martes, 23 de mayo de 2017

CAPITULO 15 (CUARTA HISTORIA)





El jueves por la noche, Pedro se quedó trabajando hasta tarde en su oficina.


Estaba cansado e irritado. Tenía algunos casos totalmente paralizados; sus hermanos lo miraban con suspicacia, y no había visto a Paula en todo el día. Se dio cuenta en ese momento de que el solo hecho de verla lo ayudaba a sobrellevar el día.


Cuando pasaba por su oficina o la veía en la cocina o en la sala de conferencia, se sentía mejor. Tal vez no pudiera tomarla en sus brazos, pero su sonrisa lo animaba.


Pedro arrojó la hoja a un lado de su escritorio, y se frotó las sienes, cansado.


Estaba irritado con una clienta con quien se había reunido ese día, que exigía cada vez más de su esposo. Este la había mantenido durante los últimos veinte años, dándole prácticamente todo lo que se le había antojado: tenía una casa gigante sobre Lake Shore Drive, se pasaba los días haciendo compras, salía a comer a los mejores restaurantes con sus amigas y organizaba fiestas fabulosas, pero no necesariamente para agasajar a los contactos comerciales de su esposo. Demonios, andaba paseándose con una cartera de cinco mil dólares alrededor del brazo y zapatos de dos mil dólares.


Su esposo la había engañado, algo de lo que Pedro desaprobaba, Pero ahora la mujer quería que le cediera todos los bienes. Pedro no era por naturaleza una persona abusiva. En este caso, sospechaba que la mujer estaba teniendo un affaire o que ni siquiera le importaba que su esposo la hubiera engañado. A su juicio, ella sólo lo estaba usando como una excusa para divorciarse y quedarse con todo.


Se hallaba reclinado hacia atrás en la silla, tratando de pensar en un modo de convencer a su clienta de que le dejara a su esposo por lo menos una muda de ropa y algunos dólares en su cuenta bancaria. De pronto oyó un ruido. Por lo tarde que era, no debía quedar nadie en la oficina. Siempre estaba el abogado superestrella que intentaba causar una buena impresión y se quedaba más tarde que el jefe, pero esto iba demasiado lejos, pensó. Todo el mundo necesitaba un equilibrio en su vida, y quedarse en la oficina trabajando hasta las diez de la noche era ridículo.


Se puso de pie y salió para rastrear el ruido. Finalmente, ubicó al empleado rezagado en el cuarto de la fotocopiadora. 


Y en este caso, no le importó en lo más mínimo que la persona se hubiera quedado después de hora.


Inclinado contra el marco de metal a la entrada del cuarto de la fotocopiadora, observó fascinado a Paula caminando descalza de la fotocopiadora a la mesada de trabajo, cotejando gráficos y tablas. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo o qué sistema intentaría convencerlos ahora de comprar. Sólo quería observarla, fascinado por los adorables dedos de los pies que se movían sobre la pantorrilla, como si intentara relajar los músculos de las piernas.


Era más baja de lo que creyó. No debió ser una sorpresa, dado que siempre llevaba tacones aguja de diez centímetros para darle a todo el mundo un falso sentido de su altura real. Pero sin tacones, sospechó que no le llegaría ni a los hombros.


Canturreaba una canción para sí, y se le ocurrió que ni siquiera sabía qué tipo de música prefería. Parecía una canción country que había oído hace poco, pero no lo sabía con certeza. Si bien Paula sabía dirigir una oficina como una máquina bien aceitada, no estaba para competir en ningún concurso de canto.


— ¿Qué haces aquí tan tarde? —preguntó, disfrutando de su gesto de sorpresa.


Deseó estar más cerca de ella para poder sujetarla cuando se tambaleó sorprendida. Era capaz de cualquier excusa con tal de tocarla. Maldición, era capaz de lo que fuera con tal de verla. Porque últimamente lo había estado evitando.


— ¿Qué? —preguntó Paula, al tiempo que sus ojos buscaban desesperados que apareciera alguien detrás de él por arte de magia. Por favor, que no estuvieran solos, rogó para sus adentros.


El entró en el cuarto de la fotocopiadora, y la observó retroceder unos pasos a medida que avanzaba.


—Te pregunté qué hacías acá —repitió. Echó un vistazo a los gráficos y sonrió. — ¿Son los resultados de la encuesta? —preguntó. 


Paula había realizado una encuesta entre los empleados, que inicialmente él consideró ridícula. Pero tras escucharla explicar los motivos para realizarla, la terminó aceptando como un proyecto importante. Aunque eso no le impidió trenzarse en una discusión con ella. Lo había hecho sólo para poder entrar a su oficina y volver a discutir una vez concluidas las reuniones.


Paula cuadró los hombros y trató de ocultarle los resultados a Pedro.


—Sí, efectivamente son los resultados. Sé que estás en contra de tonterías como mantener elevada la motivación de los empleados y asegurarte de que los buenos empleados permanezcan en la firma, pero estoy convencida de que se puede hacer mucho por mejorar el estado de las cosas, y motivar a las personas para que sigan trabajando aquí no sólo para ganar más dinero.


Pedro se rio. Le encantaba el modo en que defendía sus ideas con tanta pasión.


—Estoy de acuerdo contigo —dijo, y se acercó aún más.


Paula contuvo el aliento, apoyándose contra la mesa que tenía atrás. No alcanzaba a entender el significado de sus palabras.


— ¿En serio? —preguntó, sintiendo que sus pulmones se quedaban sin aire.


—Sí. Y también te estoy muy agradecido por presentarnos la idea y asegurarte de que el proyecto les fuera comunicado a todos los empleados de un modo tan ecuánime y profesional.


—Creí que no estabas de acuerdo con gastar tiempo y plata en las encuestas de satisfacción de personal —dijo con suavidad.


—Eso era antes —mintió—. Esto es ahora. —Y dio un paso más. La miró con cuidado, esperando una señal de algún tipo. Aquel día en la sala de conferencias la advirtió, y por eso se había animado a actuar. No vio ningún indicio aquella tarde en su jardín, pero tal vez no había estado lo suficientemente atento.


¡Ahora sí prestaba atención!


Cuando la boca de ella se suavizó, él se acercó aún más. Al ver que su mirada descendía a su boca, avanzó para apoyar los dos brazos sobre la pared detrás de ella. No la estaba tocando de ningún modo, pero cuando ella reclinó la cabeza hacia atrás, no pudo contenerse: inclinó la cabeza hacia abajo y rozó esos labios suaves y pulposos. Y al sentir su exquisito aliento en la boca, le fue imposible resistirse a profundizar el beso.


Paula no podía creer las ganas que tenía de que Pedro la besara. Por mucho que intentara convencerse de que debía evitar a este hombre, cuando se acercaba, era imposible ahogar el deseo. ¡Endemoniado hombre! ¿Y ahora por qué no la besaba?


¿Qué tenía que hacer una mujer para conseguir que lo hiciera?


Incapaz de detener el apremiante deseo que sentía en las entrañas, levantó las manos y las apoyó sobre su pecho, para luego deslizarías hacia arriba. Fue lo único que hizo falta, porque envolvió sus brazos alrededor de ella con tanta fuerza que estuvo a punto de estrujarla, y la levantó acomodándola contra su cuerpo.


—Cielos, eres maravillosa... —dijo con dientes apretados mientras la levantaba y la deslizaba sobre la mesa que estaba atrás—. Y te ves encantadora sin zapatos —le dijo. 


Sus manos descendieron sobre sus caderas, y luego se metieron debajo de su falda y volvieron a subir, corriendo la tela hacia arriba.


Pedro, no podemos... —comenzó a decir, pero en ese momento la mano de Pedro tocó la piel desnuda encima de las medias a la altura de los muslos. Suspiró, y enmudeció. Abrió la boca, sus ojos se cerraron, y su cabeza cayó hacia atrás mientras sus manos sostenían su peso detrás de ella para poder levantar la pierna aún más y darle mejor acceso.


—Dime que me deseas —le ordenó, apenas rozando su piel con los dedos. Su mirada quedó fascinada por la expresión de dicha en el rostro de Paula sintió que el cuerpo se le endurecía, listo para hundirse en su calor. La había deseado tanto desde aquella primera noche. En su momento, lo apartó de su mente, pensando que había sido un golpe de suerte. Pero luego el beso en la sala de conferencias... cielos, jamás olvidaría su respuesta.


Ahora ella no iba a poder escabullirse. No le permitiría negar lo que sentían el uno por el otro. El gesto en su rostro fue suficiente para saber lo que necesitaba saber, pero quería que ella se lo dijera con palabras. Quería escucharla decirlo.


—Dime lo que deseas... —la instó a responder. Sus dedos acababan de descubrir el borde de su tanga de encaje—. Dímelo, Paula —le ordenó.


Con la otra mano, desabrochó uno por uno los botones de su camisa de seda, y descubrió lentamente el encaje color carne que sostenía sus pechos perfectos. Sólo pata él, pensó. Los pezones ya estaban duros, ya lo convocaban. Se inclinó sobre ella y le besó el cuello, mordisqueándole la clavícula mientras recorría los dedos con una lenta caricia sobre sus caderas y sus pechos.


Paula pensó que iba a estallar en llamas. Con la sensación de sus labios y sus manos que la provocaban estaba tan excitada que...


—A la derecha —gimoteó.


Pero su maldita mano se movió en cambio hacia la izquierda. Ella se mordió el labio y movió las caderas también hacia ese lado. Arqueó la espalda para que sus dedos pudieran apresarle aún más el pecho, y sacudió la cabeza de un lado a otro al tiempo que la recorrían sensaciones increíbles que estaban a punto de enloquecerla de deseo.


—Dime que me deseas —le ordenó otra vez, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.


—No podemos... —imploró y sacudió la cabeza de un lado a otro.


—Podemos y lo haremos. Apenas pronuncies lo que debes pronunciar... —le susurró en el oído.


Frustrada, ella le tomó la muñeca con fuerza. Su intención era moverle la mano donde desesperadamente deseaba que la tocara, pero él soltó una risa ahogada y apartó la mano. Como era mucho más fuerte, no pudo hacer nada.


—¡Te deseo Pedro! —jadeó. Estaba frenética—. ¡Te quiero dentro de mí! ¡Ahora! —dijo por fin, y sus ojos, abiertos por la rabia o la pasión, brillaban indignados.


Pedro tragó con fuerza. El deseo le rugía en el cuerpo. La tenía exactamente donde la quería y ella había pronunciado las palabras. Y aquellas palabras lo liberaron, le dieron todo el permiso que necesitaba.


—Quítate la ropa interior —le dijo casi con brusquedad. Cuando ella demoró un instante, él la tomó y se la arrancó del cuerpo. Le abrió varios botones de la camisa y luego tomó las manos de ella y le extendió los dedos sobre su pecho. 


—Tócame — le dijo mientras tomaba algo de su bolsillo trasero y rápidamente se acomodaba la ropa.


Con manos ásperas, le subió la falda con fuerza alrededor de las caderas y le bajó la blusa de seda por los hombros. 


Cuando no fue suficiente, casi le arrancó el corpiño para que sus pechos quedaran expuestos a sus ávidos ojos. La inclinó hacia atrás sobre el brazo, sosteniéndola para devorarle los pechos con la boca. No fue algo suave. Su boca cubrió su pezón, succionándolo con fuerza, y haciéndola gritar.


Ella movió las caderas: necesitaba sentir una vez más el movimiento de sus dedos.


Pedro no la defraudó. Sosteniéndole el cuerpo con una mano para poseerla con la boca, deslizó la otra hacia abajo, para hundir los dedos dentro de aquel calor que lo abrasaba.


—Estás tan húmeda para mí —gruñó. Sus dedos salieron de su interior, y la oyó gemir otra vez, pero no mantuvo quietas las caderas. Lo buscaron, desesperadas, y todo su cuerpo se arqueó preparándose para la embestida.


—Abre los ojos, Paula —le dijo. Cuando se demoró unos instantes, él le volvió a gritar: —¡Ahora!


Cuando ella obedeció la orden, él le sostuvo la mirada al tiempo que la penetraba.


Al principio, de modo suave, pero cuando ella corcoveó contra él, para ajustar su cuerpo y acomodar su grueso miembro, él se volvió a hundir en su interior, sin dejar de mirarla. Entonces, dejó toda suavidad a un lado. El deseo lo abrasó por dentro y la presión de sentirla contra el cuerpo lo enloqueció.


Pedro puso las manos de ella sobre sus hombros y luego colocó las suyas sobre sus caderas, afirmándola en el lugar mientras empujaba con fuerza. Movió el cuerpo para que ella sintiera la fricción en su punto más sensible, sin dejar de observarla para asegurarse de que no la estaba lastimando.


—Ahora, Paula —la espoleó, apretándola con fuerza contra sí y tratando de retener el último vestigio de control, para que ella experimentara al máximo la sensación pulsante de su propio placer. Sintió que enloquecía al verla convulsionarse
con su creciente orgasmo. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo arqueado, y sus piernas lo ceñían con vehemencia. 


De pronto, soltó un grito de éxtasis. Entonces, él ya no pudo dominarse. Su propio clímax lo barrió como una inmensa ola de placer, y pensó que era preferible morir que acabar ese momento con Paula, envuelta alrededor de él más fuerte de lo que jamás creyó posible.


No sabía qué hora era ni cuánto tiempo habían estado allí. 


Sentía como si estuviera flotando en una nube de felicidad. 


Paula suspiró contenta, y dejó que sus dedos bajaran rozando el hombro fibroso de Pedro hasta su pecho..., y más abajo.


Se rio cuando él gruñó y le tomó la mano.


—¡Quieres otra ronda? —preguntó, y le mordió el cuello.


Paula soltó una risa ahogada, y trató de apartarse, pero como estaban íntimamente conectados y él era mucho más fuerte que ella, la retuvo en el lugar.


Pero poco a poco volvió a la realidad, y comenzó a sentir algo duro que le molestaba en la espalda. Volviéndose hacia atrás, soltó un grito ahogado. Estaba rodeada por la fotocopiadora y todas las otras máquinas.


—¡Oh, no! —gimió, y comenzó a empujar hacia atrás los enormes hombros de Pedro, tratando de no tocarlo con los dedos. Si lo hacía, no estaba segura de poder resistir la tentación de seguir tocándolo.


— ¿Qué sucede? —preguntó, apartándose levemente y ayudándola a incorporarse.


—¡Tuvimos sexo en el cuarto de la fotocopiadora! —susurró frenética, tratando de acomodarse la falda y prenderse la blusa al mismo tiempo. No tenía ni idea de dónde estaba su tanga. Qué vergüenza.


Vestirse hubiera sido difícil, pero además tenía el corpiño totalmente fuera de lugar, y con ello las cosas se complicaban aún más .Pedro bajó la vista para mirarla mientras intentaba vestirse, acomodándose él también la ropa al tiempo que se reía de la desesperación de Paula.


— ¿Por qué hablas en voz baja? —bromeó, ayudándola a acomodarse el corpiño.


Pero ella le apartó las manos con un golpe cuando advirtió que intentaba quitárselo en lugar de ponérselo.


—¡Hablo en voz baja porque no quiero que nadie nos oiga si siguen en la oficina! ¿Te imaginas lo terrible que sería si nos sorprenden teniendo sexo en el cuarto de las fotocopias? —siseó.


Pedro abrió grandes los ojos, y trató de entenderla.


—Cariño, si hay alguien allí afuera, ya hacer rato que te habrían oído. Te aseguro que no fuiste para nada silenciosa.


Ella se sonrojó recordándolo, y le miró, sorprendida de que él ya estuviera duro y listo para volver a intentarlo.


—Por favor, no me digas que eso te excita —suspiró. 


Finalmente consiguió arreglarse la ropa. Al menos, lo mejor posible.


Pedro se rio y se quitó la corbata del cuello. Ella la había arrojado por encima de su hombro durante el acto. Él no creyó que la necesitaría.


— ¿Bromeas? —preguntó, sorprendido de que ella siquiera cuestionara que estuviera excitado. Era bastante evidente. —Prácticamente cualquier cosa que tenga que ver contigo me excita.


Paula estaba a punto de levantar los informes, pero se quedó paralizada al escucharlo.


— ¿Todo? —preguntó con voz tenue, levantando la vista para mirado. ¿Le estaba mintiendo? ¿Les diría lo mismo a todas las mujeres? Pedro era uno de esos donjuanes que conocían todo lo que convenía decirle a una mujer para que se sintiera especial y femenina. ¿Sabría por experiencia que esa frase funcionaba excepcionalmente bien? Porque, aunque fuera sólo una frase, a ella le provocó una descarga de calor palpitante por dentro.


Pedro sonrió con suavidad y tomó sus manos en las suyas. 


Ella se resistió apenas un instante. Luego se puso de pie y dejó que él la tomara en sus brazos.


—Admito que esta resistencia a verme, a evitarme en los pasillos no es muy excitante. Pero cuando sí te veo, y alcanzó a ver tus largas piernas sexy, esas faldas ultra sofisticadas que te pones y los tacones....sí, eso me excita —se inclinó y le hociqueó el cuello. Sonrió cuando sintió que ella levantaba los brazos para apoyarlos suavemente sobre sus hombros. —Y cuando pienso en lo que llevas debajo de esas blusas de seda y de los serios trajes, algunas veces tengo que regresar a mi oficina y esconderme para recuperar el control. —El dejó que sus manos subieran deslizándose sobre su cintura, hasta ahuecar los pechos perfectos, disfrutando de la seda de la blusa, porque sabía que la sedosidad de su piel era incluso mucho más suave.


—No podemos hacer esto —suspiró ella, apoyando la cabeza hacia atrás y apretando el cuerpo contra el suyo, gozando con lo diferentes que eran.


—Claro que podemos —le replicó y le mordió el lóbulo de la oreja.


Ella se estremeció, pero consiguió sacudir la cabeza.


—No, me daría mucha vergüenza.


No entendió por qué le causaría vergüenza, pero no quería que se sintiera incómoda.


—No haremos de cuenta que esto no existe, Paula —le advirtió, y sus manos descendieron para rodearle las nalgas y apretar sus caderas aún más contra las suyas—. Y quiero saber por qué te fuiste de mi casa sin avisarme la semana pasada.


Ella inhaló una bocanada de aire profunda y temblorosa, tratando de pensar.


—Necesito un poco de espacio si vamos a hablar de esto —dijo finalmente. No podía pensar cuando la sujetaba con tanta fuerza.


El sonrió mientras se inclinaba y le mordisqueaba el labio inferior.


—Entonces tal vez no te deje de tocar —replicó y la besó provocándola hasta que ella le devolvió el beso. Cuando levantó la cabeza, ella estaba prendida a él, exactamente como a él le gustaba verla.


Ella se rio nerviosa, aterrada de lo fácil que Pedro podía hacer que lo deseara.


—Me niego a ser objeto de la próxima apuesta en la oficina —dijo con firmeza, zafándose de sus brazos.


Él se movió para observarla mejor.


— ¿De qué hablas? —preguntó. Sus manos seguían deslizándose sobre su cuerpo.


Paula suspiró irritada, lo hizo como un artificio para disimular lo mucho que quería quedarse entre sus brazos.


—Acaso no vas nunca a la cocina a tomarte una taza de café?


—Claro. ¿Qué tiene que ver eso?


Ella puso los ojos en blanco.


— ¿No viste el papel pegado en la heladera? —preguntó y aguardó un instante para ver si se daba cuenta. Pero seguía con la mirada extrañada. —Se trata del pozo de apuestas de la oficina respecto de tu último amorío —concluyó.


Las manos de Pedro se quedaron quietas.


— ¿A qué te refieres?


Ella se apartó de sus brazos y se dirigió a la otra punta del recinto.


—Toda la oficina apuesta a cuánto tiempo durará tu amorío actual. Cuando aparece una mujer nueva, comienza un nuevo pozo. De ahí, las fechas nuevas, y las iniciales al lado de esas fechas... —señaló, esperando que entendiera.


Él reflexionó unos instantes, y luego sacudió la cabeza.


— ¿Estás bromeando, verdad?







CAPITULO 14 (CUARTA HISTORIA)





Salió de allí lo más rápido que pudo, casi poniéndose a correr para alejarse de la casa. Pero si no lo hacía, no estaba seguro de tener la fuerza para hacerlo después.


No cuando tenía ese aspecto de garita sexy sobre el sillón, sentada sobre las piernas dobladas, y con esas preciosas medias rosadas en los pies. Siempre lucía tan sofisticada en el trabajo, con esos tacones aguja y las faldas apretadas que no dejaban nada librado a la imaginación respecto de las curvas de sus nalgas y sus piernas.


De hecho, ¡eso no era cierto! Sus nalgas eran aún mejores desnudas, según recordaba. Se apuró aún más, hasta llegar a su auto y zambullirse dentro antes de cambiar de idea. 


Dudaba en volver y arrastrarla hasta sus brazos. Podía hacer que lo volviera a desear. Estaba seguro de ello, ¿pero sería justo? Si no lo deseaba, no estaría imponiéndose sin respetar su libertad?


Salió del garaje a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos del auto.


Apretó el volante con fuerza, los nudillos blancos, durante todo el camino de regreso a su condominio. Cuando finalmente llegó a su apartamento, fue directo a su sala y... se detuvo en seco


— ¿Qué diablos hacen todos acá? —preguntó irritado al advertir a sus tres hermanos sentados en su departamento. ¡Y se estaban tomando su mejor whisky!


—¡Estamos celebrando! —dijo Simon eufórico, al tiempo que se ponía de pie y le daba un vaso.


Pedro no dudó. Tomó el vaso y se bebió de un solo trago el líquido color ámbar.


Luego extendió el brazo para que su hermano se lo volviera a llenar.


—¡Y por qué fui elegido para ser anfitrión de la celebración? —preguntó, bebiéndose de un trago también ese segundo vaso.


—Porque eres quien vive más cerca —respondió Ricardo, como si fuera la respuesta más evidente del mundo. Levantó el vaso para que Simon se lo volviera a llenar.


Pedro se sentó en una de las amplias sillas. Sus hermanos estaban todos desparramados sobre el sillón y las otras sillas.


—¿Y? —preguntó. Merecía más explicaciones. Aunque, en realidad, sus hermanos no necesitaban demasiadas excusas para celebrar. En ocasiones se habían reunido simplemente para festejar que fuera martes o cualquier otro día.


Los cuatro hermanos parecían sentirse como él, y bebían whisky a un ritmo desenfrenado. Nadie explicó lo que celebraban, pero las bromas y los chistes fluyeron tal como suele ocurrir entre hermanos. Necesitaba aflojarse, poder olvidar. La opción era emborracharse con sus hermanos o dirigirse directamente a la casa de Paula, levantarla en brazos y hacerle el amor contra la pared. No creía que fuera a agradarle demasiado esta opción, así que puso los pies en alto sobre la mesa de la sala, y se obligó a permanecer allí donde estaba.


Se rio a medida que se emborrachaban. Bromeaban entre ellos por el modo en que vivían sus vidas o por la falta de una novia. Cuando salió el tema, Pedro guardó silencio, con la vista clavada en el líquido de su vaso, pensando en la mujer más frustrante del planeta. Las mujeres se le tiraban encima en las reuniones sociales, aparecían constantemente en la oficina. Ya no podía tener un almuerzo de negocios en un restaurante, porque aparecía alguna en su mesa, soltando indirectas para que las invitara a salir. A veces, ni siquiera se tomaban la molestia de esperar que lo hiciera: se ofrecían para una fiesta o una reunión a beneficio. Resultaba una pesadilla, especialmente cuando la única mujer que quería a su lado era Paula.


—Pues, dudo de que el monje que vive acá sepa algo de eso —estaba diciendo Axel.


Pedro no tenía idea de lo que hablaban, pero al levantar la vista, sus tres hermanos lo estaban mirando.


— ¿Qué? —preguntó.


Los tres entornaron los ojos. Todos sabían de la obsesión que tenía por la gerente del estudio, aunque nadie se lo dijera directamente por temor a que Pedro se enojara porque se metieran en su vida personal. Pero también sabían que había rechazado a otras mujeres desde que Paula comenzó a trabajar para el Grupo Alfonso.


— ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con una mujer? —preguntó Simon.


No tenía pensado contarles a ninguno de sus hermanos sobre la tarde y la noche que había pasado con Paula, que había superado todas sus fantasías. Era cierto que eran sus hermanos y que estaban unidos por sangre y por la profesión que ejercían juntos, pero su relación con Paula era algo de su vida íntima.


—Eres un idiota grosero, ¿lo sabías? —dijo. Volviéndose a Ricardo, cambió de tema, sin molestarse en esperar que Simon le respondiera, ni esperaba que lo hiciera.


—Ah..., ¿qué sucedió en la cafetería entre Paula y ese matón? —preguntó Ricardo—. Me llegó el informe policial, pero creo que la policía sigue esperando que tú y Paula vayan a hacer una declaración.


Pedro se había olvidado por completo del tema.


— ¿Soltaron a ese idiota? —preguntó Pedro, furioso, enderezándose en su asiento—. Si se llega a acercar a ella... —dejó en suspenso la oración, porque sus tres hermanos le aseguraron rápidamente que el matón había sido condenado a realizar servicios comunitarios y a asistir a clases para el manejo de la ira; debía cumplir dos años de libertad condicional.


Pedro no consideraba que fuera un castigo lo suficientemente severo, pero no podía acudir al juez para exigir algo peor. Las cárceles ya estaban atiborradas de delincuentes; no le prestarían demasiada atención a un tipo que le había pegado un puñetazo a una mujer.


Tal vez, Pedro sí podía lograrlo. Se hizo una nota mental de pedirle al principal investigador en el estudio, Marcos, que averiguara sobre los antecedentes del hombre. Cualquiera que estuviera dispuesto a comenzar una pelea en un lugar
público en plena tarde, debía tener algunos secretos bien guardados. Tal vez fuera el momento de transformarse en la peor pesadilla del tipo. Por experiencia, Pedro sabía que alguien así debía tener un montón de cuestiones que había barrido bajo la alfombra. Era hora de sacar todo a la luz, hacer que el tipo se hiciera cargo de sus culpas, pensó gozando de antemano.


—Tienes idea de por qué Paula no discutió la decisión sobre el software de contabilidad que se tomó hoy? —preguntó Axel, tirando al ruedo lo que pensó sería el tema menos polémico.


Ricardo miró a Pedro, que tenía la vista fija en su vaso. Este no tenía ni idea de que sus hermanos estaban esperando una respuesta. Estaba demasiado concentrado en los planes para arruinarle la vida al matón. Así que cuando levantó el vaso para acabarse lo último de su whisky, advirtió que sus tres hermanos lo miraban con un gesto de extrañeza.


— ¿Qué? —dijo, poniéndose de pie y sirviéndose otro vaso de whisky. Necesitaba algo que anestesiara el recuerdo de Paula, el pasado lunes y esa misma tarde, cuando parecía tan suave y cálida, sentada en su jardín diminuto pero acogedor.


Simon se rio de la expresión irritada de su hermano.


—Hablábamos de la reunión del personal de hoy —dijo—. Evidentemente, tú sabes tanto de lo que estamos hablando como lo sabía ella esta mañana.


Como los cuatro habían acabado la primera botella de whisky, Pedro fue a sacar otra del aparador donde guardaba los licores. Pero al escuchar hablar de la reunión del personal, dejó caer la botella de whisky. La misma reunión después de la cual había besado a Paula por primera vez desde hacerle amor.


Levantó la mirada para observar a los otros con recelo, tratando de disimular su reacción:
— ¿Qué tiene de importante?


Simon, Axel y Ricardo se miraron sorprendidos, y luego de nuevo a Pedro, que se hallaba limpiando un charco de whisky con treinta años de añejamiento, para luego sacar otro de su provisión.


— ¿Qué está pasando? —preguntó Axel, que no hizo más que decir en voz alta la pregunta del resto.


—Nada —respondió con brusquedad y apoyó con un fuerte golpe la siguiente botella de whisky en el medio de la mesa, de modo que nadie tuviera que hacer ningún esfuerzo por levantarse para la siguiente ronda. Ni siquiera él. — ¿A qué se debe la pregunta? — ¿Habría revelado algo? No quería hacer nada que hiciera sentir incómoda a Paula. La tarde y la noche que pasaron juntos era un secreto de ambos.


Si alguien se enteraba, sufriría una humillación. No lo había explicitado, pero él la conocía lo suficiente como para saber que le importaría, y mucho. Ricardo levantó una ceja.


— ¿No te pareció raro que aprobaran el software de contabilidad? 


Pedro se encogió de hombros y bebió otro sorbo. Evitó mirar a cualquiera de sus hermanos a los ojos. Simon ladeó la cabeza y dijo:
— ¿El software menos costoso? ¿El que ella no quería que instaláramos?


La mano de Pedro quedó paralizada en el aire al escuchar la noticia. ¿Realmente había sucedido eso durante la reunión? ¡Maldición! Estuvo completamente ajeno a todo. Había estado observando a Paula durante la reunión, notado que estaba especialmente callada. Era evidente que no había estado concentrado en la agenda.


—Creo que ella estaba pensando en otra cosa. Habrá que conversarlo con ella la semana próxima. 


Simon se rio y sacudió la cabeza.


—No me puedo imaginar en qué estaría pensando... —y lanzó una mirada a su hermano, tratando de provocarlo para que reaccionara. Pero después de tantos años tomando partido, Pedro mantuvo silencio. Otra señal más de que esto se trataba de algo serio.


Simon echó un vistazo a sus hermanos. Ante el silencio de Pedro, sus rostros manifestaron preocupación.


Pedro sabía exactamente lo que estaban tramando.


—No voy a hablar de esto. No tengo idea de lo que piensa ella —dijo con honestidad. Tal vez pensara que el encuentro con él había sido fantástico y no quería arruinarlo intentándolo de nuevo, o tal vez pensara que era un idiota completo. No tenía ni la más remota idea. —Así que no me miren así.


— ¿Esta semana discutieron?


Pedro se rio.


—En realidad, es la primera semana que no nos hemos peleado por nada. —Lo cual resultaba extraño en sí.


— ¿Crees que disimuló la gravedad del golpe? —preguntó Simon. La preocupación se notaba en su mirada.


Pedro reflexionó sobre ello, recordando el modo en que se había movido en sus brazos el lunes después del altercado. Sí, la habían golpeado. No, no era más grave de lo que suponían. Reprimió implacable la reacción de su cuerpo a esas imágenes y rápidamente sacudió la cabeza.


—Las heridas físicas no son graves. ¿Las mentales? —Encogió los hombros.


Francamente, no sabía cuál era su estado mental en ese momento. Ni siquiera podía hacerse una idea, lo cual era parte del problema.


A partir de ese momento, se apartaron de las cuestiones personales. Era evidente que a todos los hermanos les costaba hablar de sus sentimientos, y como de costumbre se dedicaron a hacerse bromas sobre los casos que tenían entre manos.


Para cuando llegó la medianoche, estaban demasiado ebrios para regresar a casa, así que cada uno encontró su dormitorio respectivo, mientras que Pedro se desplomaba sobre su propia cama. Pero ni todo el whisky que había bebido aquella noche logró insensibilizarlo del deseo por esta única mujer que lo volvía constantemente loco. Que durante años lo había vuelto loco de deseo.


Algo tenía que ceder, pensó. No sabía cuánto tiempo más podría comportarse como un caballero cuando estaba con ella. Tal vez comenzaría su propia firma en algún otro lugar. 


Lejos de Chicago, para no dejarse tentar todos los días de su vida por su figura sexy encima de aquellos tacones aguja.


Maldición, ¡Al menos debía dejar que se mudara a una oficina en otro piso! Ella lo había intentado varias veces en el pasado, pero él simplemente lo había prohibido, distribuyendo él mismo las oficinas para que siguiera en su piso. Sonrió al levantar la mirada al cielo raso de su oscuro dormitorio, pensando en la vez en que había dispuesto que su oficina estuviera justo al lado de la suya. Se rio entre dientes en la oscuridad. Paula no había aguantado más que unos días aquella decisión, tras lo cual
inventó un motivo para trasladar su oficina nuevamente al otro extremo del pasillo.



*****


Del otro lado de la ciudad, Paula estaba acostada en su cama en la misma posición.


Ya se había secado las lágrimas tras la manera en que Pedro había prácticamente salido huyendo de su casa esa tarde. El insulto final fue cuando hizo chirriar los neumáticos en el momento en que salió a toda velocidad de su garaje.


¡Qué desesperado había estado por alejarse de ella! Tan patética era que tenía que alejarse a toda velocidad?


Se limpió la mejilla con furia, irritada de seguir llorando. 


Basta, se dijo con firmeza. Basta de tratar de entender este asunto. Tenía que pensar en un modo de olvidarlo. Tuvieron una noche juntos, que había sido fabulosa, increíble, espectacular. Hasta el beso de aquella tarde la había dejado temblando de deseo.


Pero ahora había que ponerle punto final. Ella quería tener un esposo y niños, mientras que Pedro era un testigo privilegiado de la disolución diaria de matrimonios.


A esta altura de su vida, seguramente no creía más en el matrimonio. Y no lo culpaba. Había visto lo peor y evitado el estado matrimonial durante mucho tiempo, a pesar de la gran cantidad de mujeres que habían intentado llevarlo al altar. Si tantas habían fracasado, ella tenía aún menos posibilidades de éxito.


Pedro seguramente tenía razón en evitar el compromiso y el matrimonio.


De todos modos, aquello no hizo nada para mitigar el dolor que sentía por dentro.


Inhaló profundo en la oscuridad. Sabía lo que debía hacer. 


Pero incluso la idea de abandonar el Grupo Alfonso hizo que la tristeza la golpeara por dentro. Había trabajado tanto para alcanzar el estado actual de eficiencia. No sabía si tenía la
energía para comenzar de nuevo en otro lugar.


Pero ¿cuál era la alternativa? No se podía quedar; la única opción era partir. Era mejor cortar por lo sano que morir una muerte lenta observándolo día tras día.