detrás de la espalda, queriendo desesperadamente arrancárselo del cuerpo. Miró hacia atrás, y volvió a ver a Paula. Verla saber que una vez más estaba a salvo, era lo único que le devolvió un cierto control sobre sí mismo.
Cuando llegó la policía, se sentía más que aliviado de poder entregarle la escoria que tenía retenida, pero seguía presa de la furia y el terror. Con un gruñido ronco y la decisión de garantizar que Paula, su Paula, su Paula hermosa, delicada, dulce y demasiado valiente, estuviera fuera de peligro, la aferró bruscamente del brazo .No estaba seguro de lo que iba a hacer. Sólo supo que tenía que asegurarse de que estuviera a salvo. De que siguiera entera.
Cuando vio el lado del edifico, fuera de la vista de los transeúntes, la arrastró allí. Pensó que solamente iba a encararla, le exigiría una explicación respecto de por qué había arriesgado su cuerpo y su vida de un modo tan ridículo. Pero en cambio la besó. Aunque no fue sólo un beso. Se trató de uno de esos besos avasalladores, turbulentos, demoledores, que demostró todo lo que sentía por esta mujer.
Paula estaba tan sorprendida cuando la boca de él cubrió la suya que el estupor la dejó inmóvil unos segundos. Y luego cayó en la cuenta de que Pedro la estaba besando. No, no sólo la estaba besando. Presionaba su cuerpo contra el suyo, frotaba las caderas contra las suyas, deslizando las manos sobre su cuerpo... nada menos que bajo la blusa de seda... y no pudo detener la ola de deseo, inmediata y potente, que la recorrió por dentro. No recibiría aquel beso de manera pasiva.
Arremetió ella también, exigiendo más, deslizando las manos sobre sus brazos, sintiendo esos músculos abultados debajo de la camisa de vestir engañosamente circunspecta hasta que sintió el calor de su piel en el cuello. Hizo una pausa para disfrutar de aquel calor, absorbiendo con los dedos la textura de su piel antes de seguir subiendo, y descubrir que su cabello era tan suave, tan sedoso...
Probablemente, era lo único que tuviera ese hombre que fuera suave, y no creyó posible que fuera tan placentero, que su sabor fuera tan increíble. Deseó a este hombre como no había deseado otra cosa en la vida. Lo deseó más de lo que creyó posible.
¡Y luego se apartó de ella!
Paula levantó la mirada, sorprendida y confundida. La boca le temblaba de deseo, quería sentir los labios firmes de Pedro sobre los suyos, tomando, saboreando, entregando.
¿Por qué se había detenido? ¿Por qué le hacía esto? ¿Acaso no se daba cuenta de lo que le había despertado por dentro?
En el momento en que su calor maravilloso y seductor se alejó ligeramente de ella, y la mente dejó de estar ocupada por aquel beso alucinante, las costillas de repente le comenzaron a doler. Trató de no manifestar el dolor, pero no debió conseguirlo, porque los ojos de él se entornaron y se apartó de ella para poder observarla.
—¡Estás lastimada! —dijo bruscamente, y el aliento siseó entre sus dientes mientras se inclinaba aún más, examinando su mejilla y la línea de su mandíbula, que recién entonces comenzaban a mostrar señales del golpe recibido.
—Estoy bien —susurró ella, pero las manos de él se movieron apenas, y soltó un gemido de dolor.
Pedro apretó los labios al descender la mirada hacia ella, y la furia de siempre estalló en medio del enajenamiento de la lujuria.
—No estás bien —dijo contradiciéndola. Con destreza le palpó las costillas. Cuando ella volvió a hacer un gesto de dolor, él sacudió la cabeza—. Te llevaré al hospital —le dijo.
Ella movió la cabeza.
—¡No! ¡Al hospital, no! —le dijo con firmeza. Su madre había muerto en un hospital, y en su mente habían quedado asociados pensamientos negativos de manera perdurable e irracional.
—Necesitas ver a un médico —le dijo con firmeza—. Y seguramente debas hacerte una radiografía para ver el estado de tus costillas.
—Mis costillas están bien —le aseguró enfática. Le tomó el antebrazo con los dedos para evitar que hiciera algo cruel, como apartar la tibia mano de su piel, que de pronto había aprendido a reconocerlo. —Apenas un poco lastimadas. Me
repondré. —Para probarlo, contuvo el aliento, preguntándose si sus dedos se moverían esos escasos centímetros más arriba. Sus pechos sentían un deseo tan imperioso de que lo hiciera, y su mente estalló al imaginar su pulgar, apoyado justo debajo del pecho, moviéndose hacia arriba. El pezón ya se había endurecido en anticipación, pero no podía decir nada, no le podía rogar que terminara lo que recién había comenzado.
Se quedaron mirándose un largo instante. El aire pareció crepitar entre ellos, como si estuviera cargado de la electricidad que chisporroteaba entre sus cuerpos.
No podía respirar; tampoco, moverse. Nada en el mundo tenía sentido salvo que este hombre deslizara la mano hacia arriba para cubrirle el pecho y hacerle sentir su calor.
Cuando él movió la mano ligeramente, ella no pudo ocultar el dolor que la atravesó por dentro.
Pedro dijo algo en voz baja que era irrepetible, y luego dio un paso hacia atrás.
—Te llevaré a un hospital.
Comenzó a tirar de ella hacia el auto, pero ella se resistió.
—Por favor —le rogó, y su mirada reveló el temor que sentía hacia los hospitales —. Me daré un baño de agua tibia y se me pasará todo —prometió—. Pero al hospital, no.
—Pero necesitas ver a un médico —razonó él.
Un médico era mejor, pero en realidad prefería mantenerse alejada de todo eso.
Su filosofía sobre la enfermedad en el pasado había sido fingir que no existía.
Hasta ahora, había funcionado bastante bien.
—Si mañana no me siento bien, te prometo que veré a mi médico.
Pedro sabía que era mejor si veía a un médico ahora, pero no pudo ignorar la mirada de súplica en sus brillantes ojos marrones. Había visto antes su terquedad, y sabía que no cedería un ápice. Se inclinó hacia ella y apoyó los brazos sobre el edificio que estaba detrás, a ambos lados de su cabeza.
—Está bien —dijo—, te darás un baño de agua caliente y descansarás el resto de la tarde. Si no lo haces, te llevaré al hospital y te ataré yo mismo a la máquina de rayos X si hace falta. Y lo haré de todos modos si el baño no es suficiente. —Cedió un poco, y acercó la mano a su mejilla para acariciarla, acunando su cabeza en su mano grande y fuerte. —De todos modos, te prometo que si terminas yendo a un hospital no dejaré que te suceda nada —dijo con voz ronca y profunda.
Cuando la trataba de un modo suave y dulce, el corazón de Paula se colmaba de algo que se negaba a identificar. No sabía cómo lidiar con un Pedro amable. Estaba tan acostumbrada a pelear por todo con él ,que este nuevo Pedro era un misterio.
Y también los sentimientos que amenazaban con llenarle los ojos de lágrimas.
Parpadeó rápidamente, tratando de ocultarle su vulnerabilidad. No terminaba de comprender lo que estaba sintiendo, y aquello la asustó.
—Ven —dijo él, todavía con esa voz suave y bondadosa. Le tomó la mano y la condujo por la parte posterior del edificio hacia el estacionamiento. Con un clic destrabó los seguros de su moderno sedán negro y abrió la puerta del lado del acompañante para que entrara.
—Puedo manejar...
—Entra, Paula —la interrumpió. Lo dijo con firmeza, pero sin perder el tono suave, persuasivo, como diciendo "no vas a poder salirte de ésta".
Con un suspiro, se deslizó sobre el suave asiento de cuero.
Una sensación de opulencia la embargó cuando el lujo le ciñó el cuerpo. Pero no tuvo tiempo de pensar más en ello, porque un segundo después, Pedro estaba metiéndose al lado de ella, extendiendo las largas piernas peligrosamente cerca de sus muslos. El auto podía ser un sedán de lujo, pero Pedro era un hombre gigantesco, y rara vez había un espacio que fuera lo suficientemente grande para él.
Cualquiera fuera la habitación en donde estuviera, a ella siempre le parecía pequeña. Tenía hombros enormes, músculos abultados en todo su cuerpo, y piernas tan largas que zanjaban velozmente la distancia entre dos puntos. Resultaba increíble cuando tenía que moverse de la puerta de su oficina a su escritorio. Cada vez que entraba en su oficina, Paula se sentía atraída por sus piernas: la boca se le secaba al observar aquellos músculos fibrosos bajo los pantalones confeccionados a medida.
— ¿Adonde vamos? —preguntó, tragando el nerviosismo que de pronto asomó por tenerlo tan cerca.
—Te voy a llevar a tu casa —le dijo. Sus largos y delgados dedos manejaban con destreza el cambio. Paula quedó fascinada por esos dedos, imaginándolos revisando sus costillas, preguntándose cómo se verían sobre su pálida piel.
Respiró hondo y desvió la mirada, dirigiendo la vista fuera de la ventana.
—Gracias por tu ayuda —dijo.
Pedro oyó el temblor en su voz y se dio cuenta de que recién ahora caía en la cuenta de lo que había sucedido. La adrenalina iba desapareciendo, y muy pronto comenzaría a sentir el cansancio.
—De nada —le dijo, y luego tuvo que sacudir la cabeza al recordarla de pie delante de la diminuta anciana, protegiéndola mientras enfrentaba al hombre pendenciero—. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó, girando a la izquierda y luego a la derecha.
Tal vez podía estar mirando por la ventana, pero no observaba el paisaje.
Recordaba el momento en la cafetería cuando el hombre se volvió agresivo, y comenzó a repasar con la mente todo lo que había sucedido.
—No lo sé. A esos dos nadie más los iba a defender. Alguien debía hacerlo.
El miró sus delgadas piernas, cruzadas recatadamente a la altura de los tobillos, y las manos, apretadas en el regazo.
—Así que tomaste la iniciativa y le dejaste bien claro quién mandaba. —Se río al recordarla parada allí, con los tacones sexy de ocho centímetros de altura, las piernas separadas a la altura de los hombros en una postura perfecta para pelear, y los brazos delante del cuerpo, con los puños levantados como si sus cincuenta y cinco kilos pudieran detener a un toro salvaje de ciento veinte.
Paula se sonrojó al recordarlo.
—Está bien, entonces fuiste tú quien le dejaste claro quién mandaba realmente. La verdad es que me impresionó cómo lo sacaste de combate.
—Mis hermanos y yo nos entrenamos en un ring. —Descendió la mirada hacia ella brevemente, pero ella entendió. Era evidente que le estaba diciendo que estaba entrenado para intervenir y hacer algo así. Ella, no.
Se mordió el labio y miró por la ventana. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió vergüenza.
—No iba a dejar que esa inocente mujer sufriera a causa de aquel hombre.
—Admirable. Valiente —dijo, asintiendo con la cabeza—, pero también estúpido. Te podrían haber lastimado gravemente.
—Pero no sucedió —dijo simplemente, ignorando el dolor que comenzaba a palpitarle en la mandíbula y las costillas. Jamás le admitiría lo fuerte que había sido el golpe propinado por el hombre. Lo podía manejar sola, se dijo en silencio.
Él respiró hondo sintiendo una nueva ola de furia por dentro.
—Esta vez... Prométeme que jamás volverás a hacer una cosa así.
Ella se mordió el labio y miró hacia la derecha, afuera de la ventana.
—Te prometo que no haré nada que crea que sea estúpido.
Él maldijo por lo bajo, intentando controlar la ira.
—Lo cual deja fuera muchas de las cosas que yo sí considero que podrían ser estúpidas —dijo, entendiendo perfectamente lo que ella le quería decir.
Condujo el auto dentro de un estacionamiento y de inmediato lo ubicó en un espacio disponible.
—Vamos —dijo, y apagó el motor.
Paula ya estaba fuera del auto cuando advirtió que ésa no era su casa. Ni siquiera era su barrio. Incluso si hubiera ahorrado todo su salario por el resto de su vida, jamás se hubiera podido comprar ni el apartamento más pequeño en aquel suburbio.
— ¿Dónde estamos? —preguntó.
—En casa. Voy a asegurarme de que te repongas —dijo, y apoyó la mano sobre su espalda para guiarla hacia los ascensores.
El corazón de Paula comenzó a latir con fuerza, triplicando sus pulsaciones ante la sola idea de entrar en el reducto íntimo de Pedro. Ni siquiera solía entrar en su oficina.
Cuando tenía que hablar con él sobre algún tema, se quedaba de pie en la entrada. De ningún modo entraría en su ámbito privado. Si su oficina era demasiado personal, no podía ni imaginar lo que sentiría al entrar en su apartamento.
—Debo regresar a casa —dijo rápidamente, comenzando a volverse hacia la puerta. Tenía la intención de tomar un taxi que la llevara a su casa, donde se recluiría del mundo. Tenía terror de estar sola con Pedro en su casa. Lo que más la
aterrorizaba era estar a solas con él, pero, también, estar rodeada de todos sus objetos personales. Ya era difícil estar en su presencia.
Pero Pedro no se lo permitiría de ningún modo.
—Ven —le replicó, y le rodeó la cintura con el brazo, con cuidado para evitar tocarle las costillas—. Estarás cómoda. No dejaré que te pase nada.
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