domingo, 14 de mayo de 2017
CAPITULO 9 (TERCERA HISTORIA)
Una hora después y tras una ducha vigorizante, se hallaban sentados frente a la mesa de la cocina, comiendo la comida china recalentada directamente de las cajas, charlando animadamente. Paula apartó el pollo y el brócoli a un lado, arrugando la nariz cuando él pinchó un ramo de brócoli y se lo ofreció. Se rio y le atrapó el pie con los dos suyos al tiempo que ella intentaba apartar la silla de la mesa.
—Así que no te gusta el brócoli —dijo, y se metió el ramillete en la boca, guiñándole el ojo en su dirección—. Y jamás habías tenido sexo antes de hoy. Sigues sintiendo vergüenza de andar desnuda delante de mí —la provocó e intentó mirar dentro del escote suelto de la bata que se había envuelto tras la ducha—, y no tienes perro. ¡Qué otra cosa desconozco sobre ti? —preguntó.
Paula pensó en sus padres, pero los apartó de su mente. Pedro no querría saber su historia completa.
—Odio los supermercados, odio cocinar, y le tengo miedo a las arañas. ¿Qué más quieres saber?
El tiró de ella para que se sentara sobre su falda y envolvió los brazos a su alrededor, mientras seguía picoteando, y ella descansaba la espalda contra su pecho, también llevando trozos de comida a la boca, salvo cuando él le robaba cada tanto un pedazo. Y todo el tiempo hablaron sobre ambos,
enterándose de todo aquello que debió hablarse antes de tener sexo. Era dulce y maravilloso, incluso si Paula se preocupaba cada tanto de que su padre estuviera afuera observándola.
Y cuando terminaron de comer la comida china, él la levantó en los brazos y la volvió a llevar al dormitorio para hacerle el amor durante toda la noche.
Mucho tiempo después, cuando estaban acurrucados debajo de la colcha floreada y sus cuerpos apenas podían moverse, lo oyó decir:
—Ven conmigo a París.
Ella había estado medio dormida, pero se despertó cuando sintió que él se despabilaba, aunque seguía con ganas de abrazarse a su almohada y tenerlo acurrucado detrás. Abrió un ojo e intentó determinar si hablaba en serio. La mirada en aquellos ojos azules le indicó que hablaba con total seriedad, y entonces giró, ahora completamente despierta:
—No puedo ir a París contigo —respondió. Estaba sorprendida, pero se sentía eufórica de que la hubiera invitado.
Pedro cambió de posición para tenerla abajo.
—Por supuesto que puedes. Sólo llama a tu jefe y dile que necesitas tomarte unos días por cuestiones personales —dijo, y le besó el hombro y luego el brazo. Cuando le tomó el dedo en la boca y comenzó a succionar, una marea de excitación le atravesó el cuerpo, y jadeó.
—París, no —intentó decir, moviendo el cuerpo debajo del suyo para obtener lo que deseaba, tenerlo dentro de ella, moviéndose con esa magia que daba por tierra con su voluntad y la hacía sentir como si estuviera flotando entre las estrellas.
—¿Por qué no? —preguntó, deslizándose dentro de su calor y observando su rostro. Su cuerpo se endureció cuando su boca se abrió y sus ojos se cerraron, y su rostro hermoso y sin maquillaje fue la expresión del placer más absoluto. Las ondas rubias de su cabello se extendían sobre la almohada, y su cuerpo espectacularmente desnudo se movía por instinto contra el suyo. Pedro podía decir con total sinceridad que jamás había tenido una experiencia sexual más increíble con ninguna otra mujer. Y no quería parar, a pesar del hecho de que tuviera una reunión importante en París al día siguiente—. Sólo son tres días, y podemos estar juntos.
—Parece perfecto —replicó, apretándole los hombros con las manos—, pero si te concentraras en el aquí y el ahora... —dijo, y levantó las caderas, rogando en silencio que se moviera más rápido, la embistiera más profundo.
Después de horas de hacerle el amor a esta mujer, sabía exactamente lo que deseaba, pero no se lo dio. Se lo negó aunque su propio cuerpo clamaba para que cediera y se entregara al gozo increíble de sentirla. Él quería que esto durara. Si fuera posible, para siempre.
—Entonces, ven conmigo a París.
Paula estaba a punto de gritar. Sólo necesitaba que él...
—París es demasiado lejos.
—Puedo hacer que estés allí en seis horas —dijo, moviéndose como a ella le gustaba.
—¡No puedo! —gimió, y moviéndose a su vez, sabiendo que a él le gustaba que... sí, así, sonrió cuando él mismo soltó un gemido.
—Sí, puedes —le respondió con un susurro.
A modo de respuesta, ella acarició la espalda con la mano, trazando un camino con los dedos sobre su piel, y casi se rio en voz alta cuando ganó la discusión y él les terminó dando a ambos lo que desesperadamente necesitaban.
CAPITULO 8 (TERCERA HISTORIA)
Puso en marcha el auto, al tiempo que pensaba en ignorar su orden. Pedro le agradaba. Era diferente de los otros hombres con los que había salido a lo largo de los años. Era amable y sensible sin ser un blandengue, pero a la vez tenía una inteligencia descomunal. Y la hacía reír con algunas de sus observaciones. Mejor aún: ¡se reía con ella! La mayoría de los hombres no entendía su sentido del humor. Ella sabía que tenía un modo de pensar poco convencional. Pero Pedro sí. La noche anterior se había reído cuando le contó historias sobre distintas situaciones, y todo le había gustado de él.
Incluso aquella atracción alarmante, casi enloquecedora que sentía por el tipo.
Cielos, ¡y cuando la tocaba! ¡Jamás había experimentado una cosa así!
Sintió un escalofrío de sólo recordarlo y había soñado con él aquella noche ¡haciendo cosas atrevidas y osadamente eróticas.
Por desgracia, mientras conducía por las calles de Chicago, que rápidamente se llenaban con otros conductores que también entraban a la ciudad a trabajar, supo que su padre tenía razón. Además, ¿por qué perder tiempo disfrutando de su compañía para descubrir, al final, que en el fondo era un idiota? Sólo estaría poniendo a sus padres en peligro. Los hombres siempre se mostraban bajo una luz favorable cuando comenzaba una relación, pero una vez que se agotaba la novedad, afloraba el verdadero ser humano. No podía arriesgar un posible encarcelamiento de sus padres sólo porque un hombre le pareciera gracioso y sexy.
Aquel pensamiento hizo que le surgiera de inmediato otro en la cabeza, y apretó el botón de control de voz situado en el volante, para volver a llamar a su padre. Cuando atendió, le preguntó:
—Papá, si estás nervioso de que te agarren, ¿significa que hay evidencias en tu contra? —preguntó, de pronto, preocupada.
—Por supuesto que no —masculló. Le había herido el orgullo que sentía por su trabajo. —Ya nos conoces bien a tu madre y a mí. —El hombre se consideraba un profesional, y Paula tuvo que admitir que jamás había aparecido evidencias que la policía de algún país pudiera usar para conectarlo con un robo.
Así que su comentario pareció fuera de lugar:
—Entonces, ¿por qué te preocupa tanto que haya conocido a un abogado? —preguntó, aún no convencida del todo.
Hubo una pausa del otro lado de la línea antes de que su padre respondiera:
—Tú misma sabes que este tipo es más que un conocido, Paula. Estás insultando mi inteligencia.
Ella sacudió la cabeza e intentó volver a la conversación del tema inicial:
—¿Y por qué le tienes tanto miedo?
—Porque no conozco todo lo que la Interpol sabe de mí o de tu madre, mi querida —dijo. Su paciencia se estaba agotando. —Tal vez tengan nuestros rostros, aunque lo dudo. O tal vez sepan que estemos conectados. Sabes cómo funciona, Paula. Hemos sido extremadamente exitosos en nuestras carreras —dijo, y aquel orgullo inoportuno se coló otra vez en su voz—. Y dudo de que tu madre o yo hayamos cometido algún error, pero no somos perfectos.
A pesar de la seriedad del tema, tuvo que reírse.
—Está bien, papá. —Apretó el botón sobre el volante para desconectar la llamada, y se abrió paso entre el tránsito.
Pero en lugar de ir directamente a la oficina, lo cual la haría cruzarse con Pedro a la hora en que normalmente entraba en la oficina cada mañana, estacionó delante de un café.
Como no podía obtener su cuota de adrenalina habitual con los ojos azul hielo de Pedro, se daría el gusto de tomar una taza de café especial.
Diez minutos después, al salir de la confitería, supo que el café no tenía para nada el mismo impacto sobre sus sentidos que saber que Pedro Alfonso la estaba observando entrar en el edificio. Metió el café recién adquirido y demasiado costoso en el soporte para tazas del auto, y serpenteó entre el tránsito hacia la oficina, desanimada e irritada, y sintiendo que asomaba el eterno deseo de tener una vida normal.
No podía creer lo deprimida que se sentía ante la perspectiva de no verlo más. Pero se dijo una y otra vez que se estaba comportando de manera ridícula.
Había estado una noche en su compañía. ¡No era como si se hubiera enamorado de él!
Durante toda su infancia, lo único que había deseado era ser normal, tener amigas que sabía que podría ver todos los días en el colegio. Pero por la profesión de sus padres, había años en que ni siquiera había estado inscripta en una escuela oficial. Por suerte, sus padres le exigían más que cualquier profesor. Además de todas las habilidades que había adquirido a lo largo de los años, también le enseñaron matemáticas, lectura y escritura. La parte científica le resultaba natural por todas las aptitudes que había aprendido junto a ellos. Sabía de química porque había aprendido a realizar fórmulas que le facilitaban entrar y asaltar edificios; tenía un profundo conocimiento de informática, porque le habían enseñado a hackear cualquier red de computación o sistema de seguridad.
Suspiró y condujo el auto al estacionamiento, enojada con sus padres por someterla a una crianza tan delirante. Sí, había visto el mundo, pero odió cada instante de esa etapa.
Cuando finalmente se fue a la universidad y se hizo
amiga de sus compañeros de estudio, creyó tocar el cielo con las manos. Fue su primer contacto con una vida normal. Fue la primera vez que se vio libre de la preocupación constante de que apresaran a sus padres. Fue maravilloso.
Y ahora la ocupación elegida de sus progenitores estaba interfiriendo una vez más en su vida. Pero esta vez le resultaba más difícil que todas las demás.
Trabajó mecánicamente, pero lo hizo a desgano. Tal vez no le gustara su trabajo, pero al menos antes se podía enorgullecer de ingresar los datos excepcionalmente bien.
Hoy, y durante los tres días que siguieron, cuando no se
permitió ver a Pedro, pensó que realmente odiaba su trabajo.
Entonces, pensó: detenerse ilusionada en la ventana, con el único deseo de poder ver al hombre alto y musculoso que pasaba a grandes pasos por la puerta de entrada y se dirigía al estacionamiento, no podía ser un delito según el código de su padre, ¿no?
Si bien abandonar a sus amigos había sido una experiencia terrible, por algún motivo que no entendía bien, no ver a Pedro cada mañana parecía infinitamente peor.
Para el viernes por la mañana, se sentía agotada y deprimida; estaba enojada con su padre y le guardaba rencor por... todo. Entró en su casa diminuta, pero maravillosamente suya, arrojó la cartera a un lado y subió directamente las escaleras hasta llegar a su dormitorio, donde cayó de espaldas sobre la cama, y contempló el cielo raso.
Ni siquiera miró el enorme frasco de vidrio que se encontraba lleno hasta el tope de bolígrafos. No quería caer en la tentación de ir a satisfacer la adicción que tenía a primeras horas del día de ver humillado a su jefe.
De cualquier manera, no ayudaría en nada.
En esta oportunidad, una descarga de adrenalina no contribuiría a superar el desánimo que sentía.
Suspiró, e hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.
¿Realmente quería poner en peligro la seguridad de sus padres por un amorío pasajero? De hecho, dudó al pensar en la respuesta, pero se dio cuenta de lo que estaba pensando y sacudió la cabeza. ¡Por supuesto que no!
Sus padres podían ser delincuentes profesionales, que tuvieron simplemente la suerte y la inteligencia de evitar ser atrapados, pero, salvo por trasladarse por todo el mundo, habían sido padres excelentes. Eran atentos y cariñosos, y le habían ofrecido experiencias que ningún otro niño podía siquiera imaginar. ;Y qué si hubiera tenido que ir a veinte países diferentes y en su pasaporte oficial sólo constaran dos? Sabía los idiomas y guardaba en su memoria los recuerdos de todas esas aventuras. Y si se le revolvía el estómago al pensar en lo que hacían o por el temor de que uno de ellos fuera apresado, se trataba de un precio menor. Si ella salía con alguien tan bien conectado y poderoso como Pedro Alfonso, la vida de sus padres correría peligro.
De todos modos, no hubiera funcionado. Si bien sentía que sus conexiones nerviosas se encendían por el solo hecho de que Pedro la tocara, tenía que repetirse que era inalcanzable para ella. Y además, ¿qué esperanza había de que en el largo plazo siguiera interesado en ella? ¡Era solamente una contadora!
Se levantó y se sacó el trajecito de corte profesional, para ponerse unos jeans cómodos y gastados. Una de las piernas tenía el ruedo deshilachado y faltaba uno de los bolsillos traseros, pero eran sus jeans favoritos, suavizados tras años de lavados. Se puso una camiseta y se recogió el pelo en una colita para despejarse la nuca. Ya se sentía mejor.
Luego de guardar la ropa de oficina, caminó descalza abajo para prepararse algo para la cena.
Por desgracia, no había nada en los armarios que la tentara demasiado.
Sus opciones eran limitadas. Como detestaba ir de compras, no quedabandemasiados víveres. Hacía como dos semanas que no iba al supermercado, y sólo encontró una lata de sopa de tomate y una cena congelada, ninguno de los cuales le resultó particularmente apetecible.
Debió salir a un happy hour con sus amigas. Pero lamentablemente se daba cuenta de que no tenía mucho tema de conversación con Josefina, Alicia y Debbie. Eran mujeres extraordinarias, pero sus vidas giraban en tomo de los niños y sus esposos o ex esposos. Era difícil identificarse con ellas: Paula era soltera y no tenía chicos.
Levantó la lata de sopa con un gesto de desagrado. Si hubiera salido con ellas, podría haberse relajado un poco o tal vez incluso haber comido algo más sabroso que... Abrió el freezer y examinó las pilas de cenas congeladas... pollo y brócoli. ¡Puaj! ¿Por qué diablos había comprado esto?
¡Odiaba el brócoli!
Luego suspiró. ¡Papá! Había entrado a escondidas en su casa y le había llenado el freezer con comidas más saludables.
Se le ocurrió algo más. Cerró el freezer y tomó coraje para abrir la heladera, y... ¡efectivamente! Estaba llena de frutas y verduras. Sabía que no habían estado allí hace dos días, porque ayer se había comido un yogur en el desayuno. Pero no podía determinar si había llenado la heladera ayer u hoy porque se había salteado el desayuno esa mañana y había comprado para el almuerzo un yogur en la cafetería del edificio.
Cuando sonó el timbre, esperó realmente que fueran sus padres. Se moría de ganas de verlos, incluso de llorar sobre su hombro. Su madre sería mejor, pensó. Al menos, entendería la situación por la que estaba pasando. Su padre le daría una simple palmada en el hombro y le diría que Pedro no era el tipo para ella. Que debía sobreponerse y encontrar un hombre agradable, confiable y que no tuviera nada que ver con el mundo de las leyes, para enamorarse y darle nietos.
Tras devolver la bandeja de cena congelada al freezer, salió
prácticamente corriendo a la puerta de entrada.
Justo cuando se disponía a abriría, advirtió de golpe que no se había fijado por la mirilla para ver quién era. En ese preciso instante, se le ocurrió que sus padres no tocarían el timbre. Ni siquiera golpearían a la puerta. De hecho, si hubieran sido ellos, estarían sentados en su sala de estar, leyendo el diario o un libro.
Para cuando todos esos pensamientos se le cruzaron veloces por la cabeza, la puerta ya estaba abierta y se encontraba enfrentada a la figura apuesta, gigante y corpulenta de Pedro Alfonso.
—Me has estado evitando —dijo dando un paso para entrar en el minúsculo recibidor—. Y no me llamaste. —Se acercó a ella, sacándole la mano del pomo de la puerta y cerrándola de un portazo detrás de él—. Así que dejé de esperar —dijo y la tomó en sus brazos.
Paula se quedó paralizada tal vez uno o dos segundos antes que el calor de sus brazos y el movimiento pausado e imperativo de sus labios la hicieran volver bruscamente a la realidad. Se hizo un ovillo en sus brazos, y le devolvió el beso con todo el ardor que se había negado evitando verlo cada mañana de esa semana. Envolvió los brazos alrededor de su cuello y aplastó el cuerpo contra el suyo, sintiendo todas aquellas durezas tan diferentes de su propio cuerpo, que le provocaron formidables descargas de energía en todo su ser.
Al profundizar el beso, a ella se le escapó un gemido, pero no podía impedir que sus brazos se extendieran hacia arriba y le envolvieran el cuello.
Entonces, cambió la pierna de posición para que su... ¿era eso...? Sí..., apretó el vientre aún más cerca, advirtiendo su erección, y todo el cuerpo se fundió en el suyo. Percibió que tenía la pared justo atrás y aprovechó, usándola para presionar aún más contra él, irguiéndose sobre las puntas de los pies para sentirlo en más lugares del cuerpo. Cuando la mano de él se coló debajo de su camiseta, casi soltó un grito por la excitación, que no podía controlar. Y que no quería controlar.
Jamás había sentido algo así, y no quería que terminara.
¡Era diez veces mejor que burlar un sistema de seguridad! ¡Ninguna descarga de adrenalina podía hacerle sentir tanta... euforia!
Paula sintió que le levantaban el cuerpo, aplastándole la espalda aún más contra la pared. Instintivamente, alzó las piernas y las envolvió alrededor de la cintura de él, mientras el cuerpo de Pedro se presionaba contra el suyo.
Sintió sus manos debajo de su camiseta y soltó un grito ahogado ante el contacto. Abrió los ojos aún más y sus miradas se encontraron. Lentamente, muy lentamente, la mano de él se movió sobre su piel desnuda. Paula no fue consciente de que la boca se le abría o de que los ojos se le cerraban mientras las caderas se desplazaban junto con su mano.
Lo oyó gruñir por algún motivo, pero lo único que le importaron fueron sus manos sobre la piel, y quiso más.
¡Tuvo necesidad de más!
—Por favor, no pares —le suplicó cuando sus manos se apartaron de su piel.
—No tengo la intención de hacerlo —dijo a su vez con la voz
profundamente ronca, levantándola aún más en sus brazos.
Paula no tenía idea de lo que estaba sucediendo, sólo que le había movido las caderas de modo que ya no sentía aquella presión deliciosa, y se retorció en sus brazos, intentando recuperar aquella sensación, para calmar el deseo que iba in crescendo.
—Pedro, no estarás...
—Aguarda —le dijo, y su voz se oyó apenas como un gruñido.
Suspiró de felicidad cuando sintió la suavidad a sus espaldas, pero no pudo sacarle las manos de encima como para advertir que se trataba de su cama. No le importó que la hubiera traído a su dormitorio, sin saber siquiera cómo había logrado algo de manera tan fácil. Sólo le importaba volver a sentir sus fuertes dedos contra la piel. Tomó su mano y la colocó contra su estómago, y luego deslizó las propias manos hacia los botones de su camisa, casi arrancándoselos en su intento desesperado por abrirla y descubrir lo que se ocultaba debajo de la lujosa prenda.
Quedó impresionada. Sus dedos exploraron su piel ardiente, sintiendo que los músculos se contraían allí donde tocaba. Estaba tan fascinada que levantó la cabeza y asomó la lengua para probar esa piel asombrosa y los fascinantes músculos que se flexionaban y contraían bajo sus dedos.
Paula apenas percibió que Pedro le quitaba la camiseta por encima de la cabeza y la arrojaba lejos. No quería pensar más. Había sido una semana de preocupación y postergación, pero ya no podía negarse nada. Había deseado a este hombre tres noches atrás. Se lo había negado a sí misma entonces y cada mañana después de eso. ¡Ya no!
Se arqueó contra él, y soltó un gemido cuando le quitó el blanco corpiño de encaje por el hombro para poder besarle la cúspide del pecho. Ella levantó la pierna, apretándola contra su muslo, y sus caderas lo espolearon, buscando aquella presión especial que había descubierto la última vez que había estado allí. Lo quería, ¡lo necesitaba! ¡Por favor! —le rogó cuando apartó la boca de su pecho, pero soltó un suspiro de felicidad cuando le quitó el bretel del otro lado, tomando el pezón en su boca y succionándolo. Y luego ya no fue un gemido. Lanzó un grito con las nuevas sensaciones que la sacudían. Apretó las caderas contra él aún más; todavía intentaba encontrar aquel lugar especial en su cuerpo, donde se sentía tan a gusto.
La boca de él se desplazó más bajo, y ella sintió sus dedos expertos abriéndole el botón de sus jeans. Un instante después, sus pantalones habían desaparecido junto con la ropa interior de encaje blanco. Estaba completamente desnuda debajo de él, pero necesitaba también tocarlo. Se hallaba demasiado abajo para poder hacerlo. Cuando su boca le besó el estómago, se contorsionó, sonriendo al sentir las cosquillas.
Luego, la boca de Pedro encontró aquel lugar especial, y estuvo a punto de soltar otro grito. Pero él le inmovilizó las caderas con un brazo, impidiendo cualquier evasiva. Ella no tenía intención de alejarse, pero le resultaba imposible manejar esa intensidad de placer. Era tan poderoso... Y luego él comenzó a succionar, y deslizó un dedo dentro de ella. Entonces, sencillamente ya no pudo contenerse. El deseo que había ido incrementándose a grados imposibles de soportar detonó. Su cuerpo entero estalló. Cerró los ojos mientras gritaba, y el clímax sacudió todo su ser con oleadas de intenso placer.
Y cuando acabó, se quedó acostada en la cama, jadeando con los ojos cerrados, sin saber siquiera cómo volver a abrirlos y encontrarse con su mirada después de una experiencia así.
Pedro se puso de pie y se arrancó la ropa. Cuando estuvo finalmente desnudo, miró hacia abajo, a la mujer sobre la cama, rodeada por sábanas y almohadas floreadas, y aún embriagada por la intensidad de su clímax.
Maldición, jamás había estado tan impaciente. Se sentía como un adolescente otra vez, pero no podía negar que Paula era la mujer más sensual que hubiera visto jamás.
Saborear su orgasmo lo había llevado a casi perder el control. Lo único que lo retuvo fue el increíble placer de verla desarmarse cuando la tocaba.
Sacó el condón de la billetera y se lo puso, sin dejar de observar mientras ella se deslizaba contra las sábanas tras haber alcanzado su clímax.
Se inclinó hacia abajo, y le hociqueó el cuello, encontrando el punto mágico que había descubierto sólo unos momentos atrás. Efectivamente, ella jadeó y reaccionó al instante. Llevó los brazos a sus hombros, esta vez más lento, pero cuando los dedos de él se deslizaron dentro de ella, supo que estaba nuevamente con él.
—Sostente de mí, Paula —dijo y le levantó los brazos para que rodearan su cuello—. Mírame —dijo y le abrió las piernas aún más para poder acomodar sus caderas. Con un ligero movimiento, se deslizó dentro de ella apenas un centímetro. Cuando los ojos de ella se abrieron de par en par, él la penetró aún más. Centímetro a centímetro, se hundió en su calor, y luego volvió a salir, observando su rostro para detectar signos de que lo que hacía le estaría gustando o esperaba más. Comenzó a sentir el sudor en la espalda y la frente mientras luchaba con todas sus fuerzas por dominarse. Quería que la primera vez con ella fuera increíble, pero estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por hacerlo de modo lento, para estar seguro de que ella lo estaría disfrutando tanto como él.
Pero a medida que el estrecho calor de ella lo sujetó, presionó aún más adentro.
Cuando la vio contraer las facciones y cerrar los ojos por un instante, se detuvo y la miró:
—¿Paula? —preguntó—. ¿Estás bien?
Ella meneó las caderas ligeramente, tratando de acostumbrarse a su tamaño. Se mordió el labio y volvió a moverse, sin advertir la mirada de preocupación en su rostro hasta que volvió a abrir sus propios ojos y lo miró.
Cuando vio lo que le pasaba, acercó la mano a su mejilla.
—¿Qué sucede? —susurró, preocupada por que hubiera cometido un error—. ¿Te lastimé?
—Maldición, ¡no! —se lamentó—. Pero creo que te acabo de lastimar yo a ti —dijo. Intentó no moverse, sospechando que era su primera vez; no quería lastimarla más de lo necesario.
Se maldijo por moverse tan rápido. Debió ser más paciente.
Debió conocerla mejor. Si hubiera procedido más lento, si
hubieran conversado sobre lo que tenía intención de hacer aquella noche, entonces habría sabido que era virgen. O que lo había sido.
—Lo siento, Paula —farfulló, reprendiéndose por ser tan torpe—. No sabía...
Ella volvió a mover las caderas. El dolor había desaparecido y la necesidad de moverse y de sentirlo adentro era más fuerte de lo que pudo haber imaginado.
—Estoy bien —dijo, y luego soltó un grito sofocado cuando él se movió apenas.
Ella sacudió las caderas y posó las manos sobre su pecho. La necesidad de moverse era cada vez más urgente.
—Pedro, por favor no te detengas —jadeó, y volvió a cerrar los ojos cuando él avanzó, cambiando el peso del cuerpo y moviéndose dentro de ella. Un placer delicioso, asombroso e incontenible le atravesó todo el cuerpo. Cerró los ojos, arqueándose contra él para volver a sentirlo.
Fue todo lo que necesitó Pedro. Se retiró ligeramente de su calor y volvió a embestirla una vez más. Una y otra vez, más y más rápido, la observó trepar la cima del placer junto a él, y lo excitó tanto verla así, saber que era el único hombre en haberlo logrado. Cuando ella soltó un grito con su segundo orgasmo, su estrechez lo arrastró a él mismo a alcanzar el suyo. Hubiera querido observarla, pero el modo en que se sacudía debajo de él lo impulsó también a su propio clímax.
Paula sintió como si le llovieran encima oleadas de un placer tan intenso que destellos de luz, manchas y estrellas le poblaron la retina. Cuando todo terminó, se dejó caer atrás contra el acolchado, sintiéndose etérea. Lo sintió moverse, pero no supo darse cuenta de por qué o qué estaría haciendo.
Regresó del baño y se acurrucó contra la espalda de ella, acercándola a él mientras le besaba el hombro y el cuello.
Ella suspiro feliz mientras los dedos de Pedro le rozaban la cadera.
Sintió un cosquilleo en la cintura. Se rio cuando los dedos comenzaron a subir, y se los tomó, al tiempo que le echaba un vistazo encima del hombro. Estaba erguido sobre el codo, mirándola, y ella se sonrojó al advertir la mirada en sus ojos.
—¿Crees que eso me va a detener? —preguntó, y su mano se deslizó hacia su estómago para apretarla aún más contra su pecho. Las nalgas de ella quedaron emplazadas contra su miembro.
—No —sonrió ella y meneó las nalgas.
Sintió un fuerte escozor cuando la mano de él le palmeó la nalga con ligereza. No fue lo suficientemente fuerte como para que le doliera, pero la sorprendió y lo observó por encima del hombro para interrogarlo con la mirada.
—Estás tratando de tentarme para que lo vuelva a hacer todo de nuevo, pero necesito que me des de comer si me quieres volver a seducir.
Ella se rio alegremente, pero sentía un hormigueo en el cuerpo tras la palmada y la mirada en sus ojos.
—Creo que hay que determinar quién sedujo a quién esta noche —dijo, sintiendo frío cuando él se levantó de la cama. Tiró del suave cobertor para ocultar su desnudez, pero observó en todo su esplendor el cuerpo musculoso de Pedro que se dirigía a su baño.
—Tengo unas cenas congeladas en el freezer si tienes hambre —dijo, acomodando las almohadas bajo la cabeza para poder sentarse y gozar mejor de la vista.
Él regresó al dormitorio, divertido por su modestia.
—En realidad, traje comida china.
Ella se sorprendió, y de inmediato se le hizo agua la boca.
—¿En serio? —preguntó—. ¿Dónde está?
Pedro se puso las manos en las caderas y sacudió la cabeza aparentemente tan confundido como ella.
—Supongo que sigue en el vestíbulo. Creo que la solté cuando me atacaste al entrar en tu casa hace unas horas.
—¿Cuando te ataqué? —dijo, soltando un grito ahogado y cubriéndose los pechos con la frazada, pero la avidez había vuelto a resurgir. Luego se inclinó sobre las almohadas otra vez, y una chispa le brilló en los ojos. —Espero que mi perro no se la haya comido —bromeó.
Pedro se quedó paralizado y la miró, sorprendido.
—Tienes un perro? —Se dirigió de inmediato hacia la puerta y las escaleras, pero miró hacia atrás y, cuando vio la mirada traviesa en sus ojos, se detuvo.
Paula no pudo dejar de soltar una carcajada al ver su expresión sorprendida y confundida.
—No, pero te lo creíste por un momento, ¿no?
Pedro no iba a tolerar algo así. Tal vez se rio, pero también entró como una tromba en el dormitorio y le arrancó la frazada del cuerpo.
—Pagarás por eso —dijo un instante antes de que le tomara el tobillo con la mano, mientras ella intentaba alejarse de él a las carcajadas. Pero no tenía chance, y un momento después, estaba de nuevo entre sus brazos, y la boca de él cubría la suya y aquel oleaje de deseo que se iba haciendo familiar aunque seguía siendo perturbador la invadió, saturándole los sentidos. Levantó los brazos, y los envolvió alrededor de su cuello, al tiempo que se entregaba a la tormenta.
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