martes, 16 de mayo de 2017

CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)





Por desgracia, el plan de Pedro quedó frustrado; estaba lidiando con una mujer demasiado hábil. Al entrar en la oficina, se enteró de que Paula no estaba allí. La llamó al celular varias veces, dejó mensajes, pero nunca se los devolvió. Cuando llamó a la recepcionista de su compañía, le dijeron que Paula se había ausentado por enfermedad.


No respondía el teléfono de su casa, así que siguió dejando mensajes en su celular y en su trabajo. Pero para el final del día, no sabía nada de ella.


Mientras se dirigía en el auto a su casa, recibió un mensaje de texto que lo dejó completamente trastornado: "Te amo. Pero no podemos estar juntos", fue todo lo que dijo. Ninguna explicación de por qué no podían estar juntos, ninguna despedida final, ¡nada!


Pedro leyó el mensaje, pero igual siguió manejando hacia su casa. De ninguna manera iba a permitir que se saliera con la suya.


Pero cuando estacionó fuera de su casa, estaba a oscuras. 


Golpeó la puerta, pero no hubo respuesta. Era como si sencillamente hubiera desaparecido. Si no fuera por el mensaje de texto, se habría preocupado.


De hecho, terminó regresando a su casa y sirviéndose un vaso de whisky.


Comenzó a ir y venir por la sala y el dormitorio. Cada vez se sentía más furioso con esta locura. El deambular desquiciado continuó hasta casi la medianoche cuando se quedó dormido sobre el sofá: no podía dormir en su cama sin ella.


Pero mientras sus ojos se cerraban, repasó mentalmente todo lo que le iba a hacer para castigarla por hacerlo padecer semejante infierno.


Jamás, ni en los momentos más desolados de la noche, se permitió pensar en que podía perderla. No, aquello no era ni siquiera una opción.


Para el final de la semana, seguía echando chispas, pero había adoptado una táctica diferente. La seguía llamando todos los días para decirle lo mucho que él también la amaba. Y para explicarle que no renunciaría a ella. Cuando se tomó un avión para volar a Barcelona el miércoles, la llamó y le dijo que estaría ausente dos días, pero que la amaba. Al regresar de Barcelona y hacer escala en Londres para ver a uno de sus clientes, la llamó y le contó lo que estaba haciendo, y que seguía amándola, y esperando que regresara para explicarle cuál era el problema.


Durante todo ese tiempo, Paula le envió un mensaje más:
—Te amo, pero es, sencillamente, imposible —fue todo lo que contestó. Por mensaje


Pedro sonrió al leer el mensaje en el instante en que entraba en la reunión con su cliente de Londres; sacudió la cabeza por lo inocente que era.


—Doce horas más, cariño —le mensajeó a su vez, y luego se sentó para discutir el tema por el que había viajado. No dejó de pensar ni un instante en todo lo que le iba a hacer cuando regresara a Chicago.


Paula leyó las palabras y casi rompe en lágrimas. Hacía dos días que llamaba para ausentarse por enfermedad, pero cuando se enteró de que Pedro viajaría fuera del país, tomó coraje, se duchó y se obligó a regresar a la oficina. Sabía que tenía un aspecto terrible: tenía los ojos rojos de llorar; la cara, demacrada porque los últimos tres días apenas había ingerido algo más que un vaso de leche o galletitas. Pero la idea de comer le revolvía el estómago.


Deseaba tanto estar en brazos de Pedro que el cuerpo entero le dolía.


Si sólo pudiera pensar en una manera de proteger a sus padres y permanecer con Pedro, seguiría adelante. Pero no se le ocurría un plan, ni siquiera una explicación que aclarara cómo se ganaban la vida sus padres, que dejara a Pedro satisfecho. Bueno, en realidad, podía hacerlo si estaba dispuesta a mentirle. Pero realmente no quería ser deshonesta. Lo amaba demasiado y no podía mancillar esos sentimientos con una mentira. Así que la única alternativa era romper con él.


Josefina pasó por su oficina el miércoles.


—¿Cómo estás...? —se detuvo a mitad de la frase cuando advirtió el rostro pálido y los ojos tristes de Paula—. Sigues enferma, ¿no?


Paula respiró hondo y asintió. Estaba enferma de extrañar a Pedro eso definitivamente contaba para ella. No podía responder con palabras, porque tenía la garganta dolorida de tanto llorar.


Josefina sacudió la cabeza y se sentó delante del escritorio de Paula.


—Seguramente no deberías estar aquí —dijo—. ¿Por qué no regresas a casa y descansas un par de días más?


Paula tomó un pañuelo de papel y fingió sonarse la nariz.


—Puedo trabajar —dijo finalmente, ocultando sus ojos llorosos detrás del papel hasta que recuperó el control de la situación. No quería regresar a casa, porque lo único que hacía era pensar en Pedro y en cuánto lo extrañaba.


Al menos aquí podía pensar en otra cosa que no fuera las ganas que tenía de estar con él.


Josefina sacudió la cabeza.


—No creo que debas estar aquí. Pero Ramiro ha estado viajando bastante, así que por lo menos no tienes que lidiar con su enojo. —Se puso de pie y miró hacia abajo, a la mujer más joven. —Si necesitas algo, me llamas, ¿sí?


Paula asintió con la cabeza y acercó hacia sí una pila de facturas, parpadeando rápidamente para evitar otro torrente de lágrimas. ¡Estaba furiosa con su padre! Él podía hacer lo que fuera y Paula sería capaz de estar con Pedro sin preocuparse si su padre o su madre fueran a la cárcel.


Levantó el teléfono y pensó en llamar a su madre. Si había un momento cuando necesitaba el hombro de su madre para llorar, era ahora. Pero al final, volvió a colgar el auricular y se obligó a trabajar sobre las facturas que necesitaban ser pagadas. Su madre vendría volando y le daría una palmadita en la espalda, pero su padre tenía razón. No había realmente ninguna manera de que ellos siguieran haciendo lo que hacían y que ella se casara con Pedro. Los dos mundos eran completamente incompatibles. Uno de los dos tenía que ceder.


¿Pero por qué tenía que ser ella siempre la que se adaptaba?, pensó furiosa mientras golpeaba con fuerza el teclado, ingresando datos en el sistema de contabilidad. 


¡Toda su infancia se había adaptado a su estilo de vida!


¿Acaso no era hora de que comenzaran a adaptarse al suyo? Se aferró al anillo que colgaba de la cadena que tenía alrededor del cuello, sintiendo el hermoso brillante como si fuera el tesoro más precioso en el mundo. Incluso se frotó el dedo donde lo había estado llevando los últimos tres días. 


Sentía el dedo vacío, desnudo, sin el anillo. ¡Cómo le hubiese gustado volver a ponérselo! Pero sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse en su trabajo.


Tenía que olvidar a Pedro, se dijo con firmeza. Le tendría que enviar el anillo de vuelta, pero la idea de no tenerlo ni en el dedo ni cerca del corazón provocó un nuevo espasmo de lágrimas y las hizo a un lado, impiadosa.


Para el final del día, estaba agotada. Pensó en volver a faltar al día siguiente, pero como Pedro seguía en España, sabía que debía juntar coraje y avanzar con el trabajo. Pero esa noche, sentada en la pequeña sala de su casa, escribió una carta de renuncia. Tendría que renunciar. Ahora lo aceptaba.


Comenzaría a buscar un empleo de inmediato, pero dejaría el puesto en el que estaba, incluso si no tenía otro ya en vista.



Llevó la carta de renuncia en la cartera los siguientes días, pero no la entregó. A cada rato se le ocurrían excusas para no presentarla. Y al final de cada día, cuando su supervisora se retiraba y perdía la oportunidad de entregarle su renuncia, sentía una extraña sensación de alivio.






CAPITULO 14 (TERCERA HISTORIA)




Paula sacudió la cabeza, sin apartar la mirada del bellísimo brillante que ahora tenía en el dedo.


No lo podía creer. ¿Se quería casar con ella?


—No puedes estar hablando en serio —dijo, tocándose el anillo con la otra mano. Sacudió la cabeza y se volvió para mirarlo. Apenas podía verlo a través de las lágrimas, pero como estaba sólo a unos pocos centímetros, su rostro estaba apenas desdibujado.


—Lo digo muy en serio. Quiero que te cases conmigo. Quiero tener hijos contigo y envejecer junto a ti y quiero vivir y reírme contigo.


Ella negó con la cabeza:
—Ni siquiera me conoces. No conoces a mi familia —y al decir estas palabras, sintió una fuerte desazón. Ahí era donde radicaba el verdadero problema... —¿Y acaso no necesitas junto a ti a alguien que sea un poco más...? —no se le ocurría una palabra adecuada.


—No quiero a nadie que sea más nada, Paula. Te quiero a ti desde el momento en que te conocí.


—No —dijo negándolo. Se aferró al único motivo que podía hacerlos incompatibles, y que podía discutir abiertamente. —Necesitas a una persona más social. Yo no lo soy. No me gusta salir e ir a fiestas. No me gusta toda la movida social en la que hay estar cuando se es un gran abogado como tú. Me gusta quedarme en casa y ver sólo a mis íntimos amigos. Apenas me salen las palabras cuando estoy con alguien que me intimida. Deberías saberlo. Así me conociste. De hecho, creo que salí huyendo cuando te vi por primera vez de
cerca.


Pedro se rio.


—Ya lo creo —confirmó—. Pero me pareciste encantadora. Y sí, en mi trabajo tengo que tener vida social, pero no tanto como te imaginas. Además, tengo otros tres hermanos que lo pueden hacer durante un tiempo. Podemos quedarnos en casa y practicar para hacer bebés —dijo con una sonrisa lasciva.


Deslizó la mano por la cintura hasta su cadera. Y más abajo todavía.


Mucho después, Paula yacía acostada entre sus brazos, oyendo su respiración profunda y pareja mientras dormía. Tenía los brazos alrededor de ella como si no pudiera soltarla ni aun en sueños. Sabía exactamente cómo se sentía, pensó, rozándole el brazo con los dedos, deleitándose con las ásperas sensaciones del vello en su antebrazo y de los músculos en sus hombros, que seguían abultados incluso mientras dormía.


Paula sabía que no podía aceptar su propuesta matrimonial. Miró el anillo que tenía en el dedo; emitía destellos incluso en la oscuridad. Era más hermoso porque no era sólo un anillo. Era portador de un significado. Se trataba de un mensaje importante que él deseaba transmitirle. Y por eso, era más precioso que cualquier cosa que hubiera poseído jamás.


Paula se vistió. Ignoró las lágrimas que corrían por sus mejillas al mirar hacia abajo, al hombre que dormía en la cama justo al lado de donde había estado ella unos instantes atrás. Ésta tendría que ser la última vez que lo viera. Incluso sería mejor buscar un nuevo empleo aunque sea para no sentirse tentada a espiarlo cada vez que caminaba de su oficina al auto.


Se enjugó las lágrimas sin piedad, mientras levantaba su cartera. Fue directamente a su sistema de seguridad y metió el código. Luego lo rearmó y salió sin hacer ruido por la puerta. Podía ser que lo estuviera abandonando, pero también quería que estuviera a salvo de cualquier peligro. 


No es que la alarma le impediría entrar a un intruso que se propusiera forzar la entrada en serio, pero dudó de que hubiera un peligro semejante a esa hora de la madrugada. 


No llamó un taxi hasta que caminó varias cuadras por la calle.


Muchos de los que la pasaron en sus vehículos le dirigieron miradas extrañadas.


No era el tipo de vecindario en el que una persona caminaba para llegar a otro lugar. Al menos, salvo que llevaran ropa deportiva. La gente que vivía en este barrio caminaba sólo por motivos de salud cardiovascular, de otro modo se trasladaba en vehículos por encima de los cien mil dólares para ir y venir de sus destinos.


Pedro oyó que se cerraba la puerta y se dio vuelta en la cama, suspirando al preguntarse qué le pasaba a Paula. 


¡Maldita mujer! Lo tenía completamente angustiado por su seguridad y lo que fuera a hacer o a decir.


Miró a su alrededor y exhaló aliviado. Al menos seguía con su anillo puesto. No todo estaba perdido. Por supuesto, no era garantía de que no se lo devolvería apenas llegara hoy a la oficina.


Mientras fijaba la mirada en el cielo raso, decidió en ese mismo instante que era hora de ser un poco más proactivo respecto de la misteriosa señorita.


Sabía que no era una delincuente. Aquello implicaba que se estaba escapando o tratando de ocultar de alguien de dudosa reputación, que seguramente tenía conductas reñidas con la ley.


Haciendo la colcha a un lado, decidió de una vez alistarse para comenzar el día. Estaba demasiado furioso como para seguir durmiendo, y ya estaba tramando un plan para acorralar a su novia y obtener la información que necesitara. 


Sospechaba que intentaba dejarlo, pero jamás lo permitiría.


Mientras se duchaba y se vestía, trazó un plan de acción, uno que esperaba resultaría en que Marcos lo ayudaría a proteger a Paula hasta que lograra llevarla al altar.


También pensó en llamar a un viejo amigo. Mauricio Hamilton estaba al frente de una de las mejores compañías de seguridad en el mundo. Habían sido compañeros de universidad hace mucho tiempo, y se habían mantenido en contacto a lo largo de los años. Se había casado hace poco con una mujer llamada Clara, recordó. Tal vez podía conseguir que Mauricio saliera a tomar algo con él y le diera un par de consejos. Pedro decidió llamar a Mauricio apenas llegara a la oficina. Podía tomarse un avión esa misma tarde para salir a tomar unos tragos con él y regresar a tiempo para meterse en la cama con Paula antes que se quedara dormida esa noche. O incluso mejor, ¡la despertaría!


Mientras tanto, Pedro sabía que tenía mucho por hacer antes que la terca mujer llegara a la oficina. Le tendría que contar a sus hermanos, pensó.


Sería una conversación molesta, dadas las circunstancias. 


Sonrió al imaginar las expresiones en sus rostros, y casi soltó una carcajada porque sabía lo sorprendidos que estarían.


Bueno, tal vez, no. Simon había mencionado que su trabajo defendiendo a Mia Paulson era importante. Aunque, por lo último que sabía, Simon todavía no había determinado el grado de importancia. Pedro se dio cuenta de que había
estado tan metido en lo que le pasaba a Paula que últimamente no había conversado con sus hermanos. Cada uno vivía en su propio mundo.


De pronto, se le ocurrió algo. Últimamente, Abril y Javier habían dejado de hostigarse como de costumbre. Se preguntó si por fin había pasado algo entre ambos. Y Axel, ahora que lo pensaba, se había estado comportando de modo extraño ayer. Sí, sin duda, algo estaba pasando.


Se terminó de duchar y agarró una toalla, que se envolvió alrededor de la cintura, y otra para secarse el cabello, al tiempo que se dirigía a su placard y consideraba la posibilidad de que, tal vez, su hermano hubiera decidido ignorar por fin esa irritante resistencia a estar con Abril, y se hubiera decidido a dar un paso adelante.


Ciertamente, esperaba que fuera así.



CAPITULO 13 (TERCERA HISTORIA)





Cuando llegó del sábado, Pedro estaba exasperado con el estado de nerviosismo de Paula. Además, lo irritaba que insistiera en dormir en su casa.


El único momento en que Paula no estaba mirando atrás o sobresaltándose cuando él la sorprendía era cuando estaba en su cama. El sospechaba además que no le veía futuro a la relación. En realidad, jamás había podido hablar sobre el futuro, porque cada vez que lo intentaba, ella cambiaba de tema rápidamente.


Pero eso iba a terminar. Quería que esta mujer se quedara en su vida para siempre. Sea cual fuere el motivo que se lo impidiera, él se encargaría de solucionarlo y de terminar con el problema.


—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Pedro con tono perentorio apenas entraron en su casa esa noche después de cenar.


Paula apartó la mirada de la ventana, por donde había estado mirando para ver si los habían seguido. Ante su reacción, Paula parpadeó y lo miró:
—¿A qué te refieres? —preguntó, preocupada por haber sido demasiado obvia.


Pedro le tomó la mano y la condujo hacia el interior de la casa. Apoyó su cartera al costado del sillón mientras la sentaba al lado de él.


—Paula, hemos estado jugando demasiado tiempo a las escondidas en Chicago. Cada vez que quiero hablar contigo, tengo que llamar a un nuevo número de celular. Siempre nos encontramos, primero, en lugares alejados, en lugar de vernos simplemente en tu casa o de venir a la mía. Y no hay un minuto en que no estés mirando para atrás cuando vamos en taxi o por el espejo retrovisor de mi auto, como si estuvieras tratando de ver si nos sigue alguien. —Hizo una pausa y siguió: —¿Estás envuelta en algún tipo de problema?


Paula de hecho se rio de la ocurrencia.


—No. Puedo decir con total honestidad que no he cometido ningún delito por el que esté intentado escapar del brazo de la ley —dijo con una sonrisa. Se arrimó más a él, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo y disfrutando del modo como sus brazos se envolvían naturalmente alrededor de sus hombros de modo protector.


—¿Entonces por qué tanta intriga y misterio? —preguntó, relajándose hacia atrás sobre los almohadones del profundo sofá.


Pedro intuía que había algo que andaba muy mal, algo que le impedía comprometerse totalmente. Pero le resultaba imposible saber lo que era.


Estaba paranoica y nerviosa, y maldita sea si no se iba a ocupar de solucionar lo que fuera que la pudiera perjudicar. Jamás había manifestado un instinto protector particularmente fuerte con las mujeres con las que había salido en el pasado. Pero Paula era diferente. Lo supo desde el primer momento en que la vio, y no dejaría que le sucediera nada.


Pero por el momento, se relajó. Estaba en sus brazos y estaba a salvo.


Tenía el mejor sistema de seguridad instalado en su casa. 


Así que, si alguien trataba de forzar la entrada, lo sabría antes de tenerlos encima.


—¿Qué tiene de intrigante y misterioso lo que hemos hecho? —preguntó ella, recorriendo el muslo de él con la mano para distraerlo. Sabía que se estaba volviendo impaciente. 


Significaba que no quedaba mucho tiempo más antes que rompiera con ella. Nadie podía aguantar a una mujer que se
comportara así. Se buscaría a una pareja que no tuviera tantas complicaciones como ella.


Sabía que no hacía mucho que lo conocía, pero también que estaba perdidamente enamorada de Pedro Alfonso. Había sabido desde el comienzo que debía protegerse justamente de que le sucediera algo así, pero se trataba de un hombre demasiado increíble como para no enamorarse de él. 


Consideraba cada momento con él como un regalo. Algo que debía atesorar y guardar como un recuerdo del tiempo que habían pasado juntos. En breve, él encontraría a alguien nuevo, e iba a necesitar todos esos recuerdos para encontrar consuelo.


Porque sabía que jamás encontraría a nadie tan inteligente, gracioso, sexy y maravilloso como Pedro.


Pedro suspiró.


—Los teléfonos descartables —dijo, y la sintió ponerse rígida en sus brazos. Efectivamente, había dado en el blanco. —Los desvíos por las calles, en las que pegamos la vuelta para asegurarnos de que no nos están siguiendo; los restaurantes apartados, donde es menos probable que te reconozcan... no hacen más que confirmar que estás intentando ocultar algo. —Esperó un momento y dijo: —¿Qué estás encubriendo, Paula? Te puedo ayudar si confías en mí.


Ella se acercó de modo que quedó sentada sobre su falda.


—Hay algunas cosas que sencillamente no puedes componer —le dijo, y luego se inclinó para besarlo con ternura. Era la primera vez que había iniciado algún tipo de demostración afectiva. Por lo general, era él quien la besaba, la levantaba en sus brazos o tan sólo la tomaba de la mano mientras caminaban por la calle. Al principio, lo sorprendió, pero ella lo conocía lo suficiente, conocía su cuerpo y cómo distraerlo. Él mismo se lo había hecho a menudo últimamente, aunque ella no creyó que hubiera sido con la intencionalidad con que lo hacía ella ahora. Tuvo una punzada de remordimiento por lo que estaba haciendo, pero luego las manos de él subieron para ahuecar sus pechos, y ya no pudo pensar más en nada como tampoco él.


Mucho después, Pedro se inclinó sobre ella:
—Hiciste eso a propósito, ¿no? —preguntó. Tal vez en otro momento él se hubiera enojado, pero ahora ella se sentía demasiado a gusto entre sus brazos.


—¡Hacer qué? —preguntó, pasando los dedos suavemente sobre sus brazos, y luego el pecho. Si había funcionado una vez, no había motivo por el cual no pudiera funcionar de nuevo.


Por desgracia, esta vez él no jugaría su juego. Le tomó los dedos, y se dio vuelta como para tenerla atrapada debajo de él, presionando la rodilla entre sus piernas de modo que quedara completamente bajo su control. Para provocarla aún más, le apartó la sábana de los pechos... y no la dejó taparse.


—Ahora que estás a mi merced... —Extendió el brazo a la mesa de luz y sacó algo del cajón.


Ella sabía lo que normalmente sacaba de ese cajón y sonrió expectante.


Pero lo que tenía en la mano no era para nada lo que esperaba.


—Sé que nos conocemos hace muy poco, pero... —abrió la pequeña caja negra, y al ver el deslumbrante brillante que se reveló, Paula soltó un grito ahogado. —¿Te quieres casar conmigo? —preguntó con suavidad, observándola para tratar de medir su reacción.


Los dedos de Paula temblaron al extender la mano, apenas tocando el anillo de brillante. Posiblemente, se tratara del brillante más hermoso que hubiera visto en su vida, y eso ya era decir mucho si se tenía en cuenta el pasado de su madre.


No dijo nada un largo rato, sólo se quedó mirando. No era consciente de que tenía la boca abierta y las pestañas humedecidas por las lágrimas.


—¿Debo tomar la ausencia de un rechazo como una señal de aceptación? —bromeó Pedro, y sacó el anillo de la caja para deslizárselo en el dedo—. Te amo, Paula. Sé que tienes secretos, pero con el tiempo lograré que confíes en mí, y juntos solucionaremos cualquier problema.