lunes, 15 de mayo de 2017

CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)




Pero sabía que no podía dejarlo colgado. Merecía un poco más de consideración. Ahora además de sentirse terriblemente atraída por él, lo respetaba. Lo había escuchado mientras conversaban y sospechaba que realmente era un abogado brillante y poderoso y una buena persona. No todos los días se conocía a un hombre con semejantes cualidades.


Le llevó cuarenta y cinco minutos llegar al restaurante, porque tuvo que desviarse y después hacer marcha atrás. 


Creyó ver a su padre en un momento, pero no estuvo segura. Para cuando llegó finalmente, se sentía completamente agitada de tanto caminar y había llegado más tarde que lo anticipado. Se detuvo en el vestíbulo, y se quitó rápidamente las zapatillas para volver a calzarse los tacos, y que Pedro no se diera cuenta de que había caminado si todo el camino. Sospechaba que eso lo pondría furioso y no quería discutir con él.


Se estaba dando vuelta para hablar con la camarera, cuando apareció Pedro. Levantó una ceja al observarla meter rápidamente las zapatillas en el bolso negro.


—Necesitaba hacer un poco de ejercicio —le dijo.


Pedro levantó aún más la ceja, y Paula se mordió el labio, esperando que no le pidiera explicaciones. Porque, en realidad, no tenía ningún sentido.


Especialmente, porque podrían haber venido ambos en el auto de él, o en el de ella. Trabajaban en edificios que se hallaban al lado del otro.


No, esto no iba a funcionar, se dijo mientras seguía a Pedro y a la camarera que los condujo a su mesa. Cuando la mesera tomó sus pedidos y desaparecido una vez más, Paula se recostó sobre su silla, sabiendo que debía ponerle fin a esto, pero sin saber cómo. Se estaba transformando en una especie de yoyó, pensó sombríamente. En un momento, quería arrojarse en sus brazos, y al siguiente se sentía tan ofuscada de que su padre los atrapara juntos que intentaba pensar en cómo terminar la relación que acababa de comenzar. ¡Estaba histérica! ¡Jamás se había sentido tan patética en su vida! ¡Su padre la estaba volviendo loca!


Respiró hondo, preparada para comenzar la discusión, pero al mismo tiempo, apareció el sommelier con el vino que había pedido Pedro. Cerró la boca con fuerza y esperó lo más pacientemente posible mientras se llevaba a cabo el proceso de servir el vino. Cuando se marchó y estaban otra vez solos, bebió un largo sorbo de excelente vino. Al volver a posar la copa sobre la mesa, él ya la estaba esperando, evidentemente sabiendo que tenía algo para decir.


—No podemos volver a vernos —dijo finalmente. Al instante, cerró los ojos dándose cuenta de lo horrible que había sonado. Los volvió a abrir, tratando de medir su reacción. Extrañamente, no parecía ni molesto ni enojado.


—¿Y por qué? —preguntó, inclinándose hacia delante y mirándola por encima del mantel de lino. La luz de las velas hacía que su rostro luciera más anguloso, pero al mismo tiempo suavizaba esas aristas. Hasta sus ojos azul hielo
parecían, por algún motivo, más claros.


Paula intentó darle un motivo que sonara coherente, pero cómo se le dice a un hombre magnífico, sexy y seguro de sí que su padre no lo aprobaría?


En el caso de Pedro, la idea era ridícula.


—Es complicado —soltó finalmente.


—Entonces explícamelo y dame tus motivos. —Bebió un sorbo de vino. — Obviamente, no se trata de que no haya entre nosotros una atracción mutua.


Ella se sonrojó ante el comentario, porque tenía razón. Era muy difícil para ella negar que se sintiera atraída por él cuando le resultaba prácticamente imposible arrojársele cada vez que lo veía. Y cada vez que la tomaba entre sus brazos, sentía un deseo irrefrenable.


—No, creo que tienes razón respecto de que eso es obvio.


—Entonces, ¿cuál es el problema?


Paula se aferró de la copa de vino como si fuera un salvavidas.


—No tengo una familia que sea demasiado convencional —dijo, sabiendo que no alcanzaba como explicación, pero no sabía qué debía decir sin revelar algo que lo pondría a él en una situación comprometida, y a sus padres, en la cárcel.


—Cuéntame sobre ella —la animó con paciencia. Cuando ella seguía dudando, él comenzó a contarle historias sobre su infancia siendo el mayor de cuatro hermanos. Paula estaba tan cautivada por el relato que se olvidó de que debía explicarle por qué no lo podía ver más.


—Así que, cuando tus padres se murieron, ¿tus hermanos ya estaban todos en la universidad? —preguntó, fascinada.


—Sí, en diferentes etapas y en todo el país.


—Y tú fuiste a darles la noticia personalmente a cada uno. —Ya lo había deducido a partir de algunas de las otras cosas que le contó.


—Sí, y los traje a todos de vuelta para el entierro.


—Eso debió ser difícil, porque estaban en los cuatro puntos del país. ¿Cómo lograste hacerlo a tiempo?


Pedro sonrió ligeramente.


—A pesar de nuestra niñez y de las locuras que cometieron los tres menores en la escuela secundaria, son todos bastante responsables.


—Así que ¿se subieron contigo a un avión y volvieron?


—Básicamente, sí.


Ella asintió la cabeza. Cada vez que hablaba con él, la impresionaba más.


—Y durante todo ese tiempo tú mismo estabas teniendo que lidiar con tu propio dolor.


—Traer a mis hermanos de regreso a casa me alivió un montón.


—Y ahora todos trabajan juntos. ¿Cómo fue que los cuatro terminaron siendo abogados?


Él sonrió, recordando algunas de las discusiones que habían tenido en su casa sobre el tema.


—Tal vez seamos todos abogados, pero nos especializamos en diferentes áreas del derecho. Por ejemplo, Javier hace derecho de familia, que, básicamente, significa que es un muy buen abogado de divorcio.


Paula sintió una cierta desazón, pensando en el impacto psicológico que podía tener en un abogado soltero.


—Así que ve lo peor en la mayoría de las relaciones, ¿no es cierto?


—Sí, yo no quería que ejerciera esa área del derecho. Sabía que sería duro.


—¿Y qué impacto tuvo finalmente en él? Es un año menor que tú, ¿no es cierto?


—Sí, pero es veinte años más cínico sobre el matrimonio y las relaciones humanas. Y está enamorado de alguien, pero no se acerca a ella porque teme que termine como los matrimonios que lo contratan para divorciarse.


—Supongo que algunos de sus casos se vuelven bastante desagradables, ¿no?


Pedro asintió sabiamente.


—Algunos, sí. Ha tenido que separar en algunos casos al marido y la mujer cuando se trenzan en una batalla campal.


Paula hizo un gesto de espanto, imaginándose la situación.


—Y por qué eligió ejercer esa área de la profesión?


—Salió con un montón de chicas en la secundaria y en la universidad, varias de las cuales no tenían... —hizo una pausa, tratando de encontrar el modo apropiado para describir los problemas de Javier con las mujeres.


—¿Valores morales? —sugirió, comenzando a entender—. ¿No eran sinceras? ¿No tenían valores éticos? ¿Estás tratando de dar vueltas para decirme que salía con mujeres que engañaban a sus novios?


—No intencionalmente. Al menos, no al principio. Javier era el tipo de hombre que es encantador y se ríe mucho. Las mujeres se sienten atraídas a él como abejas a la miel. Y él también las ama. Pero cuando descubrió que algunas ya se habían comprometido con otro tipo, sintió que se le venía el mundo encima por haber roto una relación. Tenía una especie de reputación de ser... 


Paula sonrió, advirtiendo que deseaba ser franco, pero sin traicionar la confianza de su hermano.


—¿Bueno en la cama? —volvió a sugerir—. ¿Cómo tú?


Pedro le guiñó el ojo, pero asintió:
—Si comparamos mi conducta con las mujeres con la de Javier de aquella época, la mía es de jardín de infantes.


Ella asintió, sabiendo que no todo era color de rosas.


—Pero tus otros hermanos están bien, ¿no?


Pedro sonrió:
—Ninguno de nosotros quería que Simon se metiera en derecho penal, pero él es igual de cabeza dura. Quería ayudar al que lleva las de perder.


—¿Y a él qué le pasó? —preguntó.


—Tuvo un baño de realismo. Sigue siendo un excelente abogado defensor, pero ya no tiene ese idealismo inocente de otra época. Aunque sí toma muchos casos pro bono. Especialmente cuando se entera de que alguien está siendo perversamente acosado por el sistema legal y no puede pagar un buen abogado.


—¡Y eso causa fricción entre los cuatro? —preguntó, sabiendo la respuesta de antemano.


—Para nada. Todos tomamos casos pro bono. Más de lo que se nos exige, pero nos apoyamos. Especialmente cuando hay un tema personal de por medio.


El mesero se llevó sus platos y ella se sintió ligeramente perdida, sin saber bien qué hacer con las manos. Dedicarse a comer había servido como una especie de amortiguador. Y Pedro había llevado adelante la conversación mientras trataba de probar que tampoco él había tenido una niñez tradicional.


Pero no tenía ni idea de lo que le esperaba con su propia familia. Ahora jugueteó con su copa de vino, preguntándose cómo dar por terminada definitivamente la relación con él.


—De cualquier manera... —comenzó a decir. El mesero la volvió a interrumpir con el trozo de torta de chocolate más mortalmente deliciosa que hubiera visto en su vida. Y no era sólo una torta de chocolate. Tenía encima una salsa espesa de chocolate, crema batida de chocolate, más salsa de chocolate y por debajo la torta oscura de chocolate, que parecía tan húmeda que podría haber sido un budín. —¿Esto pediste? —exhaló, y la boca se le hizo agua de sólo ver el postre que se hallaba entre los dos.


—Sí —bromeó, y le entregó uno de los tenedores que el mesero había colocado al lado del plato—. Parece que te estresa fingir que no quieres verme más. Me pareció que esto podía relajarte un poco.


Paula no podía creer lo asombrosamente deliciosa que era la torta. Con el primer mordisco, cerró los ojos como si estuviera en el cielo.


—¡Cielos! —suspiró—. ¡Esto es increíble!


Él también probó un bocado, riéndose al ver los ojos vidriosos de Paula


—Me alegro que te haya gustado.


Se quedaron sentados comiendo el postre, y Cricket disfrutó de cada bocado exquisito y decadente.


—Mañana voy a tener que correr algunos kilómetros más para quemar el exceso de calorías —dijo, recostándose hacia atrás en su silla y limpiándose la boca con delicadeza con la servilleta de lino.


Pedro firmó la cuenta que le trajo el mesero.


—Me aseguraré de que no tengas que correr esos kilómetros de más —le dijo, y le tomó la mano, para levantarla fácilmente de la silla.


Paula tomó su cartera y lo siguió, aunque no entendió bien a qué se había referido con el comentario. Pero apenas estuvieron en el vestíbulo, y le entregó al valet su ticket, la tomó entre sus brazos y la besó. Ese beso no se parecía en nada a los otros dos que habían compartido aquella mañana. 


Era más potente, más intencionado. Y se derritió igual que el chocolate, aferrándose a él, como si fuera la única parte normal de su mundo.


El valet carraspeó, parado incómodo detrás de ambos.


Pedro se apartó, con una mirada satisfecha cuando se dio cuenta de que los ojos de ella estaban vidriosos una vez más, esta vez por el beso y no por la torta de chocolate.


—Vamos —dijo, y le tomó la mano para ayudarla a entrar en su lujoso auto.


Para cuando Paula recuperó la cordura, ya estaban alejándose en el auto.


—¿Adonde vamos? —preguntó, de pronto nerviosa.


—Vamos a mi casa —dijo, y le tomó la mano para acercarla de modo que sus dedos quedaron entrelazados con los de ella. Pero lo que hizo que su mente se pusiera en blanco fue el modo en que apoyó las manos de ambos sobre su muslo. Podía sentir el movimiento de los músculos cada vez que cambiaba del acelerador al freno. No se dio cuenta, pero se quedó mirando las manos o su muslo durante todo el camino a su casa.


Como vivía relativamente cerca, fue un viaje corto. Cuando se quiso dar cuenta, Pedro estacionaba en un garaje y la tomaba en brazos. Ni siquiera dudó cuando la levantó del asiento. Su mano experta ya se había deshecho del cinturón de seguridad para que aterrizara sobre su falda.


El momento en que la tocó en ese ámbito privado, Paula perdió el control. Era imposible preocuparse por su padre o por cuestiones carcelarias cuando Pedro la tocaba. Las diferencias de sus vidas se desvanecieron. Quería esto todo el día. Desde el primer momento en que la había tocado esa mañana, había estado anhelando sus caricias. Los sensores reprimidos durante la visita de su padre cobraron vida ahora, y se volvieron más exigentes que nunca.


La primera vez que habían estado juntos había sido desesperado y voraz.


Esta vez, había una urgencia que no podía apaciguar. En algún lugar de su mente sobrevolaba la posibilidad de que ésta sería la última vez que lo vería. Lo necesitaba. Todo su ser. ¡Ahora!


Él arrancó la boca de la suya, mirándola a los ojos en la penumbra de la luz del garaje, pero ella advirtió que sentía la misma urgencia que ella.


—Sal del auto, Paula —le ordenó.


Después de decir estas palabras, Pedro se apartó una fracción de segundo de su lado, pero para cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, él ya estaba de su lado del vehículo. Extendió el brazo dentro del auto y la levantó del asiento. Pero no se detuvo allí. Con manos apremiantes, que sólo la excitaron aún más, la levantó para presionarla contra él, y le empujó la espalda contra el costado del auto.


Ella no se detuvo a esperar para ver lo que haría él. Con dedos temblorosos, le arrancó la corbata de un tirón, y se dispuso a desabrochar los botones de su camisa de vestir. 


Cuando finalmente lo consiguió, suspiró de felicidad cuando sus dedos lograron tocar su piel ardiente. Pero en ese mismo momento, él liberó sus pechos del sostén. Los brazos de ella seguían enredados en su camisa y su sostén, pero no le importó. La boca de él se prendió de su pezón, y ella gritó con el intenso calor de su boca que se combinó con el fresco aire nocturno del garaje.


Pedro llevó la mano hacia abajo y le levantó la falda, arrancándole la bombacha. Cuando sintió su dedo adentro, la sensación de perfección le pareció irreal.


—¡Sí! —gimió, cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia atrás una vez más para apoyarla sobre el techo del auto. Pero no era suficiente. —¡Más! —exigió—. Por favor, Pedro, no pares —jadeó, y desplazó las caderas de lugar, tratando de moverse del modo en que había aprendido unos días atrás, que le causaba tanto placer.


¡Y luego el dedo de él desapareció! Abrió los ojos, casi enloquecida por el deseo de volver a tenerlo dentro moviéndose dentro de ella. Oyó el envoltorio de papel metálico, y quiso ayudarlo, pero tenía los brazos atrapados en su blusa y su corpiño. Sólo podía agarrarlo de la cintura con las piernas, mientras las manos de él ajustaban el condón sobre su erección. Un instante después, sus manos enormes habían vuelto a sus caderas, y no dudó en llenarla. ¡Por completo! Ella jadeó, moviéndose contra él. A medida que se hundió más profundo dentro de ella, la urgencia sólo se intensificó.


—Más —le rogó. Y él cumplió. Con la tercera o cuarta embestida, ella sintió que su cuerpo estallaba en mil diáfanas partículas. El mismo no demoró mucho en chocarla con fuerza, con su propio clímax. Fue tan intenso, tan alucinante, que Paula pensó que se desmayaría de placer.


Cuando finalmente recuperó el ritmo normal de respiración, abrió los ojos y miró a su alrededor. Seguía con los brazos alrededor de él, y creyó que lo podía estar estrangulando. 


Pero luego sintió sus besos etéreos sobre los hombros y el cuello, y sonrió. Evidentemente, no estaba a punto de ahogarse.


—Lo siento —dijo, atragantada, y aflojó los brazos que lo tenían fuertemente aprisionado.


Cuando oyó su risa, se relajó.


—Por favor, no te disculpes por nada, Paula. De hecho... —levantó la cabeza y la besó con dulzura—, creo que tal vez podríamos hacer eso de nuevo, aunque mejor, una vez que entremos en la casa.


Ella sonrió. No podía ocultar la felicidad que sentía tras una descarga de ese tipo.


—No creo que quiera mejorarlo —le replicó—. Creí que te mataba esta última vez.


Él arrojó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, al tiempo que seguía tomándola entre sus fuertes brazos.


—Por favor, me encanta que me maten así una y otra vez.


Dio un paso atrás y se acomodaron la ropa. Luego él le tomó la mano y la condujo por su casa, directo al dormitorio. Allí, la desvistió lentamente, besando cada parte de su cuerpo con suavidad hasta que ella volvió a retorcerse debajo de él una vez más. Esta vez la condujo más lentamente, saliendo casi por completo de ella hasta que le rogaba que volviera. 


Una y otra vez, la llevó justo al borde del abismo, pero no la dejó caer. Casi lloraba de deseo antes que él la dejó alcanzar el clímax en sus brazos. Y la acompañó durante todo el camino. Paula sintió que llegaba con ella y pensó que era el hombre más increíble que hubiera conocido en su vida.


Recostada en sus brazos esa noche, sintiendo los dedos que la acariciaban con suavidad, trazó un plan que le permitiría gozar de su compañía un tiempo más. Sería difícil, pero si se manejaba con creatividad y cuidado, era posible que resultara.


Durante las siguientes tres semanas, se las arregló para ver a Pedro a escondidas sin que su padre se enterara. Pasaba todas las noches con él y los fines de semana cuando era posible, pero jamás se quedaba a dormir, y alrededor de las diez de la noche inevitablemente dejaba su cama tibia y cómoda, para poder llegar a casa a una hora razonable. 


Sabía que esto lo exasperaba, pero Paula seguía teniendo el presentimiento de que su padre la estaba observando y que no dudaría en meterse si sabía con quién estaba saliendo.



CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)



Paula suspiró al bajarse del auto unos días después. Hoy no vería a Pedro, aunque sabía que había regresado de París ayer por la tarde. Le había dejado un mensaje en el celular, donde le decía que había llegado y quería invitarla a cenar.


Ella no devolvió la llamada, y esa mañana había cambiado drásticamente de horario para evitar cruzarse con él. Debía ser valiente y llamarlo, explicándole que ya no podía verlo más. Pero sabía lo que pasaría al oír su voz: se derrumbaría por completo y trataría de pensar en una manera de estar con él a escondidas de su padre.


Era inútil, se dijo a sí misma. Debía ser firme, principalmente con su propia mente y cuerpo, que morían sólo por verlo. Le encantaría acurrucarse en sus brazos y sentir ese maravilloso cosquilleo que únicamente él le podía provocar. 


Pero debía mantenerse alejada de él.


¡Ahora, si sólo pudiera dejar de pensar en él!


Al dar la vuelta en la esquina de su oficina, había entrado por atrás para garantizar que no...


Soltó un grito ahogado cuando alguien le tomó el brazo con fuerza y tiró de ella para meterla en uno de los corredores del edificio. Estaba a punto de resistirse, dando rienda suelta a su instinto natural, cuando se dio cuenta de que era la mano de Pedro y el cuerpo de Pedro que la empujaban contra la pared. Y luego suspiró de felicidad cuando la boca de Pedro descendió sobre la suya y ahogó cualquier protesta que hubiera estado a punto de emitir. Lo besó a su vez con toda la emoción contenida, ávida de volver a saborear y sentirlo. 


El levantó la cabeza apenas un instante para mirarla, y ella le sonrió:
—¡Volviste! —suspiró, moviéndose contra él y deseando
desesperadamente que fuera verano y no tuviera puesto ese infernal abrigo—. No puedo verte —susurró, pero su cabeza se arrojó hacia atrás, suplicándole que la besara.


El debió sentirse igual, porque sus dedos se alejaron de su cintura y hábilmente le desabrocharon el abrigo, acercando su cuerpo al suyo. Paula suspiró de deseo al sentir los planos duros, los ángulos rectos de su cuerpo.


—Es maravilloso tocarte —susurró, apretando los dedos sobre sus hombros, como si se fuera a alejar de ella.


—¿Por qué no me devolviste la llamada? —dijo, mientras agachó aún más la cabeza para besarle el cuello.


Ella inclinó la cabeza a un lado, gozando del chisporroteo de excitación que le atravesó el cuerpo.


—No pude —fue todo lo que atinó a decir para explicarlo. 


Trataba de pensar en una solución que dejara a su padre tranquilo, pero cuando la tocaba así, era incapaz de pensar en otra cosa que en sus caricias.


Le mordió el cuello con la suficiente fuerza como para hacerla soltar un gemido y apartarse bruscamente, pero no lo suficiente como para que le doliera.


—Dame un motivo más valedero —le gruñó en la oreja.


—Porque no puedo verte —dijo con un quejido mientras sus manos le recorrían el cuerpo de los hombros al estómago, excitándolo igual que él con el cuello.


El le tomó las manos antes que pudieran descender aún más.


—Eso no me explica nada. Ni tampoco va a funcionar. Porque nos vamos a ver.


Ella suspiró y apoyó la cabeza sobre la pared detrás de ella.


—No, no podemos vernos.


Él soltó una risita.


—Me vas a tener que dar una mejor explicación —dijo y presionó la rodilla entre sus piernas. Al instante, su cuerpo entero se convulsionó. Cerró los ojos. El presionó las caderas de ella contra su pierna, moviéndola imperceptiblemente hasta que atrapó el temblor de ella en sus brazos.


—¿Qué está sucediendo, Paula? —preguntó, agarrándole las caderas para que no se pudiera alejar de él.


Ella se mordió el labio, tratando de controlar la reacción de su cuerpo, pero era inútil. Sólo habían estado una noche juntos, pero él ya conocía su cuerpo lo suficiente, conocía lo que deseaba y cómo hacer que su cuerpo vibrara de deseo.


—Estás jugando sucio —susurró a través de los dientes apretados.


—Siempre juego sucio. Dime lo que está pasando.


—Mi padre no quiere que salgamos.


Sus manos subieron sobre la blusa de seda hasta encontrar fácilmente los pezones bajo la delgada tela. Su pulgar fue impiadoso al rozarle la punta hasta endurecerla. Ella intentó agarrarle las manos y apartárselas, pero en ese momento no era más que su esclava sexual.


—Tu padre no puede controlarnos, Paula. Eres una persona adulta.


—No entiendes —dijo, suplicándole con los ojos que cesara de torturarla así.


Pedro suspiró. Lo embargaban la frustración y el deseo. No había planeado seducirla en el corredor de su oficina; lo había estropeado todo. Pero ella no lo había llamado y no había llegado a trabajar a la hora habitual, así que se había sentido frustrado y decidido a averiguar lo que había sucedido los últimos tres días. Jamás se le ocurrió que sus padres irían a interferir.


Por desgracia, tenía una reunión y sabía que ella tenía que llegar al trabajo.


—Ven a cenar conmigo esta noche y lo discutiremos —dijo, moviendo la pierna ligeramente con la esperanza de que accediera a su pedido.


—No puedo —replicó, pero su cuerpo se volvió a mover.


Pedro sabía exactamente lo que estaba haciendo, y si el sexo fuera la única manera de convencerla, entonces lo emplearía. Deseaba a esta mujer, pero la deseaba más que para el sexo. Apartó la pierna, y casi soltó una carcajada al advertir la mirada de decepción en el rostro de ella.


—Sal a cenar conmigo, y seguiremos con esto después —la persuadió, inclinándose y avanzando directamente a aquel punto en su cuello.


Paula gimoteó, sujetándolo con las manos por un momento, y luego queriendo empujarlo lejos. Le atrapó el cabello con fuerza, no sabiendo qué necesidad era más imperiosa: si hacerlo parar o si hacerlo terminar lo que había comenzado.


—No puedo.


Los dedos de él subieron para ahuecar su pecho una vez más, y el pulgar sobrevoló el pezón.


—Sólo a cenar, Paula. No tiene nada de malo que salgas a cenar conmigo.


Paula contuvo el aliento. Su cuerpo entero se preparaba para sentir su pulgar sobre el pezón. Pero no la tocó, sólo se mantuvo encima, volviéndola más loca de lo que creyó posible.


—A cenar. ¡Perfecto! —gritó, y fue recompensada cuando el pulgar le volvió a friccionar el pezón. Resultaba increíblemente placentero a la vez que doloroso, ya que no había modo de culminar este encuentro, y el deseo por él la estaba volviendo loca.


Pedro dio un paso atrás. En los ojos brillaba el ardor de su propio deseo.


—Te pasaré a buscar —le dijo.


—¡No! —jadeó. No quería que su padre viera a Pedro llegar—. Te encontraré en algún lado —replicó—. Sólo dame una dirección.


Pedro no le gustó la sugerencia. Quería pasarla a buscar y hablar con ella en la privacidad de su casa donde nadie los molestara. Tenía realmente la intención de llevarla a cenar, pero primero quería respuestas. Pero al advertir que ella no daría el brazo a torcer en este asunto, terminó cediendo. La
necesidad que tenía de estar con ella era demasiado imperiosa como para discutir.


—Está bien. Nos encontramos en Simpson's a las siete. ¿Estás de acuerdo? —preguntó con ternura, deseando atraparla de nuevo entre sus brazos y encontrar un lugar más privado para terminar lo que había comenzado, pero eso era imposible.


—Simpson's —repitió ella, y asintió como para estar segura—. Sí. A las siete. Estaré allí.


La observó con detenimiento, advirtiendo algo en su mirada que lo preocupó.


—Si no estás allí, Paula, iré a tu casa y esperaré hasta que llegues. No me voy a dar por vencido contigo. Y no importa lo que esté sucediendo, lo solucionaremos.


Ella asintió, aturdida, pero pasó a su lado rozándolo, al tiempo que se dirigía apurada al lobby principal. Apretó el botón del ascensor. Le temblaban los dedos, y estaba ansiosa por llegar a su oficina y recuperar la compostura.


Maldición, ¡ese tipo sí que era un experto!


Una vez que cerró la puerta de la oficina, respiró profundo varias veces.


Recorrió con la mano las montañas de facturas e informes, buscando afirmarse en la realidad. Pedro era pura fantasía. 


Esto era real. Esto era lo que importaba. Lo normal. Sus padres. Pedro era un amorío pasajero que podía destruir a su familia. Pero su empleo y sus padres permanecerían con ella para siempre.


Sí, se dijo con firmeza mientras prendía la computadora e iniciaba la sesión para ver sus correos, era esto en lo que debía concentrarse. No debió permitir que la besara. No debió siquiera haberle hablado. Si lo volvía a hacer, le pondría la mano sobre el pecho para mantenerlo a distancia.


Le vino la imagen de su fuerte pecho musculoso. Y todas las maneras en que había tocado ese pecho unas noches atrás. 


Sabía tan bien. Y tenía esa muesca tan sexy justo debajo del pecho.


Había recorrido el dedo sobre aquel punto varias veces, fascinada con el lugar. Él había incluso temblado cuando ella le besó los planos pezones. Sonrió al recordarlo y su cuerpo reaccionó.


—¿Quién es? —preguntó Josefina, recostada contra la puerta de su oficina.


Paula se sobresaltó, y casi se cae de la silla al oír la voz de Josefina.


¡Pensó que estaba sola!


—¿Quién es quién? —preguntó, aferrándose a la silla y recuperando su lugar. Se alisó el cabello y apoyó las manos sobre los papeles en el escritorio.


—¿Quién es el tipo en el que estás pensando? —aclaró. Sus ojos brillaban ante la perspectiva.


—¿Llegó Ramiro? ¿No deberíamos estar trabajando? —preguntó.


—Ramiro está de viaje esta semana, así que tenemos por delante algunos días de tranquilidad —explicó encantada. Se alejó de la puerta y vino a sentarse en su silla. —Entonces, dilo. ¿Quién es el tipo?


Paula se encogió de hombros.


—¿Qué tipo?


Josefina se rio y sacudió la cabeza.


—El hecho de que sigas repitiendo esa frase sólo me convence aún más de que tienes un nuevo hombre en tu vida. Así que dime quién es —le exigió—. Vamos, danos una pista. He estado casada quince años y tengo cuatro chicos.
Tengo que soportar tus correrías, y ésta es la primera vez que me entero de que haces otra cosa que no sea trabajar. ¡Así que cuéntame! —bromeó.


Paula sacudió la cabeza.


—No estoy saliendo con nadie —le dijo a Josefina. Y era sólo una verdad a medias. No debía ver a Pedro. Y porque hubiese accedido a cenar con él no significaba que de hecho iría al restaurante.


Además, ¿de veras lo había visto esa mañana? Fueron apenas unos minutos, aunque suponía que técnicamente contaban. Pero la mayor parte del tiempo había estado con los ojos cerrados, así que no sentía que estuviera mintiéndole a su amiga.


—Entonces, si no es un tipo, ¿por qué tienes esa mirada romántica y soñadora? —preguntó, sin creerle ni un minuto a Paula


Paula sintió que el rostro se le comenzaba a encender desde el cuello, y trató de detenerlo, pero como nunca se había sentido así respecto de un hombre, no tenía idea de si era posible siquiera.


—¡Lo estás! ¡Estás saliendo con alguien! —se rio, señalando con el dedo las mejillas ahora arreboladas de Paula—. ¿Quién es? —preguntó. Se movió al borde de la silla. —¿Es alguien que trabaja en este edificio?


—¡No! —exclamó Paula, preocupada por que Josefina la siguiera y se enterara de la verdad—. En serio, no estoy saliendo con nadie—. Soltó la afirmación con voz fuerte y rogó que Josefina esta vez le creyera. No podía imaginar lo vergonzoso que sería si alguien la pescaba haciendo lo que ella y Pedro habían estado haciendo aquella mañana.


Josefina aplaudió, encantada.


—¿Es sexy? ¿Es muy buenmozo? ¿O tiene una personalidad un poco nerdy cerebral, que remite a poemas oscuros y desesperados?


Paula miró fijo a Josefina durante un largo momento antes de registrar las palabras de la mujer. Se rio y se recostó en su silla, preguntándose cómo diablos se le ocurrían a Josefina estas ideas.


—Josefina, has leído demasiadas novelas románticas.


—Lo sé. Ahora deja de cambiar de tema y dime cómo se gana la vida. ¿Es rico? —Entornó los ojos al observar a Paula para ver si advertía alguna reacción en su rostro. —No, seguramente sea uno de esos hombres desesperadamente pobres, que son más apasionados y atractivos.


—¿Por qué piensas eso? —no pudo evitar preguntar.


Josefina se rio y pegó saltitos en su silla.


—Porque tú eres una de esas mujeres que no le hace daño a ningún ser viviente. Así que sería natural que te sintieras atraída por alguien que necesita la ternura y la comprensión que tú sabes darles.


Paula parpadeó, preguntándose de dónde había sacado Josefina la idea de que era una buena persona. Jamás lo había pensado; su gran desvelo era apenas que la percibieran como una persona normal.


—¿Crees que soy una buena persona? —preguntó.


Una sorprendente calidez le recorrió su cuerpo al pensarlo. 


También tuvo que reírse de la idea de Pedro Alfonso como un hombre que necesitara ternura y comprensión. No lo conocía demasiado, pero lo que sí sabía era que no era el tipo de hombre que fuera a necesitar a otro, y mucho menos de su ternura. Y comprensión? Él hacía de las suyas, abriéndose su propio camino.


Las personas venían a él para que las comprendiera, no al revés.


—Por supuesto que eres buena —replicó Josefina, poniendo los ojos en blanco—. Tal vez, demasiado buena, motivo por el cual tienes que confesarlo y dejarme seguir a tu hombre un tiempo, para averiguar si es lo suficientemente bueno para ti. No me gustaría que te agarrara un sabandija, te calentara como una pava, y después te dejara plantada.


Paula pensó en las manos y la boca de Pedro aquella mañana. Sí, definitivamente se podía decir que la había "calentado como una pava" esa mañana. Parpadeó y volvió a concentrarse en Josie, sacudiendo la cabeza ante los pensamientos ridículos que se le estaban cruzando sobre Pedro.


—Estoy bien. Y sigo tan aburrida como ayer y el día anterior. —Se trataba de una afirmación perfectamente sincera—. Y no hay ningún tipo en mi vida. Tengo un padre muy pesado que se mete cada vez que comienzo a salir con alguien, así que en este momento se me complica bastante. Tal vez, más
adelante —le dijo a Josefina, sintiendo que se le contraía el corazón al pensar en que jamás volvería a ver a Pedro. Pero así tenía que ser.


El teléfono de Paula sonó en ese momento, y comenzó su día de trabajo. Sólo porque el jefe estuviera fuera de la oficina, no significaba que no hubiera trabajo por hacer. 


Paula se puso a trabajar con las pilas de facturas sobre su escritorio, asegurándose con diligencia de que estuvieran todas correctas y dentro del sistema para poder ser pagadas. Cuando terminó la pila, trajo hacia sí la segunda. 


Se negaba a sucumbir a la sensación de que era un hámster que corría sobre una rueda sin terminar de avanzar. Esto era lo que quería, se dijo. No había nada más normal que la contabilidad.


Mientras completaba su trabajo aquella tarde, pensó desesperada en lo que haría sobre la cuestión de la cena esa noche. Le había dicho que iba a ir, pero eso había sido esa mañana. En ese momento, tenía la firme intención de llamarlo y de cancelar. Después pensaría en cómo mantenerse alejada de su casa para que tampoco pudiera encontrarla allí. Era una actitud cobarde, pero no se le ocurría nada mejor.


Se quedó sentada en su oficina, considerando sus opciones. 


Lo que debía hacer era enviarle un mensaje diciéndole que no iba a poder ir a cenar. Sin explicaciones, sin disculpas. 


Directamente rompería toda comunicación con él.