miércoles, 24 de mayo de 2017
CAPITULO 20 (CUARTA HISTORIA)
Varias horas después, Paula se río al aparrarle las manos. —No me puedes volver a poner una mano encima hasta que coma algo —le dijo, firme. Se puso de pie y tomó la bata del suelo donde la había dejado caer hacía un rato. Deslizó las manos dentro de las mangas y ajustó el cinturón alrededor de la cintura. Cuando se dio vuelta, él se estaba poniendo los jeans, y se abrochaba la bragueta. Pero aún no se había puesto la camisa. Incluso después de estar horas en sus brazos y encontrar la satisfacción una y otra vez, el tipo seguía impactándola con la belleza de los hombros, el pecho y el vientre bien torneados. Estaba esculpido como una estatua griega, y ella pensó un instante en decirle que volviera a la cama.
Pero entonces sintió un ruido en el estómago, y supo que debía concentrarse en comer antes que nada.
—Ahora sí —dijo en voz alta, y salió caminando descalza de su habitación.
Pedro la observó moverse. Caminó detrás de ella para disfrutarla desde atrás.
— ¿Qué me vas a preparar para la cena? —le preguntó mientras descendían las escaleras hacia la cocina. Ella resopló.
— ¿Qué te parece un sándwich de manteca de maní y mermelada? —sugirió y abrió la heladera.
Él se hallaba investigando la despensa.
—¿Qué te parece si comemos pasta? —sugirió, y tomó un frasco de salsa de tomate y un paquete de fideos—. Tú hierve el agua. Yo haré el resto.
Ella levantó las cejas al escuchar su sugerencia.
—Haré las tostadas con ajo —se ofreció, y abrió el freezer para sacar la última mitad de pan duro que había comprado hacía unos días. También había un poco de queso, ajo fresco y manteca, siempre a mano para cuando le entraban ganas de preparar algo delicioso y prohibitivamente calórico.
—Hecho —le dijo él, y extendió la mano alrededor de ella para sacar las verduras de la heladera—. Hazte a un lado, por favor —dijo, y comenzó a abrir los armarios de la cocina para buscar los elementos que necesitaría para preparar la pasta.
La siguiente hora, se rieron y mordisquearon verduras mientras prepararon juntos la comida. Después de comer una sabrosa pasta con queso, Pedro volvió a tirar de ella para tomarla entre los brazos y le hizo el amor una vez más antes de quedarse dormidos abrazados. Aquello inició una rutina que se continuó durante los siguientes días. Después del trabajo se encontraban en su casa o en la de ella, cocinaban, comían y se reían, disfrutaban de su mutua compañía y se relajaban hasta que él la tomaba en sus brazos y la hacía alcanzar tal grado de locura con sus caricias y besos que ella terminaba suplicándole que la tomara. No tenía ni idea si este tipo de pasión por otra persona era normal, pero tenía la impresión de que no era muy común. Había oído de otros hablar sobre el sexo con sus cónyuges en la cocina, y lo que experimentaba con Pedro no tenía nada que ver con lo que describían. Eran dos cosas completamente diferentes.
CAPITULO 19 (CUARTA HISTORIA)
Fue un fin de semana de risas y aventura. Pedro le mostró todos sus lugares favoritos a orillas del lago, incluida una cascada y un prado recóndito lleno de sol, y caminaron por los senderos rodeados de bosque. Como el agua seguía estando tibia por las altas temperaturas del verano que recién tocaba a su fin, la convenció de que se metiera en el lago con él, pero ella se negó a hacerlo sin su traje de baño.
Para cuando había regresado al porche de la cabaña, estaba desnuda y desesperada porque él la poseyera. Ya no le preocupó si la veían; Pedro había logrado que le dejara de importar.
Cuando no estaban explorando los senderos y el lago, se estaban explorando entre ellos. Jamás se le había ocurrido que podía existir un hombre como Pedro.
Le encantaba cocinar, y competían para ver quién hacía los mejores panqueques.
Cada uno hacia su propia tanda y después los compartían. A la hora de la cena, él hacía un pollo a la parrilla y ella preparaba unas papas a la crema y una ensalada. El abría una botella de vino, y se quedaban delante del fuego, comiendo, charlando y compartiendo sus vidas hasta que ella no podía soportar más la distancia que la separaba de él, y terminaba acurrucándose en su regazo y haciéndole el amor tal como lo había anhelado desde que vio la chimenea.
Hablaron y se rieron, cocinaron e hicieron el amor, mientras exploraban de modo intermitente el mundo exterior. Para el domingo por la noche, ya no quería estar sin él. Se había vuelo adicta a tener su cuerpo robusto tan cerca de ella.
Cuando regresaron a la ciudad a última hora del domingo por la noche, intentó convencerla de que pasara la noche con él, pero ella se mantuvo firme en su determinación de regresar a su casa. No tenía ropa para ir a trabajar al día siguiente, y no quería llegar tarde, algo que terminaría sucediendo si pasaba la noche en sus bazos y después tenía que salir corriendo a su casa al día siguiente para cambiarse.
—Yo me aseguraré de que llegues a tiempo —intentó persuadirla, mordisqueándole la oreja hasta conseguir que ella se estremeciera.
—Sólo lograrás que vuelva a pasar toda la noche despierta y mañana sea una zombi completa. Además, seguro llego tarde, porque aunque me despiertes... —no terminó la oración, se sonrojó al recordar cómo la había despertado las dos últimas mañanas.
El se rio y deslizó los dedos bajo su camisa de algodón.
—No sé por qué pones en duda mi capacidad par despertarte... —le dijo, acercándole su voz sexy al oído.
—Eres incorregible —dijo ella, y suspiró obligándose a escapar de sus brazos.
Aquella noche volvió manejando a su casa, pero e pasó dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño: le faltaban sus brazos y su cuerpo cálido junto al suyo.
A la mañana siguiente, llegó tarde al trabajo porque se olvidó de poner la alarma y se quedó dormida en lugar de despertarse como lo hacía habitualmente.
Finalmente estuvo frente a su escritorio con un retaso de apenas quince minutos.
Cuando sonó el teléfono, casi no lo respondió, porque sabía que sería Pedro. Al final, estaba tan desesperada por oír su voz que descolgó el auricular, y sonrió cuando lo oyó jactase:
—Te dije que pasaras la noche conmigo —dijo con suavidad y con esa voz profunda y sexy de la que se estaba haciendo tan rápidamente adicta.
— ¿Cómo sabes que llegué tarde? —preguntó, mirando la puerta abierta de la oficina para asegurarse de que no hubiera nadie que entrara o escuchara la conversación.
— ¿Bromeas? —se rio—. Hace horas que estoy esperando para ver esas piernas largas y sexy. Llegué como a las seis de la mañana.
—¡No te creo! —soltó una carcajada, sin creerle realmente.
—Claro que sí. Finalmente, me resigné a la idea de no poder dormir porque no estabas conmigo. A las cinco de la mañana, dejé de intentarlo y simplemente vine a la oficina.
Ella se mordisqueó el labio. Había tenido el mismo problema.
—Yo... —suspiró, deseando poder ser tan franca con él.
—Lo sé, cariño. A ti también te costó dormir. Pero esta noche me ocuparé yo mismo de solucionar el problema —dijo—. Que tengas un buen día. —Y con eso, colgó. Paula quedó temblando y sonriendo como una idiota.
Por suerte, el día pasó volando. Paula hizo lo imposible por resolver los últimos asuntos que le quedaban pendientes, y poder regresar a casa. Quería tener la cena encaminada para sorprenderlo esa noche. Se detuvo un instante y mito a su alrededor. De pronto, se quedó helada. Estaba dando por sentado que él vendría a su casa esa noche.
Su celular vibró y miró hacia abajo para leer el mensaje de texto.
—¡Sal ahora! —era todo lo que decía.
Se rio en voz alta al leerlo, pero fue directo a la computadora para apagarla y tomó su cartera. Estaba a punto de marcharse de la oficina cuando se le cruzó por la mente una idea picara. En lugar de dirigirse hacia el lobby, que conducía al hall de ascensores, se volvió en cambio y caminó hacia las escaleras. Pedro estaría seguramente dirigiéndose en ese momento a los ascensores. Era probable que anticipara tomarse el mismo ascensor para bajar juntos al estacionamiento.
Sonrió al despedirse de Mary, y luego desapareció en el hueco de la escalera. Se quitó los zapatos con tacón y descendió a toda velocidad las escaleras, apurándose todo lo que pudo. Sabía que no iba a ganarle al ascensor, pero sí quería ganarle a Pedro. Tenía un plan en mente. Pero no sabía si tendría el valor para animarse a llevarlo a cabo.
Cuando llegó abajo y corrió a su auto, se había quedado sin aliento. Al salir del estacionamiento, creyó ver a Pedro entre un grupo de personas que salían del ascensor, pero no estuvo segura. Manejó abriéndose paso por el tránsito que, por suerte, estaba más ligero a esa hora. Cuando llegó a su casa, subió corriendo las escaleras, se recogió el cabello sobre la cabeza y se metió debajo de la ducha.
Después de un rápido baño, se quedó de pie frente a la cómoda con el cajón de ropa interior abierto, ahora sin saber qué hacer. Si sus cálculos eran correctos, no le quedaba mucho tiempo. Así que tomó un corpiño de encaje negro y tanga que hacían juego, y se los puso rápidamente. Se aplicó un poco más de maquillaje, se calzó un par de tacones aguja negros (el par que él le había comprado a comienzos de esa semana), y se quedó parada delante del espejo, observando su aspecto.
Caminaba de un lado a otro de su habitación, retorciéndose las manos, nerviosa.
Cuando sonó el timbre, se quedó helada, y volvió a mirarse una vez más en el espejo.
El corazón le palpitaba tan fuerte en el pecho que casi podía sentirlo en el pulso.
Pero por más que hiciera un esfuerzo, no podía abrir la puerta vestida con ropa interior de encaje negro y tacones aguja.
Cuando el timbre sonó por segunda vez, se puso su bata encima y se la anudó con fuerza alrededor de la cintura.
"¡Podrías haberte comprado una bata de satén sexy!" se recriminó a sí misma mientras bajaba las escaleras de madera para abrir la puerta. "¡Y no esta bata de algodón llena de volados; pareces una horrible solterona con un millón de gatos!"
Abrió la puerta para encontrar a Pedro sobre el escalón de la entrada. Parecía enojado y confundido, e incluso sorprendido de verla. — ¿Te encuentras bien? — preguntó, sin moverse. Tenía las manos sobre las caderas y los anchos hombros parecían tensos.
Las manos de Paula se desplazaron para taparse. Tal vez estuviera usando una bata, pero sabía cuál había sido su intención y de pronto se sintió vulnerable. El parecía estar arrepintiéndose de sugerirle alguna vez que tuvieran un affaire.
¿Dónde había quedado el voraz amante del fin de semana? ¿Se habría hartado ya de ella? Tan rápido? Qué injusto que era. Otras mujeres conseguían al menos pasar varias semanas con él. Pero él parecía a punto de decirle que ya no quería salir más después de sólo un fin de semana. —Sí, estoy bien —dijo—. ¿Quieres pasar? El dudó un largo momento antes de decirle.
— ¿Quieres que pase?
Paula pensó que estallaría en lágrimas. De hecho, sintió que las lágrimas comenzaban a llenarle los ojos y parpadeó rápido para impedirlo.
Pedro vio la mirada y la humedad en sus ojos y se sintió terrible.
—Paula —protestó, al tiempo que entraba en su casa. Levantó las manos y la atrajo hacia su pecho. —Cariño, lo siento. No quiero ponerte presión para que hagas algo que no tienes ganas de hacer.
— ¿Qué? —jadeó ella, echándose hacia atrás para mirarlo—. ¿Algo que no tengo ganas de hacer? —repitió—. Eres tú quien parece estar cambiando de idea.
El descendió la mirada hacia ella, y sus manos de deslizaron desde su espalda para ahuecar su rostro. Con el pulgar frotó con suavidad su mentón.
—No te vi salir de la oficina. Creí que tal vez te habías quedado para tratar de evitarme. Y recién, cuando abriste la puerta, parecías irritada, casi enojada de verme.
Paula inhaló, temblorosa, y dejó caer la frente sobre su amplio pecho. Casi soltó una carcajada.
Pedro no comprendió lo que se le estaba cruzando por la cabeza, pero estaba cansado de intentar adivinarlo.
—Paula, si no quieres hacer esto, si ya no sientes nada por mí, sólo tienes que decírmelo y te dejaré tranquila.
Ella se rio con suavidad, pero le salió más como un espasmo. Dentro de ella lucharon el tremendo alivio de la angustia que había sentido y la dicha de que él la siguiera deseando.
—Sigo deseando que estés conmigo —dijo ella con la boca apoyada contra su camisa. Se echó atrás pero aún no podía mirarlo a los ojos. —Mucho —susurró.
— ¿Entonces por qué tenías una cara tan triste al abrir la puerta?
Un lado de su boca se torció y realizó una extraña especie de mueca.
—Porque estaba enojada conmigo misma. Él sacudió la cabeza. No terminaba de entender.
— ¿Cuál es el problema?
Ella suspiró y dio un paso atrás, ajustándose el cinturón de su bata. No podía mirar a Pedro. Temía la mirada divertida que vería en sus ojos.
—Tú tienes mujeres que se te tiran encima todo el tiempo. Esto es más difícil para mí —dijo finalmente. Cuando deslizó el nudo del lazo, sostuvo los dos bordes de la bata juntos con las manos.
—Paula, me da la impresión de que no entiendes quiénes son esas otras mujeres...
Estaba a punto de explicarle acerca de las mujeres en su vida, pero ella se deslizó la bata sobre los hombros, y dejó que la prenda cayera a sus pies. Pedro quedó mudo al percibir su delgado cuerpo envuelto en el encaje negro que apenas le cubría las partes íntimas.
No dijo una palabra. La miró fijo; sus pupilas brillaban con intensidad. Paula se quedó de pie. Su nerviosismo aumentó por su silencio hasta que ya no pudo resistir.
Tenía que saber lo que pensaba. Si se reía de ella, desestimaría sus burlas y se reiría con él.
Lentamente, con determinación absoluta, levantó la mirada para encontrarse con la suya.
Pero allí no vio risa. Sólo ardor... e intensidad... mientras seguía mirándola.
Carraspeó ligeramente.
—Te apuraste por volver a tu casa para cambiarte.
—Sí —susurró ella.
—No huiste sólo para volver a evitarme.
Paula estaba tan sorprendida por que se le hubiera ocurrido algo así que se acercó a él, aliviada cuando sus brazos se envolvieron automáticamente alrededor de su cuerpo.
—Qué hermosa eres, Paula... —gimió él un instante antes de que su boca cubriera la suya con un beso que exigió de ella una sumisión completa. Ella estaba más que dispuesta a entregarse, dichosa de que la siguiera deseando.
Cuando la levantó en sus brazos y subió con ella las escaleras, Paula envolvió los brazos alrededor de su cuello y apoyó la cabeza sobre su fuerte hombro; su cuerpo palpitaba excitado, anticipando sus caricias. Y no quedó defraudada. Pedro fue despiadado, besando cada parte de su cuerpo, provocándola y haciéndola gritar por la imperiosa necesidad de encontrar satisfacción. Cuando finalmente la penetró, ella suspiró feliz... hasta que comenzó a moverse dentro de ella. Se aferró a él con los dedos, deseando que el momento no acabara nunca. Cuando finalmente terminó, no
se sintió triste. Tan sólo eufórica de que siguiera allí, entre sus brazos. Se acurrucó contra él, sonriendo a la tenue luz que se filtraba por el corredor.
—Me gustó tu sorpresa —dijo él, y la envolvió con los brazos, apretándola contra el pecho.
Ella se rio.
—Tal vez en algunos años tenga la suficiente confianza como para abrir la puerta vestida así.
Él se rio a su vez.
—Aguardo ese momento con ansiedad.
A ella le pareció dulce que él siquiera pensara que seguiría deseándola en un par de años. Y cuando recordaba la expresión en sus ojos en el momento de dejar caer la bata, sentía que se le derretía el corazón. Le daba más confianza sexual saber que le gustaba tanto su cuerpo.
—Tengo hambre —dijo unos minutos después.
Él le levantó el cabello del hombro y le hociqueó el cuello.
—Puedo satisfacer tus apetencias.
Ella se rio, pero sacudió la cabeza.
—De comida —aclaró.
Se sentó en la cama y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría su bata.
—Está abajo en el vestíbulo —le dijo él, leyéndole la mente, y luego riéndose cuando ella se mordió el labio consternada—. Vas a tener que bajar desnuda a buscarla.
Ella lo miró por encima del hombro. Enarcó las cejas, aceptando el desafío. Se deslizó fuera de la cama, y Pedro se incorporó sobre los hombros para observarla, sonriendo ligeramente.
Ella se sentó sobre el borde de la cama, deliberando acerca de la forma de proceder.
—No me estás haciendo las cosas más fáciles si me miras.
— ¿Qué sentido tiene caminar por tu casa desnuda si no me dejas mirarte? — preguntó, acomodando una almohada detrás de la cabeza.
Ella no terminaba de decidirse, y se quedó mirando el suelo.
Deseó tener una manta sobre la cama para poder envolverse con ella. Y luego sonrió triunfal cuando advirtió su camisa blanca sobre el suelo.
—Ah, no, ni lo pienses —rugió Pedro. Demasiado tarde advirtió lo que tenía planeado. Pero se demoró demasiado y ella tenía le ventaja necesaria. Levantó rápidamente su camisa del suelo y deslizó los brazos dentro de las mangas antes que él pudiera detenerla. AI instante, bajó corriendo las escaleras, riéndose con tanta fuerza que casi se patinó sobre la bata cuando él corrió tras ella, y la tomó de la cintura para colocarla sobre el hombro. Ella soltó un aullido cuando él le palmeó las nalgas y subió trotando las escaleras con ella.
—Hiciste trampa —le dijo, y la arrojó en el medio de la cama. Vas a tener que pagar un precio por ello.
— ¿Cuál es el precio? —jadeó, riendo encantada. Pero no tuvo que esperar mucho.
El la besó, y su cuerpo la enloqueció.
CAPITULO 18 (CUARTA HISTORIA)
La sorpresa más grande sucedió dos horas después, cuando estacionaron en una entrada de grava en medio del bosque.
Esa casa sobre el lago no se parecía en nada a lo que había imaginado. Si bien su penthouse en la ciudad era espectacular, tenía los últimos artefactos y un diseño de revista, esta casa sobre el lago era lo opuesto.
No era ni enorme ni elegante. Era una pequeña cabaña, como le había dicho. Y realmente era una cabaña. Estaba construida de troncos y piedras ásperas, y situada casi sobre el agua. En ese lugar, el lago no era demasiado profundo, pero se abría hacia la derecha, amplio y hermoso. Había pinos detrás de la casa y un porche perfecto con dos cómodos sillones que miraban al lago.
No se dio cuenta, pero Pedro estaba parado detrás de ella mientras la observaba. Cuando se quedó allí sin moverse, mirando y sin decir una palabra, no pudo contener el suspenso un instante más.
— ¿Qué te parece? —preguntó.
Paula ni siquiera dio vuelta la cabeza.
—Es el lugar ideal —susurró, sin querer levantar la voz por temor a romper la solemnidad del entorno—. ¿Cómo conseguiste un lugar tan perfecto? —preguntó.
Él se acercó a ella, envolviendo los brazos alrededor de su cintura.
—Fui comprando varios lotes de un lado y de otro del lago a partir de esta propiedad.
Ella puso los ojos en blanco, sacudiendo la cabeza ante la magnitud de su fortuna.
—Sólo tú puedes hacerlo —se rio.
Él la apretó ligeramente, y luego le besó el cuello antes de soltarla.
—Ven a ver adentro.
Lo siguió, sintiéndose protegida y cobijada cuando le tomó la mano en la suya enorme. Era como si fuera la primera vez que salieran juntos, aunque no tuviera sentido porque se conocían hacía ya varios años. Bueno, y el hecho de que hubieran hecho el amor... este... tenido sexo... tantas veces.
La condujo por un sendero de tierra hacia la pequeña cabaña. Había una puerta doble y una enorme ventana que daba al lago, pero por dentro sólo tenía una cocina rústica, que funcionaba con energía generada por paneles solares en el techo. No había nada prendido, así que Pedro tuvo que encender la heladera y una pequeña cocina para que al menos estuvieran listos cuando las usaran. Había una pequeña sala con sillones mullidos de madera rústica, alrededor de una enorme chimenea de piedra, pero no mucho más, salvo equipos de pesca y de nieve dispuestos contra la pared. Aparte, había un dormitorio también de madera rústica, con una cama con varias frazadas, además de una cómoda y un placar en un rincón.
—Sólo hay un dormitorio —dijo ella retrocediendo.
Pedro bajó la vista para mirarla, y la confusión se dibujó en su rostro.
— ¿Acaso no es la idea? —preguntó, desafiándola.
— ¿Dónde voy a dormir? —preguntó.
Pedro se quedó helado. La miró, buscando comprender si había malinterpretado por completo lo que iba a suceder ese fin de semana. Cuando vio el brillo provocador en la mirada de ella, gruñó:
—¡Es que no vas a dormir! —le dijo con voz profunda y ronca, ignorando su grito cuando se inclinó hacia ella y la arrojó sobre su hombro.
Paula se reía con tanta fuerza que apenas pudo respirar, pero luego se halló de espaldas, mirando hacia arriba, y toda la risa se disipó cuando aquella lujuria delirante afloró una vez más. La hora de la conversación se había acabado. No hubo bromas ni risa. El único sonido fueron los jadeos de placer, en tanto se arrancaban la ropa y la arrojaban lejos de sí, se descubrían la piel, y el cuerpo duro de Pedro se fundía en los suaves contornos de ella.
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