viernes, 5 de mayo de 2017

CAPITULO 3 (SEGUNDA HISTORIA)







El hombre le estaba sonriendo, sin advertir siquiera a su amiga rubia, que estaba al lado de ella. Por supuesto, Paula no tenía ni idea de si Deborah seguía allí o había continuado su camino. De lo único que tuvo conciencia fue de aquel hombre, de sí misma y de su corazón galopante.


—Me encantaría que se me ocurriera alguna frase ingeniosa para llamar tu atención, pero tengo que reconocer que me has dejado mudo —dijo con una voz profunda que parecía chocolate derretido.


Paula intento sonreír. Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento. Pero le era imposible pensar con ese tipo parado tan cerca, emanando ese calor corporal y una increíble fragancia masculina.


—Creo que estoy en la misma situación —respondió, nerviosa.


Él descendió la mirada a las manos de ella y sonrió:
—Vi que estabas tomando cerveza. Te conseguí otra —dijo, refiriéndose a la segunda cerveza que aún tenía en la mano—. Sé que fue un tanto atrevido de mi parte, pero...


Paula se enderezó rápido: no quería que él creyera que estaba rechazando la oferta.


—No, qué amable... —replicó, tomando la cerveza. Pero sin querer le tocó la mano con la suya y sintió una especie de... ¿corriente eléctrica? Se apartó de inmediato, sin entender lo que sucedía. Desafortunadamente, en ese mismo momento él soltó la cerveza. El resultado fue que ambos volvieron a tomar el vaso con torpeza, la bebida se derramó y le cayó a ella en la mano.


— ¡Cuánto lo siento! —soltó con un grito ahogado, horrorizada ante sus toscos modales.


—Es mi culpa —replicó él con su voz profunda y sensual.


—No, en serio, fui yo la torpe —dijo a su vez, mirándolo a sus profundos ojos azules una vez más. Seguía paralizada, ni siquiera podía tomar una bocanada de aire.


Se miraron a los ojos, y fue como si el ruido del bar se desvaneciera otra vez, y quedara sólo el ruido de su corazón galopante. Parada delante de ese hombre de porte colosal, que tenía un vaso de cerveza en la mano, el tiempo se detuvo.


—Soy Pedro Alfonso —dijo con voz suave, y el profundo barítono se deslizó sobre su piel como un bálsamo.


—Yo soy Paula Chaves—replicó. Cuando tomó su mano en la enorme y fuerte de él, ella rogó con toda el alma que las rodillas no le comenzaran a temblar ni se pusiera a vomitar, porque de pronto sentía como si algo le hubiera explotado dentro del estómago.


No tenía ni idea de cuánto tiempo se quedaron parados así. 


Pudo ser un instante o tal vez media hora. A esas alturas, sinceramente podría haberse quedado mirando esos ojos azules como el hielo durante el resto de su vida.


— ¿Qué haces aquí? —preguntó él, tomando una servilleta del bar y limpiándole la mano.


A ella le llamó la atención la fuerza de sus manos. Sus mangas de jean estaban apenas enrolladas y alcanzó a ver los músculos de su antebrazo. Sonrió, pensando que el hombre era más que un tipo lindo. Advirtió por el modo controlado con que se movía que debajo de la camisa tenía músculos que podían soportar la altura y la amplitud de esos increíbles hombros.


Se estremeció e intentó fingir que no se sentía tan afectada por su cercanía. No quería que ese tipo sofisticado se diera cuenta de lo nerviosa que estaba.


—Soy estudiante en Georgetown.


Él sonrió y conversaron sobre los diferentes bares que frecuentaban. La conversación llevó a sus hobbies y empleos. Ella se enteró de que era uno entre cuatro hermanos, y que todos estaban relacionados con la abogacía. Paula no pudo evitar sentir admiración por que estuviera trabajando en ese momento como asistente de un juez de la Corte Suprema, y sonrió, confiándole que su objetivo era ir a la escuela de leyes de Georgetown.


Paula no supo cuánto tiempo estuvieron conversando, pero cuando finalmente levantó la vista para mirar a su alrededor una de las camareras estaba repasando las mesas.


—Creo que mejor me voy a casa —dijo, al advertir de pronto que todo el bar se había vaciado en algún momento mientras conversaban. Buscó a Deborah, pero todas sus amigas se habían marchado.


—Te acompaño a casa —dijo Pedro con firmeza, y él también se puso de pie.


Ella le sonrió, y sintió alivio porque la noche junto a él aún no terminara.


—Me encantaría —replicó.


Caminaron por las calles de Georgetown, ahora silenciadas. 


Las veredas irregulares de ladrillos y las casas coloniales de varios siglos de antigüedad aportaban su cuota de encanto e intimidad a su charla. Pero demasiado pronto Paula se encontró de pie delante de la diminuta casa que compartía con otras cuatro mujeres, y lamentó para sus adentros no seguir viviendo en la residencia de estudiantes. Entonces, tendría más tiempo para estar con aquel hombre fascinante, ya que la residencia se encontraba más lejos.


—Algo me dice que no te bese —afirmó él acercándose. 


Paula sintió que se le aceleraban los latidos del corazón, y levantó la mirada para sonreírle.


—Pero vas a hacer caso omiso de ese palpito, ¿no es cierto? —susurró, shockeada por su audacia. 


Jamás se había comportado así con un hombre. Siempre prefería aplazar las cosas y conocerlo bien antes de cualquier tipo de contacto físico. Pero Pedro tenía algo que la hacía sentir como si ya conociera todo lo que hacía falta conocer de él.


—Eso creo —respondió.


Vio que los ojos se le encendían a pesar de la oscuridad de la noche. Cuando sus labios tocaron los suyos, Paula se echó atrás, aturdida por el contacto. Pero cuando vio la misma reacción en el rostro de él, un calor le inundó el pecho. No era la única que experimentaba aquella sensación extraña y nueva.


El la volvió a besar, apenas rozando sus labios con los suyos, una y otra vez, apenas tocándola. Hasta que ella levantó la mano para tocarle la mejilla, indicándole con desesperación que avanzara. Y él avanzó. El siguiente beso echó por la borda todo lo que sabía sobre cómo besar a un hombre. Esto era nuevo, diferente..., terrorífico y sorprendente a la vez. No quería dejar de besar nunca a ese hombre.


Así que cuando levantó la cabeza se avergonzó al sentir su respiración irregular.


Parecía que acababa de correr una maratón.


—Desayuna conmigo mañana por la mañana —fue una especie de orden y pedido a la vez.


Paula le sonrió.


—Me encantaría —le dijo, pasando los dedos sobre los hombros y brazos de él.


No estaba segura de querer que la volviera a besar. Pero sí, de que no quería dejar de tocarlo.


—No me puedo ir si sigues haciendo eso —le dijo él, sosteniéndole la cintura con las manos, apretándole la piel.


Paula detuvo las manos. Se mordió el labio, sintiendo casi un dolor físico al pensar en que debía sacarle las manos.


Pero lo hizo. Dio un paso atrás y le sonrió.


—Te veré mañana —susurró, y luego se volvió y entró corriendo rápidamente a la casa. Cerró la puerta con suavidad para no despertar al resto de sus compañeras


A la mañana siguiente desayunó con él, y cenó ese mismo día. De hecho, habían pasado casi todo el fin de semana juntos, y se despidieron el sábado por la noche porque él tenía que trabajar y ella tenía clases. Pero también volvieron a cenar todas las noches de esa semana. Para el viernes por la noche, cuando la vino a buscar a su casa, ella saltó en sus brazos, enroscando las piernas alrededor de su cintura y besándolo con pasión, demostrándole lo que quería del único modo que sabía.


Pedro la atrapó aquella noche y no la soltó. La llevó en auto a su departamento, y Paula ni siquiera pudo ver cómo estaba decorado hasta la mañana siguiente, cuando ambos advirtieron que se habían olvidado de cenar la noche anterior. Él la había tomado en sus brazos en el estacionamiento del condominio y la había comenzado a besar hasta que terminaron cayendo juntos sobre la cama.


Él fue su primer amante, y el hombre más tierno, solícito y dulce que jamás hubiera conocido.


Le llevó menos de veinticuatro horas darse cuenta de que estaba enamorada de Pedro Alfonso. Y cada vez que estaban juntos, lo hallaba más fascinante, más increíble. 


Discutían y peleaban por cosas pequeñas. Pero era una de esas relaciones tan fuertes que, para cuando advertían que se estaban peleando, comenzaban a reírse y terminaban haciendo las paces y pidiéndose perdón.


Todo fue perfecto hasta aquel día fatídico en que la pasó a buscar con una sonrisa de oreja a oreja en su apuesto rostro. Ella sonrió mientras se deslizaba dentro de su auto, un modelo deportivo de baja altura.


¿Novedades? —preguntó Paula, excitada por lo que fuera que lo estaba haciendo sonreír. Acababa de terminar sus finales, pero había decidido anotarse en cursos de verano para estar más cerca de Pedro durante los meses del estío. 


Incluso habían discutido la posibilidad de alquilar una casa sobre la playa para el fin de semana largo del Día del Trabajador, cuando terminaran los cursos de verano de ella y comenzara el primer cuatrimestre.


La besó suavemente antes de prender el motor.


—Te lo diré a la hora de la cena.


— ¿Adonde vamos a cenar? —preguntó. En realidad, le importaba poco, mientras pudiera estar junto a él. Siempre tenían conversaciones estimulantes hasta que él la besaba y la llevaba en brazos a su cama. Amaba a ese hombre y no podía creer lo maravillosa que era la vida junto a él.


—En casa —respondió—. Te quiero toda para mí cuando te dé esta noticia.


Ella sonrió, deseosa de estar en la intimidad con él. Cuando estaban solos los dos, tenían conversaciones más interesantes, más animadas, y no necesitaban preocuparse por molestar a la gente de la mesa de al lado con sus discusiones acaloradas o por que llegara el camarero para interrumpirlos. También le encantaba porque no tenía que ocultar su necesidad de tocarlo, de besarlo. Y no necesitaba ocultar su deseo de que la llevara a su cama.


Estaba totalmente de acuerdo con su plan:
—Me parece perfecto.


Sólo les tomó unos minutos llegar a su condominio. Y cuando pasó por la puerta de su departamento, sabía exactamente lo que la esperaba. La cena nunca era lo primero en el menú. Así había sido desde que se conocieron aquella primera noche en el bar. Ante el primer contacto, una llamarada de calor estallaba entre ellos.


Pedro la levantaba en brazos y la llevaba a la habitación. No había gran cosa, apenas una cama y una cómoda. El tipo era absolutamente funcional. Hasta que entraba en el dormitorio. En ese momento era cualquier cosa menos funcional.


Y cuando terminaba todo, ella suspiraba feliz en sus brazos.


—Cuéntame ahora, -cuál es esa gran noticia? —le preguntó una vez que había recobrado el ritmo normal de la respiración.


Él le dio una palmada en el trasero y la tiró del brazo para sacarla de la cama.


—Ven conmigo —le dijo, sacándola por la puerta, impidiéndole llevarse la sábana con ella.


Paula alcanzó a tomar la camisa de él justo cuando la sacó por la puerta, y deslizó los brazos dentro de la cálida tela. 


Por mucho que él la animara a sentirse más relajada cuando estaban juntos, ella se resistía a caminar por su casa desnuda. Por su parte, él no tenía ningún reparo en hacerlo.


—-Toma —le dijo, poniéndole varios folletos en las manos.


Ella bajó la mirada a los folletos, sin entender bien qué tenían que ver con él.


— ¿Vas a seguir estudiando? —preguntó. Sintió que el corazón le daba un vuelco ante la posibilidad: se trataba de folletos para universidades en Illinois.


El la atrajo más cerca, apoyando las manos suavemente sobre su espalda mientras le besaba la parte superior de la cabeza.


—Me gustaría mucho que te trasladaras a la Universidad de Chicago.


Ella le sonrió, pero la sonrisa había perdido el brillo de unos segundos antes.


— ¿Por qué habría de hacer algo así? —preguntó.


—Porque voy a regresar allí para abrir el área de fusiones y adquisiciones del grupo Alfonso, el estudio de mis hermanos.


Ella se apartó apenas unos centímetros.


— ¿Te vas de Washington D. C? —preguntó. Un dolor agudo y punzante le apuñaló el estómago de sólo pensarlo. —Creí que te encantaba tu trabajo con la Corte Suprema. Es un golpe de suerte haber tenido esa oportunidad.


—Lo es, pero también fue sólo un escalón. El objetivo final siempre fue poder darme cuenta del tipo de derecho que quería practicar para comenzar y desarrollar ese sector en la firma de abogados de mis hermanos. Es una gran oportunidad. Y cuando termines la universidad, estoy seguro de que también habrá allí un trabajo para ti.


Paula se echó atrás, horrorizada por la idea.


—Te agradezco, pero soy perfectamente capaz de obtener mis propios puestos de trabajo. —Se sintió ofendida de que él le sugiriera que le podía encontrar un trabajo en algún lugar. ¡Ella iba a ser una gran abogada! ¡No necesitaba que nadie le regalara nada!


Pedro la volvió a tomar entre los brazos.


—Por supuesto que lo puedes hacer. Pero ¿por qué habrías de intentarlo cuando puedes tener un empleo especialmente pensado para ti?


No le gustó nada su respuesta.


— ¿Tal vez porque necesite probar que puedo hacer las cosas por mí misma? — sugirió sarcásticamente, incapaz de ocultar una nota de dolor en su voz por lo que le proponía. ¿Pensaba acaso que ella no podía alcanzar el éxito sobre la base de sus propios méritos?


El se volvió a reír, sacudiendo la cabeza.


—Tengo fe ciega en tu capacidad, Paula. Eso jamás fue una preocupación. Pero si te cambias a la Universidad de Chicago, seguiríamos juntos.


Ella se echó atrás. Había algo que la irritaba.


— ¿Y la Universidad de Georgetown? —le preguntó, desafiante—. Tiene mejor reputación que la Universidad de Chicago. Me tuve que matar estudiando para entrar a Georgetown.


El se apartó ligeramente, dirigiéndole una mirada dolida por el rápido rechazo de ella.


— ¡Creí que querías estudiar leyes!—preguntó, enderezando los hombros frente a la resistencia de Paula. El plan le parecía increíble. ¿Por qué no se podía dar cuenta de lo perfecto que era?


— ¡Por supuesto que quiero!


— Entonces, ¿cuál es el problema con la escuela de leyes de Chicago?


Ella no podía creer lo que le estaba sugiriendo.


- ¿Cuál es el problema con trabajar en un estudio jurídico aquí en Washington, D. C? Es el epicentro del mundo jurídico.


Él sacudió la cabeza, desestimando la idea de Paula por completo.


—Esto está repleto de políticos y lobistas. No es el tipo de derecho que yo quiero practicar.


Paula no sabía qué decir.


- ¿Estás insinuando que renuncie a una universidad de primer nivel, un lugar al que he querido asistir desde que tenía diez años, sólo porque conseguiste un puesto acomodado en el estudio de tus hermanos?


Pedro se quedó parado, mirándola confundido.


—Me parece que no estoy entendiendo. La propuesta que te estoy haciendo no tiene desventajas para ti. Maldición, Paula, ni siquiera tienes que trabajar si no lo quieres.


Paula se quedó clavada al suelo, mirándolo fijo. No sabía bien cómo reaccionar.


—No creo entender lo que estás sugiriendo. —Sintió que el cuerpo se le entumecía.


Pedro la atrajo hacia él, y sintió los músculos tensos bajo sus dedos.


—Quiero que te cases conmigo. Me encantaría que volvieras a Chicago conmigo y fueras mi esposa.


Paula quedó boquiabierta. Otra oleada de punzante dolor le atravesó el cuerpo.


— ¿Estás sugiriendo que renuncie a la escuela de leyes, abandone la universidad y simplemente te siga para ser tu esposa?


—No tienes que renunciar a nada. Pero si quisieras, sólo estoy diciendo que no tengo problema en que lo hagas. Puedes hacer lo que quieras. Mi intención es la de ganar la suficiente cantidad de dinero como para que tengamos una buena vida.


Paula se dio cuenta de que él creía que era un buen arreglo. 


Pero según lo entendía, ella tenía que renunciar a todo, en tanto él conseguía la vida que siempre había deseado.


—Déjame ver si entiendo. Quieres que abandone una de las mejores universidades en el país, y te siga a Chicago para que puedas realizar la carrera de tus sueños. No estás dispuesto a conseguir un trabajo aquí en Washington, D. C, ni siquiera un empleo en el que puedas practicar tu especialidad, porque quieres regresar a Chicago. Quieres que yo renuncie a todo mientras que tú lo obtienes todo, ¿es así?


El se pasó una mano por el cabello, frustrado por la manera en que estaba interpretando su propuesta.


—No se trata de que renuncies a todo. -Sólo que cambies de universidad! ¡Podemos seguir juntos! ¡Sé que tú me amas, y yo siento exactamente lo mismo por ti!. ¿Cuál es el problema en todo esto?


— ¡El problema es que tú no estás sacrificando nada, pero me estás pidiendo que yo sacrifique todos mis sueños!


Se quedaron de pie en la pequeña sala, fulminándose con la mirada.


Si él creía que ella era ese tipo de mujer, no la conocía en absoluto.


—-Me tengo que ir —susurró, dolida como jamás lo creyó por su actitud y por todo lo que daba por supuesto.


—No, no lo harás —tratando de calmarla—. Quédate, y hablemos de esto —dijo, intentando persuadirla.


Se deslizó nuevamente dentro de la habitación y agarró su ropa, negándose siquiera a mirarlo. Cuando se terminó de vestir, volvió a salir a la sala vacía de muebles. Entonces, se le ocurrió algo.


—Jamás terminaste de instalarte aquí porque siempre supiste que regresarías a Chicago, ¿verdad?


El también había agarrado sus jeans; su frustración era evidente. Pedro echó una mirada a su departamento, sin saber bien de qué estaba hablando.


— ¿A qué te refieres?


—Este departamento... —dijo, paseando la mano a su alrededor para abarcar el sofá y los libros, donde se notaba la ausencia de un televisor y mesa ratona. No había nada que hiciera que uno se pusiera cómodo y se relajara. —No es sólo un departamento de soltero. En realidad, nunca te terminaste de instalar.


—Por supuesto que sí. Tengo toda mi ropa en el armario. - ¿Qué más pretendes?


Paula cerró la boca. De repente, comenzó a entender un montón de cosas.


—Bueno, al menos me debería sentir halagada porque tuvieras la intención de llevarme contigo.


Él agarró su camisa, se la abrochó por la mitad, pero su frustración era evidente.


—Esta discusión no termina acá —dijo, y comenzó a buscar sus llaves—. Salgamos a cenar. —Interrumpió la búsqueda cuando vio que el mentón de Paula temblaba, un signo claro de que estaba más cerca de quebrarse de lo que creía. Dio un hondo suspiro y caminó hacia ella, pensando tomarla en los brazos y tranquilizarla, diciéndole que podían hacer que las cosas funcionaran.


Pero cuando él la comenzó a tocar, ella se echó hacia atrás. 


No sabía qué podía llegar a hacer si sentía las manos de él sobre su espalda. Se sentía tan dolida por el hecho de que él le hubiera sugerido que no necesitaba trabajar... Pero también la entristecía enormemente que ni siquiera considerara buscar un trabajo allí en Washington, D. C, por lo menos hasta que ella misma terminara sus estudios. No estaba dispuesto a sacrificar nada por ella. ¡Qué idiota había sido! Había creído que la quería de verdad, que lo de ellos era algo especial, pero su propuesta lo aclaraba todo. Paula le había servido para pasarla bien. No la consideraba para nada como una compañera en pie de igualdad, sino como alguien con quien podía tener buen sexo, y a la que se podía acarrear de regreso a casa.


Paula estaba haciendo lo posible por controlar sus emociones; no quería echarse a llorar en ese momento. Pedro ya consideraba que ella era de aquellas mujeres que iban a la universidad para conseguir marido. 


¿Qué pensaría de ella si se arrojaba en sus brazos llorando rogándole que se quedara con ella? Le terminaría de perder el poco respeto que sentía por ella.


Eso sí que no lo podría soportar. Si todo se iba al demonio, al menos quería que la respetara.


—Ya no tengo hambre. Regresaré a casa sola.


Aquello enfureció a Pedro.


—-De ningún modo dejaré que te vayas en autobús o te tomes un taxi, Paula. Te llevaré yo a tu casa. Y tenemos que seguir hablando de esto. Tiene que haber una manera de que funcione.


— ¡No! —le dijo bruscamente, aunque ni ella supo si le estaba diciendo "no" a la posibilidad de que la relación entre ellos funcionara o al ofrecimiento de que Pedro la llevara a su casa—. Yo me arreglo sola.


—No seas ridícula —masculló—. Espera. Creo que mis llaves están en el dormitorio.


Apenas desapareció para buscar las llaves del auto, ella se escabulló rápidamente por la puerta. Por suerte, había un taxi parado en la esquina, del cual estaba bajando un pasajero, así que fue capaz de zambullirse dentro justo en el momento en que Pedro salía corriendo del edificio. La última imagen que tuvo de él fue la de su cara de furia en el momento en que el taxista ponía en marcha el vehículo. En ese momento supo que las lágrimas le habían comenzado a correr por las mejillas