viernes, 19 de mayo de 2017
CAPITULO 3 ((CUARTA HISTORIA)
Al día siguiente, Paula entró a la oficina bien temprano. Tenía que terminar algunos asuntos pendientes durante esos primeros minutos tranquilos del día antes de que llegara el resto del staff a trabajar. No podía creer lo complicada que estaba resultando la semana. Primero, habían arrestado a su mejor amiga por homicidio, y luego, otra asistente más había renunciado a trabajar con Pedro. ¡Era la tercera en seis meses! ¿Qué hacía ese tipo para irritarlas tanto?
Sí, había que admitirlo, la última no había estado a la altura de las circunstancias.
Le daba vergüenza admitirlo, pero supo desde el comienzo que no iba a funcionar.
De todos modos, en su defensa, cada vez que contrataban a una asistente personal para Pedro, ella estaba obligada a trabajar codo a codo con él. Esta vez, durante la última ronda de entrevistas, Paula terminó por boicotear el proceso,
porque cada vez le resultaba más difícil estar con él.
Guardar distancia de Pedro era la única manera de conservar la cordura mientras trabajaba tan estrechamente con él.
Por desgracia, cuando entrevistaba asistentes tenía que sentarse a su lado y sentir el calor que emanaba de su cuerpo, incluso a la distancia que ella guardaba de él. No podía manejar esa situación durante mas de unos pocos días, así que lo había convencido de que la última candidata era lo suficientemente buena para el puesto.
Ahora tenía que pagar el precio por acortar el procedimiento de entrevistas.
Tenía que volver a pasar por todo el proceso; sentarse junto a él, escuchar sus comentarios provocadores, y discutir acerca de cuál era la mejor candidata. Era agotador.
No entendía por qué incluso su oficina debía estar tan cerca de la suya. Era como si el tipo inventara maneras para torturarla.
Pero, por supuesto, Pedro no podía saber lo que ella sentía por él. Para el resto de la oficina, ella y Pedro eran antagonistas, con breves períodos de coexistencia pacífica. Aunque últimamente esos períodos de paz parecían pocos y cada vez más espaciados. En los últimos tiempos, parecía haberse incrementado la agresión mutua y, aunque por momentos resultaba estimulante, tenía que admitir que también era terriblemente extenuante.
En especial, cuando una de sus amiguitas aparecía para que salieran juntos de noche.
En esos momentos, realmente lo odiaba. ¡No era siquiera que el tipo tuviera un tipo de mujer que prefiriera! Salía con pelirrojas, rubias y castañas. Tenía citas con celebridades, actrices famosas, mujeres que estaban en el candelera y profesionales aguerridas.
Con un suspiro, se secó los ojos y sacudió la cabeza.
-¡Basta! —se dijo con firmeza —. ¡El día avanza sin pausa! Y ella también lo haría.
Se volvió y miró la computadora. Tenía varios asuntos pendientes, y no disponía de mucho tiempo. Estaba preocupada por su amiga Mia, que enfrentaba cargos de homicidio, pero cada vez que le preguntaba a Simon sobre ella, éste le decía que tenía todo bajo control. Debía confiar en él. Si había alguien que podía sacar a Mia de aquel embrollo, ese sería Simon; era brillante.
Mía volvería hoy a la oficina, para responder a más preguntas que le hicieran Simon y su equipo. Tal vez las dos podrían ir al cine esa noche, escapar de la presión de los cargos de homicidio que pesaban sobre Mia y del irritante jefe de Paula.
Suspiró y deslizó la silla bajo el escritorio, distrayéndose con los últimos planes para hacer que la oficina fuera más eficiente. Otra vez volvió a perder noción del tiempo a medida que surgía un tema tras otro. Le encamaba su trabajo, le encantaba que el resto de los empleados dependieran de ella para resolver los problemas. Su fuerte era justamente arreglar líos, y sentía una sensación incomparable cuando lograba llevar soluciones a cada problema y mantenía al Grupo Alfonso marchando sobre rieles.
Cuando finalmente advirtió el hambre que tenía, ya había pasado la hora habitual del almuerzo. Sacó la billetera y se dirigió afuera, donde levantó el rostro para sentir los tibios rayos del sol. No quedaban muchos días como ése, pensó.
Las jornadas se estaban acortando, y un viento frío cortaba el aire nocturno. El invierno se acercaba con rapidez.
A pesar de lo tarde que era, seguía habiendo una gran multitud congregada para almorzar en la cafetería del edificio. Paula fue a pararse al final de la fila con un suspiro de resignación. Aunque esta cafetería estuviera siempre abarrotada de gente, tenía los mejores sándwiches por un precio razonable en un área de varias calles a la redonda.
Preparaban una especie de salsa que les daba un toque especial y hacía que la experiencia se disfrutara mucho más. Nadie sabía qué ingredientes tenía la salsa, pero algunos habían intentado prepararla. Cada tanto aparecían recetas en la cocina de la oficina, en las que alguno creía haber dado con la fórmula secreta. Pero nadie lograba acertar con los ingredientes exactos, y el misterio continuaba.
Por lo general, Paula hacía el pedido y solicitaba que se lo tuvieran listo en la caja, un servicio muy eficiente que prestaba la cafetería. Pero esa mañana había trabajado demasiado. Y como le había costado dormirse la noche anterior, preocupada por Mia y Pedro, preguntándose en qué andaría este último, se despertó demasiado tarde para desayunar. Así que ahora estaba famélica, y aguardaba su turno para Pedir un sándwich.
Lanzó una mirada a la calle, pensando que tal vez sería mejor comprarse un yogur en el pequeño almacén .Seguramente, sería mucho más rápido. Pero en ese momento, la fila se movió hacia delante y optó pro satisfacer el hambre con un sabroso y bien condimentado sándwich.
-¡Oiga!- Oyó que gritaba una voz a su izquierda. Miró hacia allí pero tenía demasiada hambre para prestarle atención
De pronto, la multitud se abrió, y Paula advirtió lo que sucedía. ¡Casi no dio crédito a sus ojos!
—¡Apártese del camino, vieja! —decía un hombre tosco y ordinario a una anciana que llevaba zapatos grandes y un suéter abrigado incluso ese día tibio de octubre.
Tenía el cabello gris desarreglado y la mirada nerviosa al observar con desconfianza al hombre de bigote crespo.
Otro hombre, más delgado y más alto, sacudió la cabeza.
—Ella estaba antes en la fila —dijo el desconocido, intentando calmar los ánimos, pero ni siquiera él quería enfrentarse al corpulento fanfarrón.
—¿Ah, sí? —lo provocó el hombre, estrechando los ojos y apretando con fuerza los puños—. Entonces, ¡demuéstrelo! —dijo bruscamente y dio un paso adelante.
Nadie dudo de su intención, al tiempo que la muchedumbre se dispersaba, empujando hacia atrás para evitar quedar atrapada en la pelea.
El desagradable hombre le lanzó una trompada, y no acertó a darle al caballero delgado, pero sí conectó con el costado de la anciana, que cayó con ese primer golpe.
Su grito de temor fue oído por todos, pero nadie dio un paso adelante para intervenir en la disputa.
Una pequeña parte del cerebro de Paula seguía funcionando y le decía que no debía meterse. Pero la otra parte, la que no estaba funcionando de modo racional y se sentía escandalizada de que alguien le pegara a un anciano, fue la que terminó dominando. De pronto, se sintió furiosa de que este tipo le hubiera pegado a alguien que sólo estaba parado, esperando para almorzar. En lugar de retroceder junto con la muchedumbre, dio un paso adelante e instintivamente le tomó el brazo al macizo individuo. Por desgracia, advirtió demasiado tarde que el brazo no era sólo grasa, sino puro músculo. Pero para cuando se dio cuenta, el hombre ya se estaba dando vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza.
Paula soltó el brazo del sujeto y se quedó parada con los pies ligeramente abiertos, las manos listas, tratando de anticiparse a lo que el hombre corpulento estuviera a punto de hacer.
—Llamen a la policía —le ordenó a la multitud. No se lo dijo a nadie en particular, y sabía que la policía no podría llegar a tiempo para salvarla, pero de cualquier manera lo dijo como amenaza, esperando que el hombre se detuviera y reflexionara.
Tal vez le daría incluso un poco de tiempo, el suficiente para retrasar la reacción del matón.
Pero no fue el caso. Pedir que llamaran a la policía sólo lo enfureció aún más. La parte racional de su cabeza, la parte que no estaba ciega de furia por lo que acababa de hacer aquel hombre, advirtió como el resto de los hombres y mujeres iban retrocediendo asombrados ante los hechos que se desencadenaban delante de ellos. Se le pasó por la cabeza que, si todo el mundo unía esfuerzos, podían contener al hombre simplemente sujetándolo por los brazos e inmovilizándolo sobre el suelo.
Pero era evidente que nadie estaba pensando racionalmente. Ni siquiera ella. Y el hombre se abalanzó sobre ella, arrojándole un puñetazo que le pegó en el mentón, mientras la otra mano se lanzaba hacia adelante buscando sus costillas. Soltó un gemido al sentir el dolor, se retorció levemente y usó la embestida del hombre para hacerle perder el equilibrio. Pero él se recompuso en apenas unos segundos, sin darle tiempo para recuperar el aire. Al percibir el celo sanguinario en su mirada, supo que el golpe anterior sólo había sido un anticipo de lo que se le venía encima, pero giró y preparó el cuerpo, dispuesta a hacer lo que fuera para detenerlo.
Lo único que vio fue que se arrojaba sobre ella un instante, y al siguiente había desaparecido, estrellándose contra la pared de la cafetería, con el brazo torcido detrás de la espalda y la mejilla derecha, aplastada, con la mirada clavada en el techo.
—Así que te gusta pegarle a mujeres que tienen la mitad de tu tamaño, ¿eh? — oyó que decía Pedro, torciéndole aún más el brazo. El hombre hizo un gesto de dolor. — ¿Por qué no pruebas con alguien un poco más grande que tú para ver cómo te va? —preguntó.
Hubo un aplauso generalizado a su alrededor, pero Paula sólo vio el cuerpo enorme y magnífico de Pedro, que perforaba con la mirada al hombre fornido.
Sabía que debía disimular su admiración por su complexión alta y musculosa, pero era sencillamente demasiado imponente.
Se oyó una nueva conmoción al lado de la puerta con la llegada demorada de la policía. Las manos sobre sus armas, evaluaron rápidamente el estado de cosas.
Cuando vieron quién tenía inmovilizado al hombre, los dos oficiales de policía se quedaron boquiabiertos.
— ¿Se encuentra usted bien, señor Alfonso? —preguntó uno de ellos, corriendo hacia él con las esposas en la mano. De inmediato, se ocupó hábilmente del hombre retenido.
—Estoy bien. Pero este hombre atacó a la mujer que está en el suelo y a Paula Chaves, la gerente de mi oficina.
El oficial de policía se sentía más que un poco sobrecogido ante la presencia de Pedro Alfonso. Era famoso tanto en el ring de boxeo como en el ámbito judicial.
Pero el oficial cuadró los hombros, queriendo proyectar una imagen profesional delante de la figura que la mayoría de los oficiales veneraba.
—Lo ficharemos por asalto con agresión, y por alteración del orden público —dijo el otro oficial. Se acercó a la anciana, y la ayudó a ponerse de pie, interrogándola para ver si necesitaba una ambulancia. Mientras tanto, Pedro se dio la vuelta para fulminar a Paula con la mirada. Al instante, ella se sintió intimidada por la furia que vio en sus ojos azul índigo. ¿Por qué estaba enojado con ella?
Está bien, se trataba de una pregunta tonta. Pedro siempre estaba enojado con ella por un motivo u otro. Y por lo general ella le devolvía el veneno, sin aflojar ni un metro.
Pero jamás lo había visto tan furioso. Normalmente, limitaba su ira a breves comentarios sarcásticos en una reunión o a soltar comentarios mordaces cuando ella no le encontraba un nuevo empleado o un reemplazo lo suficientemente rápido.
Pero ahora el nivel de furia era incomparable.
Mientras los oficiales de policía trataban de organizar a los testigos, obtener declaraciones y llevarse a rastras al matón, Pedro caminó lentamente hacia ella. En realidad, no fue que caminó sino que la acechó. Sólo mediaban cinco pasos entre ambos, pero pareció un siglo hasta que llegó junto a ella. Cuando estaba a menos de un centímetro, Paula levantó la mirada hacia sus ojos azules, estirando el cuello hacia atrás, porque no podía retroceder y él tampoco cedía.
No dijo una palabra. Sencillamente, le atenazó el brazo con una mano de hierro y la arrastró fuera de la cafetería.
—Vamos a necesitar que la señorita Chaves preste declaración —comenzó a decir uno de los oficiales mientras Pedro la arrastraba a la puerta.
CAPITULO 2 (CUARTA HISTORIA)
Del otro lado de la oficina, Pedro observó con furia y frustración cada vez mayores a Paula Chaves entrando en su oficina y cerrando la puerta, para dejar a todo el mundo afuera. Vio a sus hermanos girar a la izquierda, y se recordó a sí mismo que debía preguntarles más tarde si sabían el motivo de su tristeza. Lo hubiera hecho en ese momento, pero tenía que deshacerse de Jessica Lilsedale. La irritante mujer se había cogido de su brazo anoche en una reunión benéfica, y no había podido quitársela de encima. ¿Por qué habría venido? La noche anterior no le había dado ningún tipo de muestra de interés. .Por qué querría ahora charlar a solas con él?
Esa mañana había llegado temprano a la oficina. Con una agenda tan cargada, necesitaba tiempo extra para terminar el trabajo pendiente. Por lo general, en el otoño había menos trabajo que de costumbre en su área, pero por algún motivo ese año había sido diferente. Había más casos que nunca, e iba a tener que contratar más abogados si el ritmo de trabajo seguía así.
Pedro estaba a cargo del área de derecho de familia del Grupo Alfonso, que incluía todo lo referido a la familia, pero mayormente divorcios. Tenía una floreciente práctica profesional, y los clientes prácticamente hacían cola frente a
su puerta, para buscar formas de destruir al cónyuge que, sólo unos años antes, habían prometido amar, honrar y respetar. Siempre le sorprendía que las personas que una vez se habían prometido amarse tanto, como para desear compartir la vida juntos, pudieran reducir todo su mundo al dinero y al deseo de perjudicar al otro de la peor manera posible y del modo que fuera.
Jessica seguía parloteando sobre algún tema intrascendente. Durante todo ese tiempo su mirada estuvo dirigida al corredor que conducía a la oficina de Paula, deseando que saliera y mostrara la cara para ver si estaba bien. ¿La habrían ofendido? ¿Se sentiría abrumada por la cantidad de trabajo que tenía? Si fuera así iría directamente a hablar con sus hermanos para que no la sobre exigieran. Era una sola, pero seguía aceptando más y más responsabilidad dentro de la firma.
Por todos los cielos, ¿de qué hablaba Jessica ahora?
—Entonces, ¿qué te parece? —preguntó, inclinando la cabeza y haciendo girar un mechón de su cabello rubio teñido alrededor de sus dedos, que culminaban en afiladas garras.
Pedro no había escuchado una sola palabra de lo que había dicho.
—Lo siento, ¿qué preguntaste?
Jessica se rio y le dio un puñetazo juguetón en el hombro.
—Esta noche! ¿La fiesta? ¿Quieres divertirte un rato?
Asistir a una función con esa mujer irritante era lo último que haría en la vida.
Armándose de toda la paciencia posible, acompañó a la insufrible señorita al ascensor, desentendiéndose de su cháchara insoportable.
—Estoy seguro de que te divertirás mucho más sin mí —le dijo y le tomó la mano para conseguir que ella le soltara el brazo. Llevó la mano a sus labios y, lo más cortésmente posible, le besó los dedos para despacharla por el ascensor que iba en descenso.
Apenas hubo desaparecido, respiró aliviado.
Desgraciadamente, la nube de perfume empalagosa que dejó tras de sí le produjo náuseas. ¿Por qué insistían las mujeres en empaparse con esos perfumes pestilentes?
Al instante, pensó en el aroma de Paula. Siempre olía fresca y limpia. No recordaba una sola vez en la que le hubiera
sentido perfume. Pero siempre había olido... increíble.
De regreso en su oficina, se quedó de pie al final del corredor, observando la puerta cerrada de Paula. Estaba descontenta, y él no tenía ni idea de por qué, pero lo estaba matando por dentro.
No tenía ningún derecho a sentirse así. Ella era una empleada, y, como si fuera poco, una empleada excepcional. Él era uno de los dueños, así que correspondía que mantuviera distancia y la tratara como a cualquier otro empleado. Él y sus otros tres hermanos eran dueños de partes iguales del Grupo Alfonso, y entre los cuatro controlaban Prácticamente todas las áreas del derecho.
Lo que no podía controlar era su necesidad de tomar a Paula Chaves en sus brazos. Verla así, sus hermosos ojos marrones llenos de lagrimas, lo destruía por dentro. Odiaba verla sufrir.
¿Qué podía estar sucediendo?
Hacía cinco años que trabajaba en el estudio; primero, como recepcionista mientras seguía en la universidad, y luego, volviéndose cada vez más valiosa con el paso del tiempo. Y más hermosa. La había deseado desde la primera vez que entró caminando por la puerta buscando un trabajo, y aquella necesidad sólo se había intensificado a media que la fue conociendo.
Sabía que ella lo consideraba muy irritante. En ocasiones, buscaba hacerla enfadar solamente para ver la chispa de furia brillar en sus ojos marrones, y las pálidas mejillas encenderse de color. En otras sentía un deseo tan desenfrenado por poseerla, por estar cerca de ella que se enojaba con el resto del mundo. Sus asistentes administrativas eran las más afectadas por sus arranques de ira, pero no podía negar el placer de trabajar con Paula cada vez que tenía que reemplazar a una asistente que renunciaba.
Por supuesto, resultaba conveniente que las últimas asistentes hubieran sido completamente ineptas. No era el tipo de persona que le pondría presión a alguien para que renunciara sólo para poder estar a solas con Paula. No, jamás le haría una cosa así a su staff. Aquellas que se habían marchado los últimos dos años realmente habían sido incompetentes y carecían de actitud para el trabajo.
La última había renunciado apenas el día anterior, pero no le importó, ya que había estado a punto de despedirla de todos modos. Los expedientes de los clientes eran un desastre absoluto, y la mujer perdió el control de todas sus reuniones, concertando tres citas para el mismo cliente, y dejando largos intervalos en el medio.
Pero ahora Pedro sentía como si le estuvieran arrancando el brazo..., todo porque Paula estaba preocupada por algo. Y tenía que estar realmente mal porque, salvo que le hiciera un reproche, nunca dejaba que sus emociones se interpusieran en su trabajo. Se trataba de algo completamente inusual.
—La señorita Davenport está aquí para verlo —dijo su asistente temporaria, entregándole el expediente.
Pedro tomó el dosier, resignado. Quería arrojarlo dentro de su oficina y avanzar como una tromba a la oficina de Paula para solucionar lo que fuera que la estuviera afectando. En cambio, se concentró en su siguiente cliente, leyendo rápidamente el expediente y echando un vistazo a los pormenores.
-¿Ya le ofreciste un café? —preguntó Pedro, distraído por la lectura y pensando en Paula. Le preocupaba que alguien en la oficina la hubiera ofendido.
No, eso era imposible. Salvo él y sus hermanos, no había nadie que tuviera tanta autoridad en la oficina como Paula.
Ella dictaminaba los horarios y el número de casos con precisión militar. Si alguien se atrevía a irritarla, lo ponía rápida y eficazmente en su lugar.
También le encantaba escucharla. Cuando uno de los otros abogados trataba de pasarla por encima, ella simplemente le cantaba las cuarenta. Cualquiera que se atreviera a enfrentarse a la poderosa Paula Chaves, se volvía con la cola entre las patas.
Salvo él. Le encantaba enfrentarla directamente.
Desgraciadamente, sabía que Paula no tenía ningún interés en él. Tenía su propia vida, sus propios hobbies y planes para el futuro.
Pero no pudo evitar mirar su puerta cerrada antes de suspirar y abrirse camino a su oficina. La señorita Davenport lo esperaba. Ya iba por el tercer matrimonio y cada uno la hacía aún más rica que el anterior. Con ayuda de Pedro, por supuesto.
CAPITULO 1 (CUARTA HISTORIA)
Paula estaba de pie, al costado del escritorio de la recepcionista, rogando que la mujer que estaba a su lado no enunciara las palabras que le volverían a romper el corazón. "Por favor, que pregunte por cualquier otro nombre", deseó en silencio.
Cualquier nombre, incluso alguien que no trabajara allí, sólo la haría sentir mejor.
Pero por desgracia no era su día de suerte.
—Vengo a ver a Pedro Alfonso —dijo la rubia con los labios pintados de rojo brillante, al tiempo que sacudía la cabeza hacia atrás para echar la espesa cabellera rubia por encima del hombro.
Paula sabía que aquel movimiento de la cabeza tenía un único propósito: mostrar sus pechos generosos, perfectamente expuestos por el profundo escote de su vestido rojo.
Diane, la recepcionista, procedió de modo profesional, tal como la había entrenado Paula. Se volvió hacia su computadora con una sonrisa amable, y posó los dedos sobre el teclado, lista para anotar.
-¿Tiene una cita? —Diane sabía que su jefa, la bella joven de cabello color castaño y ojos de un marrón profundo, estaba parada rígida al lado de ella, observando cómo se comportaba. Y todo el mundo sabía que entre Paula y el espléndido Pedro pasaba algo, aunque nadie sabía con certeza qué.
La rubia hueca —así consideraba Paula esta última entrometida— se rio y sacudió la mano en el aire:
— No, pero estoy casi segura de que me atenderá — dijo, y se recorrió las caderas con las manos— . Solo dile que Jessica está aquí para hablar con él.
Diane conocía el proceso. Registró la información en la computadora y luego envió el aviso a la asistente de Pedro, una joven que recién comenzaba a trabajar, llamada Tilly. Se trataba de una empleada temporal, que habían conseguido el día anterior cuando la última renunció sin preaviso. Pedro tenía la mala costumbre de descartar asistentes a un ritmo temible. Apretando los dientes, Abril golpeó con fuerza la carpeta sobre la mesa y salió caminando rápidamente del área. Los pies la empujaban cada vez más veloces, desesperada por no ver...
Por desgracia, no logró escapar a tiempo. Cuando la mujer vestida de rojo entró en la oficina de Pedro y cerró la puerta, comenzaron las bromas, y el dinero de los demás miembros del personal comenzó a circular rápidamente de mano en mano.
— ¿Cuánto ganaste? — preguntó Dario, uno de los abogados de tercer año, a otro asociado, justo en el momento en que Paula pasaba a toda velocidad delante de su escritorio.
Paula apretó los dientes con fuerza y sacudió la cabeza, caminando con rapidez al lado de él. Trató de fingir una sonrisa tranquila. Como siempre, había llegado el momento de pagar las apuestas ahora que la anterior novia, una preciosa castaña, había sido reemplazada por la rubia espectacular. Paula estaba desesperada por que nadie se diera cuenta de lo torturante que le resultaban las apuestas.
La vida amorosa de Pedro servía de entretenimiento para el resto de la oficina, pero a ella le dolía más de la cuenta. Cada vez que aparecía una mujer nueva en su vida, el odio
que sentía Paula por Pedro aumentaba un poquito más.
¿Pero por qué debía importarle siquiera con quién salía? ¡Podía hacerlo con quien quisiera! Sólo deseaba que mantuviera su vida personal fuera de la oficina.
Tal vez fuera eso lo que le molestara tanto, más allá de que fuera tan mujeriego.
Caminó rápido por el corredor, haciendo caso omiso de la risa y el dinero que cambiaba de manos. Parecía que habían hecho un nuevo pozo.
Si Pedro expusiera menos su vida privada, le resultaría mucho menos molesto.
Paula prefería la eficiencia y el orden, y entrenaba a sus empleados para que trabajaran duro, lucieran y actuaran como profesionales, y fueran excepcionalmente solícitos y competentes. Las apuestas respecto de cuánto tiempo duraría la última conquista del jefe no hacían más que disminuir la productividad de todo el staff.
Paula sabía que las apuestas en torno a la vida amorosa de Pedro eran algo habitual, pero ella nunca participaba de ellas. Todo el mundo creía que sólo estaba siendo amable e intentando pasar por alto los devaneos sexuales de su jefe. Pero ella sabía bien por qué no entraba en la penosa competencia en torno a las novias de Pedro.
Axel y Simon venían caminando hacia ella, y Paula rápidamente bajó la vista. Pero Axel no permitió que aquel gesto pasara inadvertido. Advirtió el destello de dolor en sus ojos y le tocó el brazo suavemente con evidente preocupación.
— ¿Qué sucede, Paula? Parece como si acabaras de perder a tu mejor amiga.
Paula soltó una carcajada amarga.
—Oh, cielos, te aseguro que no es nada tan dramático —le dijo, al tiempo que cuadraba los hombros contra el dolor que le laceraba su corazón estúpido y vulnerable—. Es solo el cambio de guardia. —Cuando vio sus miradas desconcertadas, suspiró y dijo: —La antigua novia de Pedro se fue y entró una nueva. Todo el mundo está pagando sus apuestas en sus cubículos y haciendo nuevas apuestas por esta mujer. —Su mirada iba dirigida hacia abajo, deseando poder salir corriendo a su propia oficina y ocultarse hasta que se calmara el dolor, pero luego alcanzó a ver el billete de veinte dólares que pasaba de Axel a Simon.
-Fueron treinta y un días, ¿no? —preguntó.
Ella asintió. Se sintió abatida. No se dio cuenta de que tenía la boca abierta en un gesto de estupor ante el hecho de que incluso los dos hermanos menores de Pedro estuvieran involucrados en las apuestas.
Cuando las malditas lágrimas amenazaron con derramarse sobre sus pestañas, respiró hondo, desesperada, y se puso a caminar saliendo del paso de los dos hombres macizos.
—Si me disculpan —dijo, pero no se molestó en terminar la frase. Salió corriendo por el pasillo y se metió en su oficina.
No advirtió que los dos hombres se quedaron mirándola, mudos por la sorpresa.
—Vaya, no puedo creerlo... —dijo Axel, observando hasta que ella cerró de un portazo la oficina.
Simon apartó la mirada de la puerta ya cerrada y le sonrió a su hermano.
—Creo que me debes otros veinte —dijo.
Axel miró a su hermano y luego una vez más a la puerta cerrada.
—Habría jurado que... —comenzó a decir, y sacudió la cabeza—. Tenías razón. —Y le pasó otros veinte a Simon. —Por lo menos, sólo lo vimos nosotros.
Simon asintió. Tenía una expresión grave en el rostro, irritado por la falta de sensibilidad de su hermano mayor.
—Sí, por lo general, se controla más.
Axel sonrió y ambos se volvieron para continuar caminando por el corredor.
— ¿Quieres apostar cuándo se dará por vencido y lo terminará admitiendo?
Simon comenzó a sacudir la cabeza.
—¡Maldición, no! ¿Crees que la mente de Pedro tiene capacidad para registrar lo que le está pasando por dentro?
Ambos hombres se rieron, mientras seguían hacia su destino, ajenos a la mujer apoyada contra el marco de la puerta, que luchaba por contener las lágrimas. Por suerte, Paula no oyó la conversación o se habría sentido aún más humillada. Ya tenía que lidiar con el dolor de ver a Pedro con otra belleza más. Odiaba esta situación, se dijo, limpiándose las lágrimas de las mejillas con violencia. ¡Qué tipo tan idiota!
¿Por qué tenía que traer a todas esas mujeres acá? Era un insulto a la profesionalidad y a la productividad de todo el personal.
Debía ser más discreto con su vida personal durante las horas de trabajo, ¡y jamás debía permitir que sus novias se pasaran tan orondas por allí! ¡Era algo amoral e inadecuado!
¡Y cómo dolía! ¡Maldito tipo!
Se sentó detrás del escritorio y dejó caer la cabeza entre las manos, tratando de controlar las dolorosas emociones que amenazaban con atenazarle la garganta.
Debía buscar otro trabajo, se dijo con firmeza. No tenía por qué someterse al sufrimiento de presenciar sus idas y venidas con esas mujeres.
La idea de no estar allí, de no ver... a todos los hermanos Alfonso, le provocó otra punzada de dolor. Le gustaba su trabajo, salvo cuando había un cambio de guardia.
Realmente no debía permitir que la afectara tanto. Debía, sencillamente, mirar para otro lado y dejar que siguiera adelante con sus conquistas amorosas.
O tal vez lo mejor era hablar con él, tratar de convencerlo de que mantuviera a sus amantes fuera de la oficina. Eran demasiados los empleados que las observaban yendo y viniendo. Por no mencionar a los hombres más jóvenes del staff, expuestos a semejante circo. ¡Pedro tenía que ser un ejemplo para los demás! En cambio, estaba enseñándoles a los hombres jóvenes que las mujeres eran descartables, que no valía la pena apostar por ellas para formar una relación seria.
En ese instante, sonó el alerta de escritorio para notificar una convocatoria de reunión. Miró su computadora y suspiró. No era el momento para pensar en la opción de buscar un empleo nuevo. Tenía otra reunión más a la que debía asistir. Por suerte, ésta era con su propio equipo, así que no tendría que sentarse frente a la mesa de conferencias y sentir la presencia de Pedro. O aún peor, advertir la ira creciente cada vez que él la provocaba. El tipo era un genio en hacer que se saliera de sus casillas, y por más esfuerzo que hiciera para mantener el control, siempre terminaba lanzándole un par de comentarios mordaces sólo para devolvérsela. Él lograba que ella se transformara, pensó con resentimiento. Hacía que actuara de manera mezquina, y ella lo odiaba. Quería permanecer tranquila y fría, lucir profesional en todo momento. Pero él sabía cómo sacarla de quicio, y hacer que se enfureciera y dejara en evidencia su fuerte temperamento.
Respiró hondo y tomó un pañuelo de papel del cajón, dándose palmaditas sobre las mejillas. Con movimientos eficientes, sacó un espejo de otro cajón y corrigió el maquillaje, furiosa de que esta vez hubiera logrado hacerla llorar. Cuando su rostro volvió a parecer sereno, se puso de pie y caminó hacia la ventana de la oficina, haciendo varias aspiraciones profundas.
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