miércoles, 17 de mayo de 2017
CAPITULO 20 (TERCERA HISTORIA)
Paula suspiró mientras arrimaba la espalda contra él, disfrutando de su risa profunda. Su enorme mano le alisaba el vientre, y la acercó aún más contra su pecho.
—Si vuelves a hacer eso, tendremos que volver a comenzar todo de nuevo.
Ella no presentó ninguna objeción, pero sonrió mientras le estrechó el brazo que tenía envuelto alrededor de su cintura.
—¿Por qué te quieres casar conmigo? —preguntó después de un largo silencio. Pensó que podría haberse quedado dormido, pero su inmediata respuesta contradijo tal posibilidad.
Lo sintió sonreír en la oscuridad al escuchar su pregunta un instante antes de besarle el cabello.
—Durante el último mes, cada mañana te veía cruzando la entrada y se me alegraba el día. —Le acarició la cadera con la mano, hasta alcanzar sus nalgas. —Te veía sonreír, y todo parecía brillar más. Ahora que te conozco y te siento, no me alcanzan las horas para estar contigo. Quiero pasar cada minuto del día contigo, haciéndote sonreír y protegiéndote.
Su sonrisa se ensanchó y tuvo que cerrar los ojos para que él no viera las lágrimas de felicidad que le humedecían los ojos.
—¿Sólo por eso? —se rio suavemente, pero le salió más como un hipo que como una carcajada, y sintió que su brazo la rodeaba con más fuerza para acercarla aún más.
—Pues, también hay que considerar que te amo. Amo tu risa y tu sonrisa. Amo hablar contigo y reírme contigo. —Su mano se deslizó hacia arriba para ahuecarle el pecho y ella exhaló un gemido; la intensidad del deseo le atravesó el cuerpo como un rayo. —Y cada vez que hacemos el amor, necesito volver a hacerlo una y otra vez. Parece que no me canso nunca de tu cuerpo hermoso y sensual.
Ella volvió la cabeza, mirándolo por encima del hombro. —¿Y si engordo? ¿O si quedo embarazada?
Él soltó una risa alegre:
—Voy a poner un gran empeño en asegurarme de que suceda lo segundo, porque quiero una familia grande. —Le besó el hombro y dijo: —Aunque solo niñas, por favor.
Paula se rio divertida. Se refería a sus tres hermanos menores. —¿Y qué me dices de mi familia?
Él suspiró y se acomodó sobre el codo, de modo que ella quedó boca arriba mirándolo.
—Quería discutir eso contigo hasta que me distrajiste esta noche.
Ella se rio y le dio un puñetazo de broma en el brazo.
—¿Yo te distraje? Me hallaba sentada inocentemente en el asiento de pasajero cuando...
—Te bajaste del auto —aseguró con firmeza, como si todo lo que tuviera que hacer era ponerse de pie para que él estuviera listo para ella.
—No creo que se pueda considerar realmente como un método de seducción —apuntó, pero sus manos se deslizaron sobre sus brazos musculosos, gozando de la diferente textura de su piel bajo las puntas de los dedos.
—Pero sí como lo haces tú. —Y le dio un beso para que dejara de discutir.
Paula comenzó a caer bajo el influjo del beso cuando él le sujetó las manos por encima de la cabeza.
—Pero ahora tenemos que hablar de algo importante.
Ella levantó la pierna contra su muslo y se movió ligeramente.
—Yo creo que esto es muy importante —dijo, exhalando una respiración entrecortada cuando sus caderas se movieron para ubicarse justo donde lo quería. Bueno... casi.
—El archivo de video —dijo, y sólo hicieron falta esas tres palabras para que ella volviera a quedarse inmóvil, con los ojos abiertos por el temor, al tiempo que miraba su rostro serio.
—El archivo —suspiró.
—Eres igual que tu madre y tu padre, ¿no es cierto?
Ella intentó apartarse. No le gustó nada la pregunta.
—No soy para nada como ellos —replicó, tratando de zafarse de sus brazos, pero él la retuvo con suavidad, y no pudo desembarazarse.
—Lo eres. Tal vez no robes objetos, pero vi la mirada en tus ojos, en ese video. Disfrutas cuando invades una propiedad privada, ¿no es cierto?
Paula lo miró furiosa. Se rehusó a responderle la pregunta.
Pedro se rio de su intento de enojarse cuando se hallaba desnuda debajo de él.
—Admítelo. Disfrutas de la descarga de adrenalina, ¿no?
Paula se encogió ligeramente de hombros.
—Sí, ¿y qué? ¡Lo admito! Me encanta forzar la entrada de oficinas y casas sólo para ver si puedo hacerlo. Me gusta la emoción de que no me atrapen y escapar sin que nadie se entere de que estuve allí. ¿Significa que quieres terminar conmigo? ¿Huirás despavorido?
El se rio e inclinó la cabeza aún más para besarla, pero cuando ella movió la cabeza hada un costado, él simplemente le mordió el lóbulo de la oreja para castigarla. No con demasiada fuerza, pero si lo suficiente para mostrarle que seguía dominando su cuerpo, y que no debía siquiera intentar ocultarse de él.
—Creo que debes renunciar a tu empleo —le dijo con suavidad, mordisqueándole el cuello otra vez—. Tengo un amigo en Virginia, justo en las afueras de Washington D.C, que es dueño de una empresa de seguridad. Hablé con él esta mañana, le conté sobre ti. Tiene una división que pone a prueba los sistemas de seguridad de las compañías.
Ella se sintió intrigada de inmediato. Volvió el rostro para poder verlo a la escasa luz del dormitorio.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo lo hace? —¡Pero sabía perfectamente cómo lo hacia! Y su cuerpo entero vibró de excitación ante la posibilidad.
Pedro se rio y se volvió a mover. Ella exhaló un jadeo.
—Tiene un equipo que asalta edificios, y concibe de qué manera una compañía puede mejorar la seguridad de su propiedad intelectual o física. Son una combinación de personal ex militar y de inteligencia, y todos disfrutan del desafío de violentar un sistema de seguridad y encontrar maneras de mejorarlo.
Con toda su fuerza, ella giró y se subió encima de él.
—¿Y? —preguntó, incorporándose para quedar sentada sobre su cuerpo.
Pedro le tomó las caderas con las dos grandes manos y la movió donde quería que estuviera. Le encantaba observaría arrastrada por el torbellino de la pasión. Y cuando la llenó, su cabeza se inclinó hacia atrás mientras su cuerpo se ajustó a su invasión.
—Y... —dijo mientras se colocaba un condón un instante antes de moverle las caderas, levantándola contra él, y luego dejando que se volviera a deslizar hacia abajo— tienes una entrevista con él pasado mañana. Está interesado en contratarte.
—¡Pedro! —susurró con todo el amor y la excitación que sentía.
Aquellas fueron las últimas palabras que pudo pronunciar hasta que volvió a desplomarse sobre su pecho, derramándose sobre su cuerpo al regresar lentamente de su clímax.
—Te amo —exhaló mientras caía en un profundo sueño, con una sonrisa en el rostro y la sensación de que su mundo ahora era perfecto por hallarse en sus brazos. Con la propuesta laboral, sabía que él la aceptaba en su totalidad, con sus rarezas y excentricidades, y todo lo que había en el medio.
CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)
Paula tiritó al sentir el frío aire nocturno. Estaba a punto de protestar y de apartarse de Pedro, pero antes de siquiera atinar a hacerlo, sintió un pesado abrigo alrededor de los hombros. Levantó la mirada, y Pedro estaba caminando al lado de ella, en mangas de camisa, porque se había quitado el saco que ella tenía ahora sobre los hombros, y que la mantenía abrigada con el calor de su cuerpo.
Miró hacia arriba para sonreírle, y se acercó automáticamente al tiempo que él le pasaba el brazo por los hombros.
—¿Entonces terminó todo bien después que nos fuimos? —preguntó alegremente, disfrutando del tibio calor de su saco y de sentir que su brazo la estrechaba contra él.
Él se rio entre dientes al pensar en la escena en Durango:
—Creo que todo va a terminar más que bien. Mia Paulson debe estar en este momento en brazos de Simon —le replicó. No estaba seguro respecto de Abril y Javier. Aquello podía ser explosivo. Pero cuando recordó el trato de esa noche, no parecían estar agrediéndose como de costumbre. Qué raro, pensó. Y extrañamente, Axel parecía confiado de lo que sentía Karen por él.
—Qué fantástico —replicó, suspirando aliviada de que su nueva amiga estuviera fuera de peligro y de que los brazos de Pedro siguieran estrechándola. Cuando ingresaron en el exclusivo restaurante, la recepcionista acudió rápidamente hacia ellos apenas vio a Pedro.
—Su mesa está lista, señor Alfonso —dijo. Tomó dos menús y los condujo por entre las mesas, en su mayor parte ocupadas.
Una vez sentados, Paula usó el menú para taparse la cara mientras observaba a su alrededor. Se sentía un tanto acalorada. No debió beber esa segunda margarita, pensó, tratando de concentrarse en el menú. No tenía ni idea de lo que quería comer. Las papas fritas le habían quitado el hambre. Pero pediría algo para complacer a Pedro.
De pronto, se volvió a desatar aquella sensación extraña de que algo andaba muy pero que muy mal. No lo había sentido en el bar, pero estaba segura de que había una presencia en este lugar, alguien que intentaba observarla. Miró a su alrededor lo más disimuladamente posible, tratando de ver si alguien se estaba ocultando detrás de un menú o se hallaba mirando en su dirección.
Cuando no advirtió a nadie espiándola, se calmó ligeramente y bajó el menú. Al levantar la mirada, supo que Pedro la había descubierto una vez más.
Ahora la observaba, interrogándola con las cejas arqueadas.
¡Maldición! ¡Definitivamente, no debió haber bebido esa última margarita!
Con cuidado, posó el menú al lado de ella y respiró hondo, lista para contárselo todo.
Pero en ese momento, llegó el mesero:
—¿Puedo tomarles el pedido? —preguntó con un poco más de ímpetu que el esperado.
Paula levantó la mirada para observar al enigmático camarero. Al principio, su mirada manifestó el impacto de la sorpresa, pero cuando cayó en la cuenta de la verdadera identidad del extraño mesero al lado de su mesa, sus ojos se abrieron horrorizados:
—¿Papá? —exclamó ahogadamente, dejando que la palabra se deslizara de su boca antes de poder evitarlo. ¡Sí, esas margaritas habían sido muy potentes!
Los ojos de su padre se estrecharon, y ella sospechó que, si hubiera podido verlas, sus cejas revelarían su furia. El tipo llevaba una peluca enrulada que le tapaba las orejas y la frente. Tenía puesto incluso un bigote que, aunque se entrecerraran los ojos y se observara a través de varias ventanas, lucía falso.
—Te ves ridículo, papá —le dijo con descaro. En realidad, debía sentirse nerviosa y ansiosa de que estuviera interfiriendo otra vez, espiándola, enloqueciéndola. Pero sólo sintió rabia... y justamente por aquellos motivos. El tipo estaba metiéndose en su vida y no la dejaba tranquila. —Quítate ese horrible disfraz y lárgate de aquí. Estoy hablando con Pedro y después conversaré contigo.
No podía creer que acabara de dirigirse así a su padre, pero, claro, tampoco lo podía creer él. Por primera vez en su vida, Paula se sentía realmente irritada por el hecho de que su pasado interfiriera con su futuro.
Siempre había protegido el "negocio familiar" y todos los secretos que se escondían tras sus ruines operaciones. Pero por algún motivo, probablemente por la tarde que acababa de pasar bebiendo y conociendo a tres mujeres a quienes admiraba enormemente, ya no lo toleraría más. Todas las mentiras, los secretos, las actividades ilegales y el extraño código de ética: ya no le pertenecían. Y no volvería a vivir con ellos.
—Papá... —comenzó a. decir.
Pero él la interrumpió.
—Antes de que digas una sola palabra más, tienes que saber que tu madre también está en la ciudad y...
—Puede hablar por sí misma —interrumpió su madre imperiosamente a sus espaldas, al tiempo que su elegante figura aparecía desde atrás para pararse al lado de la mesa.
Paula siempre había admirado a su madre por su estilo sofisticado y su buen gusto para vestirse. Esta noche no era una excepción. Llevaba un precioso trajecito Versace azul pálido, que se ajustaba a su figura allí donde más convenía.
Tenía el cabello perfectamente peinado y recogido para destacar sus famosos pómulos, que habían conseguido que asistiera a más fiestas de la alta sociedad que cualquier otro ladrón en el mundo.
Quizá por la cantidad de alcohol ingerido, Paula de hecho se rio al ver el enorme collar de brillantes que adornaba el cuello de su madre. ¡Era completamente falso!
Levantando la mano en alto con un gesto altivo, Lydia Chaves le indicó en silencio a uno de los camareros que trajera otras dos sillas a la mesa. Al instante, sus órdenes fueron cumplidas. Pedro ya se encontraba de pie y la tomaba de la mano.
—Pedro, te presento a mi madre, Lydia Chaves —explicó Paula con un suspiro resignado—. "Los mejores planes de ratones y hombres a menudo se frustran...", dijo, citando a Robert Burns, y se recostó hacia atrás en su silla.
—Es un placer conocerlo, señor Alfonso —dijo su madre con sinceridad y una enorme sonrisa carismática—. ¿Debo suponer que es usted el caballero que le colocó hace poco ese hermoso anillo en el dedo a mi hija? —preguntó.
—Lo soy —respondió Pedro con calma, a pesar de que sus planes para la cena se hubieran arruinado.
Paula alcanzó a ver la mirada de su padre en el momento en que se posaron bruscamente en su mano, y su furia, de hecho, se incrementó. Pudo sentir su enojo, pero ya no le tenía miedo.
—Siéntate, mamá —dijo Paula—. Tú también, papá —le indicó, haciendo caso omiso a la mirada indignada que le lanzó.
Cuando ambos estuvieron sentados, sintió alivio. También Pedro tomó asiento.
—Ahora que estamos todos aquí reunidos —dijo y miró a su madre y a su padre con irritación—, quiero que sepan que Pedro me ha pedido que me case con él —explicó.
Lydia sonrió, y sus ojos se iluminaron de felicidad.
—Estoy tan feliz por ti, querida. Comenzaba a preocuparme de que jamás encontrarías la misma euforia que tu padre y yo hemos compartido a lo largo de nuestra vida. —Dirigió la mirada a Pedro, y luego de nuevo a su hija. —Ahora sé que lo has conseguido. Y es un hombre bueno —confirmó, mirando el brillante en el dedo.
Paula puso los ojos en blanco.
—Mamá, Pedro es un hombre bueno porque es inteligente y sensible y me hace reír. No porque tenga un gusto impecable para elegir joyas.
—Pero siempre es un buen signo, cariño. —Su madre le guiñó el ojo a Pedro, que tan sólo soltó una risita socarrona al escuchar el intercambio.
Paula se volvió para mirar a su padre, enfrentando su mirada furiosa de lleno, en lugar de evitar el motivo que había detrás.
—Papá, sé que estás preocupado por mamá, pero no creo...
—Espera un minuto, querida —interrumpió ella y se inclinó hacia delante —. Eduardo —le lanzó una mirada fulminante desde el otro lado de la mesa—. ¿Hace cuánto que sabes sobre el romance de Puala? —preguntó con cuidado.
Paula abrió los ojos cuando su padre de hecho se retorció incómodo en su silla.
—Bueno, querida...
—No te atrevas a dorarme la píldora, Eduardo. ¿Qué has hecho? —le preguntó furiosa.
El mesero llegó justo en ese momento, el verdadero mesero, y se sorprendió de hallar a un comensal sentado a la mesa vestido en el uniforme del restaurante.
—No preguntes —Pedro intervino para tranquilizar al desorientado mesero—. ¿Podrías traernos una botella de Hiedsieck Diamont Bleu, por favor?
El mesero se inclinó de inmediato y dio un paso atrás, ansioso por traer rápidamente el champagne solicitado. Pero Pedro lo llamó otra vez: —Y café.
Paula ni siquiera se ruborizó cuando Pedro le miró las mejillas excesivamente enrojecidas. Sólo le sonrió a su vez, agradeciéndole en silencio porque realmente no deseaba seguir bebiendo alcohol.
Después que el mesero se retiró, Pedro se volvió una vez más a Paula, pidiéndole en silencio que prosiguiera.
Paula respiró hondo y volvió a mirar a su padre.
—Papá, sé que te preocupa la reacción de mamá, pero...
—¡Está encantada! —interrumpió Lydia, expresando lo que sentía, y mirando a su esposo como diciéndole "si dices una sola palabra, te arrepentirás".
Paula miró fijo a su madre, y luego a su padre.
—Entonces, ¿por qué me decías hace unos días que me preocupara por mamá? —preguntó irritada a su padre.
Eduardo se inclinó hacia delante, tratando encontrar la forma de suavizar la situación.
—Tu madre estaba haciendo compras y...
—Y aún puedo expresar yo mismo lo que pienso —volvió a interrumpir—. Estoy encantada, querida. Me entusiasma muchísimo que finalmente hallas encontrado a alguien a quien amar. Y te deseo lo mejor. —Se inclinó hacia delante y le dio un beso a Paula en la mejilla. Luego se recostó hacia atrás y volvió a fulminar a su esposo con la mirada.
Paula observó la interacción silenciosa entre sus padres, deseando que ambos comprendieran lo que estaba a punto de hacer.
—Le voy a contar a Pedro toda la verdad.
Su madre sonrió con dulzura:
—Cariño, no hay nada realmente para contar.
Paula parpadeó, y luego sacudió la cabeza:
—¿Qué significa eso?
Lydia sonrió sutilmente.
—Querida, no hemos tenido ningún proyecto especial desde que tenías ocho o nueve años.
—Cuando nos enteramos de cuánto realmente te molestaba —masculló su padre, cruzando los brazos sobre el pecho, a pesar de la incomodidad de hacerlo en el ridículo saco de mesero que tan mal le quedaba.
No podía creer lo que estaban diciendo. ¿Ya no robaban? ¿No se lanzaban al acecho de alguna "baratija" para matar el tedio? ¡Si eran los mejores en el rubro!
—Pero ustedes me entrenaron de todas las maneras posibles. —¿Era posible que realmente se hubieran retirado hace tantos años?
—Cariño, te enseñamos todo lo que sabemos. Como cualquier padre —le explicó Lydia moviendo con un gesto dramático las manos en el aire.
Paula sacudió la cabeza, pasmada por esta última revelación.
—No, madre. Los padres les enseñan a sus hijos a leer y a entregar las tareas a tiempo, a evitar hombres malvados y a no emborracharse cuando van a la universidad.
Eduardo lanzó un gruñido.
—Tú aprendiste todo eso sola—farfulló—. Nosotros te enseñamos lo que no sabías. Te transmitimos un legado.
Paula no comprendía.
—Así que todos estos años, ¿de qué han estado viviendo? ¿Cómo han podido mantener este estilo de vida?
Eduardo sonrió con orgullo y se enderezó aún más en su silla.
—Sólo porque ya no nos dediquemos a ese tipo de negocio, no significa que no hayamos invertido bien nuestras... ganancias a lo largo de los años. — Eduardo echó un vistazo a Pedro, tratando de calibrar cuánto entendía su futuro yerno de la conversación y de sus implicancias.
—Tu padre es un muy buen inversor, querida —dijo su madre con orgullo.
Ella paseó la mirada de su elegante y bella madre a su habitualmente apuesto padre, sin poder creerlo.
—¿Así que ninguno de los dos hace... nada?
—Bueno, aún conservamos nuestras habilidades bien aceitadas... — explicó ella con tono indignado—. Pero no, no hemos sacado provecho de nuestras actividades de ninguna manera. Ya no queríamos que te sintieras incómoda.
La cabeza le daba vueltas con la noticia de que sus padres no habían robado nada en años. ¡Casi décadas!
—¿Por qué no me lo contaron? —preguntó.
Ambos padres se encogieron de hombros.
—Pensamos que lo sabías.
Paula se arrojó hacia atrás, sacudiendo la cabeza.
—Entonces, ¿por qué tuviste semejante reacción la semana pasada, papá? —exigió saber.
Su padre suspiró:
—Yo solamente...
Lydia observó a su esposo con cuidado, y su corazón se derritió por el hombre que había amado a su hija con tanta devoción a lo largo de los años.
—No quería que encontraras a un hombre que lo reemplazara —dijo, mirando con reproche a su esposo—. Pídele perdón a tu hija, Eduardo.
Eduardo se movió incómodo.
—No creí que fueras a ser feliz con este hombre —masculló.
Paula sacudió la cabeza.
—¡Esto se parece a una película de las peores! —afirmó, y sintió que la furia le subía por dentro—. ¿Saben lo que me han hecho? ¡Estuve tratando de proteger a Pedro! ¡Creí que alguien me estaba siguiendo! Pero eras tú y ningún otro, ¿no es cierto? —preguntó.
El mesero llegó, y se quedó asombrado por el clima de creciente tensión que se respiraba entre los participantes de una mesa que, según creía él, debía estar festejando. De todos modos, sirvió el vino espumante, apoyó la cafetera de plata y la taza de porcelana al borde de la mesa, y retrocedió lo más rápido posible, dejando la botella en la hielera de plata.
Pedro miró alrededor de la mesa, sorprendido de que hubiera pasado tanto en un período tan breve de tiempo.
—A ver si entiendo, sólo para estar seguro de que comprendí todo lo que se dijo en los últimos minutos. —Miró a Eduardo. —Usted y su esposa —miró rápidamente a Lydia— son ladrones, ¿es así? —Los observó con detenimiento, buscando una señal que le indicara que se había equivocado Totalmente.
—Coleccionistas retirados —corrigió Eduardo con seguridad—. Disfrutaba de coleccionar arte, y a mi esposa le gustaban más las cosas que brillan. Coleccionaba brillantes hermosos.
La mente de Pedro se puso a funcionar a toda velocidad.
—Y ambos se retiraron apenas se dieron cuenta de que a Paula no le gustaba este estilo de vida, pero igualmente le enseñaron todos los trucos del oficio, por si de grande se daba cuenta de que disfrutaba realizando ese tipo de actividad. —Todas las piezas comenzaban a encajar a la perfección: su aversión por el robo, el video nocturno donde se la veía envolviendo cosas, y su colección de bolígrafos en el dormitorios.
—Y porque tenía el talento para ello —confirmó Eduardo, orgulloso de los logros de su hija.
—Es excepcionalmente buena haciéndolo —dijo Lydia, dándole la razón a su marido, al tiempo que le sonreía a su hija, maravillada—. Si sólo pudiera sobrellevar las minucias que se presentan en el camino. —Suspiró con dramatismo como si las minucias tuvieran que ver con archivar papeles o doblar ropa y no con traficar artículos robados en el mercado negro, despojar de su propiedad a sus dueños legítimos, etcétera.
Por fin Pedro comenzaba a hacerse una idea cabal de lo que sucedía.
—A Paula le encanta asaltar oficinas y hacer bromas pesadas, y, hasta la semana pasada, jamás la habían atrapado. —Hizo una breve pausa. —¿Me estoy olvidando de algo? —preguntó.
Las tres personas sacudieron la cabeza. Paula sonreía por lo bien que Pedro sabía leer entre líneas no tan sutiles. ¿Y lo mejor? Ni siquiera parecía afectado por nada de lo que había escuchado. O tal vez no estuviera tan tranquilo como aparentaba. Sus siguientes palabras no dejaron lugar para la
duda.
—Como abogado de Paula, debo informales que, todo lo que me cuenten es información privilegiada, pero si alguna vez me entero de que están a punto de cometer un delito, estoy obligado por la ley a informarle a la policía.
Eduardo protestó unos instantes, irritado por que alguien se atreviera a darle órdenes.
—Entonces no hablaremos sobre ninguna de nuestras actividades cuando estés en nuestra presencia —afirmó Eduardo con firmeza como si fuera la conclusión más obvia a la que se pudiera arribar.
Paula se rio y sacudió la cabeza.
—Eso significa que no hará nada malo —tradujo ella, mirando a su padre directamente a los ojos hasta que carraspeó decepcionado y cruzó los brazos delante del pecho mirando hacia otro lado.
Cuando hubo obtenido su aceptación a regañadientes, se volvió a Pedro, levantando la taza de café a modo de brindis celebratorio.
—Entonces, todo arreglado —dijo. Tenía el ánimo tan chispeante como el champagne. —Por el futuro —dijo con gozo.
Todos levantaron las copas y las chocaron entre sí, pero algo en la mirada de Pedro la hizo dudar. Bebió un sorbo de café, pero le costó tragarlo.
Estaba preocupada, preguntándose si tal vez ya estaría replanteándose si debía casarse con ella. Tenía una familia delirante y él no terminaba de comprender lo que aquello significaba, a pesar del desquiciado disfraz que llevaba su padre en ese mismo momento.
Pedro supo exactamente hacia dónde se dirigían sus pensamientos.
—Ni lo pienses, Paula. Nos vamos a casar. Cuanto antes, mejor.
Se volvió para mirarlo directamente a los ojos, queriendo comprenderlo.
Seguramente debía tratar de hacerlo antes del compromiso, pero hasta ahora no había hecho nada normal en su vida, así que ¿por qué comenzar ahora?
—Ahora ¿qué piensas?
—Eso lo dejamos para más tarde —dijo—, ahora vamos a cenar.
Ella sonrió levemente, pero seguía nerviosa por lo que fuera que quisiera discutir con ella. Picoteó su comida, sin poder tragar nada por la tensión que sentía en los músculos, aterrada de que estuviera a punto de perder al único hombre que realmente sabía cómo hablar con ella, por no decir todo lo que sabía hacer tan bien. De hecho, se sonrojó al pensarlo, y el hombre sentado delante de ella advirtió su rubor. Aquellas cejas sensuales y oscuras que podían comunicarse en silencio con tanta elocuencia se alzaron como interrogándola.
Pero cuando ella sacudió la cabeza apenas, él le sonrió a su vez guiñándole el ojo.
¡Maldición! ¡Sabía exactamente lo que se le había cruzado por la cabeza!
Bueno, si lo pensaba bien, no le importaba de veras.
Mientras fuera realmente a cumplir con aquellas actividades que la hacían sonrojarse. Y de sólo pensarlo, todo su cuerpo se encendió, y bajó la mirada a su plato. No quería saber si la estaba observando esta vez. Era demasiado vergonzoso que pudiera leerle con tanta facilidad el lenguaje corporal.
Unas horas más tarde, después de que hubieron llevado a sus padres a su hotel, Paula se volvió ligeramente en su asiento para poder enfrentar a Pedro mientras conducía.
Manejaba el poderoso auto con pericia; no necesitaba hacer zigzag entre el tránsito para probar su hombría, lo cual la hacía sentir mucho más cómoda. Estaba impresionada por su control y su habilidad para ser tan seguro de sí. No era engreído ni arrogante, pero tenía un aura que transmitía
seguridad.
Cuando se dio cuenta, se relajó hacia atrás, disfrutando del viaje y anticipando el momento en que la tomaría en sus brazos. Al menos, esperaba que fuera a tomarla en sus brazos. De solo pensarlo, se puso tensa y volvió la mirada hacia él.
—¿Qué se te acaba de ocurrir? —preguntó él, dirigiendo el vehículo a la entrada de su casa.
Ella pensó en no responderle. Temía parecer demasiado seductora si decía las palabras en voz alta. Pero luego recordó que estaba intentando por todos los medios ser franca con él y respiró hondo:
—Me preguntaba qué iba a pasar cuando entráramos en tu casa.
El soltó una risotada:
—A estas alturas, no deberías dudar ni un instante de lo que va a suceder —replicó—. Hace más de una semana que he estado sin ti. Haz la cuenta.
Su rostro se iluminó y se relajó contra el asiento de cuero mientras él metía el auto en el garaje. Ni siquiera esperó que se cerrara la puerta para salir y dar la vuelta por delante del auto. Pensó que tal vez debía esperar hasta que llegara a su lado y le abriera la puerta, pero no podía esperar.
Estaba demasiado desesperada. Después del día que acababa de padecer, necesitaba sentir sus caricias para asegurarse de que seguían juntos, de que no había cambiado de parecer después de todo lo que se había enterado acerca de su familia delirante y anormal.
Cuando llegó a su lado, hizo exactamente eso. La levantó en sus brazos y presionó su espalda contra el auto, inmovilizándola con el cuerpo, y su boca la besó profundamente hasta que ella se halló temblando contra él.
Ni siquiera se dio cuenta de que había envuelto las piernas alrededor de su cintura hasta que él gruñó:
—¡Siempre deberías llevar falda!
—¿Por qué? —y soltó un jadeo cuando sus dientes mordisquearon un surco sobre su cuello y su hombro.
No respondió. No necesitaba hablar, pero por la manera en que presionó las caderas contra ella, y por la evidencia de su erección, sonrió contra su boca.
Lanzó un grito cuando él la levantó en brazos y entró en su casa con ella, sin detenerse siquiera para prender las luces, mientras subía a grandes pasos las escaleras hacia su dormitorio. Cuando finalmente llegó allí, dejó que sus pies tocaran el suelo y rápidamente le quitó la ropa antes de volver a tomarla en los brazos y besarla hasta dejarla mareada una vez más.
—No vale —jadeó ella cuando las manos de ella sólo se encontraron con tela.
—Si no te vas a aprovechar de una situación, entonces no me eches la culpa a mí —bromeó, posándola en el medio de la cama. Luego se irguió y la miró. Tenía los ojos encendidos al contemplar su bella desnudez.
Ella se rio, pero no se iba a quedar callada.
—Eres un hombre magnífico, Pedro—susurró.
Tras estas palabras, él se arrancó a su vez la ropa y la tomó de nuevo entre sus brazos. Con una rápida embestida, se hundió en ella, y Paula suspiró de felicidad, al tiempo que él la llevaba más alto de lo que jamás creyó posible.
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