lunes, 22 de mayo de 2017
CAPITULO 12 (CUARTA HISTORIA)
Simon observó a Paula caminando por el pasillo y de inmediato se dio cuenta de que algo no funcionaba. Observó su rostro, advirtió las ojeras bajo sus ojos y entornó los ojos con recelo. Entonces, lo supo. Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, perdió los estribos.
Caminó a grandes zancadas por el pasillo, y ni se molestó en golpear para entrar en la oficina de Pedro. Sí hizo una pausa, para asegurarse de que su hermano no estuviera con un cliente, antes de preguntarle a viva voz:
— ¿Qué le hiciste?
Pedro se dio vuelta tras deslizar el libro que estaba leyendo en la biblioteca.
— ¿Qué le hice a quién? —preguntó, sin entender de qué hablaba su hermano.
Estaba agotado por la falta de sueño y frustrado por no saber cómo volver a meter a Paula en su cama. Todo lo que hacía parecía volverse en su contra. Así que no estaba de humor para discutir con su hermano menor en ese momento.
—¡Paula! —espetó Simon, con las manos apretadas a los lados.
Pedro entornó los ojos.
—¿A qué te refieres? ¿Qué le pasó? —preguntó con urgencia, listo Para salir de la oficina y asegurarse de que estuviera bien.
—¡Eso mismo te estoy preguntando yo! —replicó Simon, dando un paso hacia delante —. ¿Qué le hiciste? ¿Se enojó por algo?
— ¿Por qué crees que la hice enojar?
Simon no tuvo tiempo de responder. En ese momento, Axel irrumpió en la oficina, apartando a Simon del camino para enfrentar a Pedro.
—¿Qué le hiciste?
Pedro miró a uno y otro de sus hermanos menores, absolutamente desconcertado.
— ¿De qué demonios estáis hablando? —Ahora también él estaba comenzando a enojarse. No le gustaba la idea que de Paula estuviera molesta por algo, pero menos le gustaba que algún otro se preocupara tanto por que la mujer que él consideraba suya estuviera molesta.
—¡Paula! —casi gritó Axel—. Está perturbada por algo, y tú debes ser el motivo. ¡La has estado volviendo loca con todas tus ridículas exigencias, y ahora está al borde de un ataque de nervios!
Pedro sintió que se le paralizaba el corazón con esas palabras.
—¡Dime qué sabes! —gritó.
Una vez más, nadie pudo responder porque en ese momento entró Ricardo. No fue tan duro como sus dos hermanos menores, pero tenía la preocupación pintada en el rostro.
—Pedro, ¿sabes qué le pasa a Paula? —preguntó con una expresión hostil en la mirada, que indicaba lo alterado que estaba. Ricardo no gritaba. Sólo había que mirar sus ojos para saber lo que estaba pasando. Era una persona muy controlada y reservada.
Pedro arrojó las manos en el aire, exasperado.
— ¿De qué están hablando? Hablé con ella anoche, ¡y estaba perfectamente bien! —En realidad, estuvo bien al final, pensó en silencio. No les contó acerca del ataque de llanto. Eso era entre ellos dos, y no iba a discutirlo con sus hermanos, que eran unos entrometidos.
—Evidentemente, está muy afectada por algo —dijo Ricardo, dando un paso al costado.
Pedro miró furioso a sus tres hermanos, confabulados contra él. No era la primera vez que deseaba haber tenido sólo hermanas.
—Si alguien no me explica lo que está sucediendo, ¡esto va a ir mucho más lejos que un intercambio de palabras y acusaciones! —dijo, amenazando a los tres. Tal vez fueran tres contra uno, pero él estaba protegiendo a la mujer que amaba, y eso lo hacía más fuerte.
—¡Está usando zapatos sin tacón! —espetó Simon, como si los zapatos sin tacón estuvieran prohibidos y fueran ofensivos.
Pedro miró a los otros. Se mostraron de acuerdo asintiendo con la cabeza
— ¿Está usando zapatos sin tacón? —preguntó, sin entender para nada a lo que se referían.
—¡Sí! —gritó Axel—. ¿Qué le hiciste?
Pedro comenzó a preocuparse. Lo que decían no tenía sentido alguno.
—Salgan de mi camino —bramó, tratando de abrirse paso entre los tres.
Axel cruzó los brazos delante del enorme pecho, mirando furioso a su hermano.
—Ni pienses que te vas a acercar a ella si la vas a volver a hostigar.
—¡Y tienes que encontrar una manera de solucionar este problema! —le dijo Simon.
Ricardo asintió con la cabeza, al tiempo que Pedro consideró a cuál de los tres le pegaba una trompada primero. Estaba desesperado por alcanzar a Paula y averiguar de qué hablaban. Pero un instante antes de lanzar el puñetazo, una voz suave y femenina interrumpió la escena, y la ira que sentía se disipó en el acto.
— ¿Qué está pasando? —preguntó Paula. Avanzó rodeando a Ricardo, Simon y Axel.
Levantó la cabeza para mirar a Pedro, esperando una respuesta. Pero sintió que sus mejillas se sonrojaban cuando los cuatro hombres bajaron la mirada a sus pies.
Pedro fue el primero en recuperarse. Miró los zapatos, unos zapatos sin tacón con estampado de leopardo que combinaban a la perfección con sus pantalones marrón chocolate, y estalló en una carcajada. Paula sonrió al verlo reír; sacudió la cabeza al tiempo que miraba a los restantes hermanos Alfonso.
— ¿Alguien me puede explicar lo que está pasando? —preguntó mientras Pedro se inclinaba sobre su escritorio, apretándose el costado por la risa. El sentido común y los modales quedaron de lado.
Ricardo dio un paso adelante y le tocó el antebrazo con suavidad.
— ¿Te encuentras bien? —le preguntó con la mirada preocupada.
Paula miró a Pedro, todavía riéndose, y puso los ojos en blanco.
—Ayer tuve un día difícil, pero para cuando terminó, había recuperado la cordura.
Simon y Axel se tranquilizaron un poco, pero todavía tenían cara de querer pegarle una trompada a Pedro.
—A las seis en el gimnasio —le dijo Simon a Pedro, dándole una palmada en la espalda antes de marcharse.
—Yo también estaré ahí —dijo Axel y salió, sin siquiera despedirse de su hermano mayor.
Ricardo sacudió la cabeza. Dirigió su mirada a los zapatos sin tacón de Paula y luego también salió de la oficina.
—Yo también iré —le dijo a Pedro.
Paula miró a tres de sus cuatro jefes salir de la oficina de Pedro. No sabía lo que estaba sucediendo.
— ¿Me podrías explicar qué pasó? —preguntó, intentando hacerse oír por encima de las carcajadas de Pedro.
Cuando éste siguió riéndose, resopló y se dispuso a salir de la oficina, decidida a ponerse a trabajar en lugar de quedarse allí como una tonta. Pero él la detuvo tomándola de la muñeca y tirando de ella. Seguía riéndose, pero al menos se lo veía más controlado.
Ella respiró hondo y esperó, sintiéndose pequeña y ridícula con sus zapatos sin tacón, especialmente al lado de Pedro.
¡Era tan condenadamente alto!
— ¿Por qué estás usando zapatos sin tacón? —preguntó, sin dejar de reírse—. ¿Es por la conversación que tuvimos anoche?
Ella se movió incómoda.
—Sí. No quería que creyeras que te estaba tratando de seducir.
El levantó una mano para tocarle la mejilla con una suave caricia.
— ¿Y si tengo ganas de que me seduzcas?
Su boca se abrió y su cuerpo se relajó. Descendió la mirada a la boca de Pedro, y luego otra vez a sus ojos.
—No puedes decir eso aquí —susurró.
—Entonces, ¿dónde?
Estaba a punto de responder cuando Tilly los interrumpió.
—Doctor Alfonso, su... —se paró en seco cuando vio la posición de ambos—. Oh, lo siento —susurró y trató de retroceder—. No quise interrumpir.
Paula miró hacia atrás y se libró de la mano de Pedro.
—No estás interrumpiendo nada —dijo y rapidamente salió de la oficina de Pedro.
No se molestó en mirarlo de nuevo, maldiciéndose por caer bajo su famoso hechizo. No podía creer haber estado a punto de decirle que viniera a su casa para seducirlo. Menos mal que Tilly los había interrumpido. Había estado a punto de hacer el ridículo.
Los siguientes días, trabajó más duro que lo normal. Se quedaba hasta tarde para no toparse con Pedro saliendo con algunas de sus amantes de turno, y entraba temprano. La idea de cruzárselo camino a la oficina, de tal vez verlo con una sonrisa en el rostro, que automáticamente relacionaría con una noche de pasión, sería demasiado difícil de soportar. Así que se cuidó de evitado, incluso en los pasillos.
Conocía su rutina y hacía todo lo posible por eludirlo.
Durante toda la semana logró su cometido, hasta que tuvo la reunión general como todos los viernes por la mañana. No tenía más remedio que asistir, pero se sentía bien preparada. Los otros tres hermanos Alfonso entraron y tomaron asiento, pero Pedro entró corriendo justo antes de que comenzara la reunión.
Desafortunadamente, eso hizo que se sentara al lado de ella. Lo bueno fue que le permitió no tener que mirarlo.
Incluso cuando hablaba, podía fingir que estaba escribiendo lo que fuera. Lo malo fue sentir el calor de su cuerpo, incluso sentado en la silla de al lado. Aquello era imposible, se dijo, sintiéndose ridícula incluso por pensarlo. Pero no se dio cuenta de que su cuerpo se comenzó a mover hacia aquella fuente de calor irresistible. Cruzó y descruzó las piernas hasta que tenía la mitad del cuerpo prácticamente enfrentado al suyo.
Cuando la reunión se dio por terminada, Paula miró a su alrededor, sorprendida por que todo el mundo se estuviera levantando y enfilando hacia la puerta. ¿Tan ausente había estado? Bajó la mirada a su libreta de notas, preguntándose qué habría escrito. Pero la hoja estaba prácticamente en blanco. Había algunos garabatos, pero no había escrito ninguna otra cosa.
Habitualmente, en estas reuniones tomaba varias hojas de apuntes, pero hoy no.
—Iré en un instante —oyó que decía Pedro, y se quedó helada.
Y luego oyó lo que tanto temía. La puerta se cerró.
Lentamente, como si los músculos del cuello se lo estuvieran impidiendo, levantó la cabeza, y miró a Pedro apoyado contra la puerta.
— ¿Qué te pasa? —preguntó cruzándose los brazos delante del enorme pecho.
El corazón le latía con tanta fuerza que tenía miedo de que él lo pudiera oír desde el otro lado de la sala.
—No sé a qué te refieres —contestó y se puso de pie, acomodando todos los papeles que les habían repartido durante la reunión. Algunos habían sido, de hecho, copias suyas. ¿Quién las había repartido? No recordaba nada.
—Es evidente que hay algo que no funciona —dijo y se acercó para quedar parado al lado de ella, dominándola con su presencia. Paula quedó de pie, arrinconada contra la mesa de la sala.
No podía mirarlo directamente a los ojos, así que fijó la mirada en su pecho.
Temía que él descubriera algo en su mirada. Y temía también lo que ella pudiera ver en la suya.
—No sé de qué hablas, Pedro. Todo anda perfectamente bien; acá no hay ningún problema —tartamudeó nerviosa.
Era una mentira descarada, y él probablemente lo sabía, pero ella la iba a sostener como fuera. La alternativa, hablarle a Pedro con franqueza, no era una opción.
— ¿Entonces por qué les dijiste a los demás que había que hacer un cambio en la oficina? —preguntó con suavidad, deslizando sus ojos azul índigo sobre sus rasgos con lentitud, como si estuviera saboreando el momento a solas con ella.
Ella se inclinó hacia atrás ligeramente; el cerebro no le funcionaba cuando lo tenía tan cerca. Siempre guardaban distancia entre los dos, especialmente cuando discutían.
Salvo por..., pues, salvo por aquella única tarde.
No recordaba haber dicho nada sobre un cambio en la oficina, así que era una novedad total para ella. Lo pensó, especialmente esta semana mientras trataba de evitar a Pedro en los pasillos.
No quería pasar como una idiota completa, así que le siguió la corriente lo mejor posible.
— ¿Qué tiene de malo hacer un cambio en la oficina? —susurró, al tiempo que sus dulces ojos marrones descendía a su boca. No se dio cuenta de que su lenguaje corporal se había suavizado y de que instintivamente estaba acercándose a él. Tal era el deseo de extender la mano para tocarlo que sus dedos tamborileaban nerviosos. Se preguntó cómo sería poder tocarlo cuando quisiera, pararse en puntas de pie para besarlo y pedirle que la tomara en sus brazos y le hiciera el amor.
Suspiró e inclinó la cabeza ligeramente, sabiendo que no tenía ese derecho y nunca lo tendría. Pedro era un donjuán, un seductor de mujeres, y jamás podría ser sólo para ella. Pedro sintió que todo su cuerpo reaccionaba a la manera en que ella lo estaba mirando.
Siempre era tan distante, gritándole cada vez que la irritaba.
Sí, era cierto, sentía placer sacándola de las casillas, porque le encantaba ver cómo su rostro se teñía de un suave color rosado cuando se enojaba. Pero hoy no la había atacado ni una sola vez, no se había dejado afectar por ninguna de sus bromas durante la reunión, e incluso estuvo de acuerdo con él respecto de algunos de los asuntos que había señalado.
—No tiene nada de malo hacer un cambio en la oficina, Paula —dijo, moviéndose ligeramente hacía ella, impregnando sus orificios nasales con aquel aroma dulce y femenino que recordaba de la única vez que habían estado juntos.
Maldición, ¡qué bien olía! Y su sabor...
No, prohibido pensar en eso, se dijo con firmeza. La suerte ya estaba echada.
Ella ya no lo quería de esa manera o no hubiera huido despavorida de su apartamento mientras se duchaba.
Aquella mañana se lo había dejado bien claro.
Pero ahora parecía estar diciéndole otra cosa. Al menos, advirtió que no se estaba apartando de él.
—El cambio es bueno —dijo, esta vez apenas susurrándolo. No tenía la energía para decirlo más fuerte. Al menos, no estando tan cerca de Pedro. No cuando sentía cada partícula de calor que emanaba de su cuerpo increíble. Y ella tenía tanto frío. Hacía tanto tiempo que sentía frío. Era injusto que él tuviera todo ese calor y ella... nada. Era como si todo su cuerpo anhelara desesperado el calor de Pedro, que la envolviera en sus brazos y... sí, que le hiciera lo que le había hecho aquella única tarde.
—No podemos estar así —dijo ella, tratando de moverse hacia atrás, obligándose a resignar esa repentina fascinación que sentía por él.
—Estamos en una sala de conferencias, hablando de negocios —replicó él, pero movió el cuerpo para que nadie pudiera verlos si la puerta se abría por accidente.
Paula suspiró aliviada cuando lo dijo. Levantó la mirada y quiso mirar del otro lado, pero tenía la visión obstaculizada por su enorme pecho. ¿Se había movido aún más cerca? ¿Estaba inclinando la cabeza y...? Oh, por favor, ¡que no la besara! Oh, por favor, ¡que no dejara de hacerlo si era lo que tenía pensado hacer!
Levantó la cabeza en el mismo momento en que su boca atrapó la suya, y envolvió los brazos alrededor de su cuello atrayéndolo aún más cerca. Cuando él profundizó el beso, ella abrió la boca, gozando de las olas calientes que la recorrían, al tiempo que él le rodeó la cintura con las manos y la levantó contra él.
La fuerza de aquel beso hizo que la mente le comenzara a dar vueltas. La exigencia y el deseo se apoderaron de ella.
Jamás había besado a un hombre que la hiciera sentir así.
Nada era suficiente. Se puso en puntas de pie para poder pegarse más contra su cuerpo, apretarse más, y saber que, por ese instante, por ese momento, era todo suyo. Tenía la libertad y el derecho de tocarlo, y sus dedos se movieron sobre su cuello, sus hombros y luego subieron una vez más para enredarse en su cabello.
Pedro no podía creer lo increíble que era tenerla entre los brazos. Era pura suavidad, luz, calor y energía. No había imaginado cómo sería abrazarla, sentir aquel poder increíble que explotaba dentro de sí, y lo hacía sentir aún más poderoso por el solo hecho de que ella le permitiera sostenerla.
De pronto, hubo un ruido afuera de la sala de conferencias.
Paula se apartó con brusquedad. Rápidamente, puso una distancia de varios metros entre los dos, justo a tiempo, ya que un segundo después, varias personas abrieron la puerta e irrumpieron en la sala. Pero cuando vieron quién estaba allí, se detuvieron en seco.
Paula echó un vistazo a Pedro, y luego al grupo de abogados que se disponía a entrar. Estaban todos con la boca abierta tratando de entender lo que estaba sucediendo y si debían volver a salir. Por suerte, Pedro parecía estar furioso, algo común, especialmente cuando estaba con ella.
Las peleas entre ambos ya eran famosas en la oficina.
A toda velocidad, Paula reunió los papeles y salió de la sala de conferencias, como si nada raro acabara de ocurrir, como si la tensión que percibían los recién llegados fuera simplemente la ira habitual que se desencadenaba cada vez que ella y Pedro estaban en una oficina durante más de treinta segundos.
Tal vez resultara un poco incomprensible que tuviera el rostro rojo o que no pudiera recuperar el ritmo habitual de su respiración. Los dedos le temblaban y caminaba con paso vacilante, pero nadie se dio cuenta. Y si lo notaron, esperaba que lo atribuyeran también a una pelea.
Se abrió paso por los corredores, ignorando a cualquiera que la requiriera para una pregunta o para informarle lo que fuera que creyeran que debía saber. No se detuvo hasta estar sola en su oficina con la puerta bien cerrada, excluyendo al resto del mundo y la locura de lo que acababa de suceder en brazos de Pedro.
Cerró los ojos y respiró profundo varias veces, esforzándose por recuperar algún viso de normalidad.
¿Era verdad que acababa de besar a Pedro? ¡¿En una sala de conferencias?!
¿Donde cualquiera pudiera interrumpirlos, y de hecho había sucedido? Sacudió la cabeza y casi se desplomó sobre su sillón. Sentía todo el cuerpo convulsionado por el impacto de haber estado con él. En realidad, estaba temblando por la experiencia física y no por el hombre en si.
Está bien, seguramente era una combinación del hombre y de la manera como la tocaba y la hacía reaccionar.
¡Basta! Cerró los ojos y se recostó hacía atrás en el sillón.
CAPITULO 11 (CUARTA HISTORIA)
Pedro estaba sentado detrás del escritorio. La única luz era la lámpara de escritorio que iluminaba los documentos sobre los cuales trabajaba, así que cuando levantó la mirada para verla irrumpir hecha una furia en su oficina, Paula no le vio la cara. No le importó ni un poco. ¡Había tratado de compraría!
—¡Eres un matón horrible, perverso y ridículo! —dijo y le arrojó un zapato al otro lado de la habitación.
Pedro nunca se sintió tan contento de haber jugado al fútbol norteamericano en la escuela secundaria y en la universidad.
Y de que sus reflejos siguieran intactos.
Su entrenamiento con el box también le resultaba útil para la ocasión. Fue por eso que fue capaz de esquivar fácilmente el misil volador. Cuando volvió a levantar la mirada, vio que tenía otro zapato listo para arrojar, y adoptó el modo sobrevivencia, con una enorme sonrisa en el rostro al aceptar el desafío de enfrentar la furia de Paula. Maldición, ¡qué sexy lucía con los zapatos nuevos!
Dio vuelta el escritorio, con las manos abiertas en un gesto de apaciguamiento.
—Paula, no tengo ni idea de lo que tienes en mente, pero hablemos sobre ello — dijo. No bien terminó de decir estas palabras, tuvo que agacharse cuando ella le arrojó el segundo zapato directamente a la cabeza. Por suerte, él era bastante bueno esquivando golpes en el ring, y esquivar zapatos no era muy diferente.
—Tú compraste todos estos zapatos, ¿no es cierto?
Pedro se dio cuenta de que había descubierto, pero estaba demasiado preocupado tratando de evitar que le molieran la cabeza a golpes como para que se le ocurriera una buena mentira. Estaba tan enojada que se sacó el zapato que llevaba puesto y lo disparó con la misma fuerza.
Pedro sabía que tenía que apurarse y hacerle un tacle antes de que lo atravesara con uno de esos proyectiles. Y también tenía que dejar de pensar en que lucía increíblemente sexy cuando estaba amenazándolo con causarle lesiones graves.
—Paula, hablemos.
—No! ¡Hace tres días que hablamos y lo único que haces es volverme loca! Me harté de hablar contigo. ¡Y justo cuando encuentro una solución, se te ocurre salir a comprarme zapatos! ¿Hay algo más desquiciado? —Y con ello, voló el último zapato.
No corrió ningún riesgo. Desplazándose al ras del suelo antes de que pudiera valerse de los libros en la biblioteca, se lanzó hacia su torso. Con gracia y suavidad, la embistió y la arrinconó contra la pared. Peleó con todas sus fuerzas, pero él no correría el riesgo de soltarla. Le retuvo las manos por encima de la cabeza. Sólo observó, fascinado mientras peleaba, contorsionándose contra él. Al final, ella no se quedó quieta porque la tuviera aprisionada, sino porque se dio cuenta de que lo estaba excitando con sus movimientos.
Cuando finalmente se quedó inmóvil y sin aliento, él descendió la mirada hacia ella con una sonrisa en los labios.
— ¿Entonces, qué tal si me cuentas por qué estás tan enojada conmigo? —dijo, pero tenía la mente en sus pechos aplastados contra su torso. En realidad, le importaba muy poco su furia. Bueno, en realidad, sí, pero eso era para después.
Después de que él...
Paula protestó cuando él le mordisqueó el lóbulo de la oreja.
—Dime lo que hice mal —dijo, sinceramente confundido.
Paula levantó la mirada. Sentía un hormigueo en todo el cuerpo, y deseó que la besara, que le hiciera el amor como lo había hecho aquella única noche. Y luego recordó a todas las demás mujeres en su vida y estalló en llanto.
Todo deseo físico se esfumó con las primeras lágrimas de Paula. adoraba su furia y su pasión, y le parecía el colmo de lo sexy cuando arrojaba de lleno en una misión para arreglar algo en la oficina.
Pero las lágrimas lo desarmaban. No podía manejar las lágrimas, y menos las de ella! Lo cual resultaba irónico, ya que las mujeres siempre habían usado las lágrimas para manipularlo, y siempre lo dejaban paralizado. Pero cuando ella lo miró con aquellas lágrimas lustrosas en los ojos, se sintió como el peor idiota del mundo.
—Paula, háblame. ¿Qué puedo hacer para reparar el daño que te hice? —preguntó con suavidad, atrayéndola hacia sí con un abrazo. Cuando ella se hundió sobre su pecho, el llanto se intensificó aún más. La levantó en los brazos y la llevó al sofá, sentándola sobre su regazo y meciéndola suavemente mientras desahogaba sus penas. No podía creer haber sido él quien le provocara esto, y cuanto más lloraba peor se sentía.
Cuando finalmente las lágrimas disminuyeron, se reclinó hacia atrás y descendió la mirada hacia ella, con los brazos aún alrededor de su cintura.
—¿Puedes contarme? —le preguntó con suavidad—. Todavía no entiendo lo que hice mal. Pensé que te encantaban los zapatos nuevos.
Ella inhaló ruidosamente, apartando su cara del cuello de él.
Casi volvió a estallar en sollozos cuando vio que el maquillaje le había manchado el cuello de la camisa.
Seguramente había pagado una fortuna por sus camisas, y ella le acababa de arruinar una de ellas.
—Lo siento —susurró, avergonzada por el estallido. Él le pasó un pañuelo de papel, y ella lo usó para intentar limpiarle el desastre que tenía en el cuello.
—Es para ti, Paula —le dijo, e intentó que dejara de limpiarle la camisa.
—Pero te manché la camisa.
—No te preocupes por eso. Dime lo que hice mal.
Ella volvió a inhalar con fuerza, y apartó la mirada de la mancha que le había dejado en la camisa.
Intentó bajar de su regazo.
—No te irás hasta que me ayudes a entender —dijo, apretándole aún más las manos alrededor de la cintura.
Ella se rio apenas, pero sonó más como un hipo.
—Fuiste tú quien me compraste los zapatos, ¿no? —preguntó, pero en su mirada ya adivinaba la respuesta.
— ¿Qué más da si los compré o no?
Ella respiró hondo, tratando de calmarse.
—Importa por el motivo por el cual lo hiciste. Y por lo que gastaste en todos esos zapatos.
—Lo que gasté no me significa nada —dijo, y desestimó el gasto agitando la mano en el aire—. ¿Por qué crees que te los compré?
—Porque te portaste como un imbécil conmigo.
—Sí, ése fue uno de los motivos —dijo.
Ella se deslizó de su regazo. Necesitaba poner distancia entre los dos ahora que el ataque de nervios había acabado.
—No debiste hacerlo —dijo, entristecida porque le hubiera comprado los zapatos para aplacar su culpa y porque sabía que tendría que devolver todos esos hermosos zapatos. Aunque no debió hacerlo, se había enamorado de algunos de ellos apenas los vio. El sólo verlos en sus cajas había sido una dolorosa tentación. Ya había pensado en prendas que combinaban con algunos de ellos.
—Sé que estás tratando de levantarme el ánimo. Y también de apaciguar tu sentimiento de culpa. Pero estoy bien.
Pedro también se paró, dominándola con su figura. Ricardo y Axel tenían casi su misma altura, y Simon era aún más alto, pero aquellos hombres no parecían imponer su presencia como lo hacia Pedro. No era sólo que fuera alto, sino que se alzaba sobre los demás, intimidándolos con su porte soberbio. Su aspecto fuerte y el dominio que parecía ejercer sobre todo el resto le provocaban una profunda excitación. Algunas personas necesitaban ostras o espárragos. Pero ella lo único que necesitaba era a Pedro. ¡Era un afrodisíaco sexy y atractivo en sí mismo!
El se inclinó y levantó uno de sus zapatos. Luego la levantó a ella inesperadamente, apoyándola nuevamente sobre su escritorio.
—La verdad es que no puedo asegurarte que compré todos estos zaparos para apaciguar mi culpa. Aunque sí te pido disculpas por haber sido tan irritante y odioso últimamente.
Ella tragó saliva, apenas oyendo sus palabras, porque le había tomado la pierna con los dedos, y deslizó la mano sobre la piel de su pantorrilla. Era casi como si no llevara pantís. Cuando su mano levantó su pie mientras la otra mano le volvía a calzar el zapato, dijo:
—¿Qué te parece si sencillamente aceptas que me gusta verte con estos zapatos? Me gusta cuando caminas por el pasillo con estos tacones sexy, tus camisas sexy y tu maquillaje sexy, como una especie de diosa de los negocios o algo así.
No pudo evitarlo. Por algún motivo, la carcajada se le escapó.
— ¿Diosa de los negocios? —repitió.
Él asintió la cabeza, y su mano siguió subiendo por su pierna, deslizándose furtiva bajo su falda, sensual.
—Diosa, por lo menos. —Él también soltó una risa ahogada. —Tal vez, de mucho más que de los negocios.
Ella sonrió. Sintió que una oleada de calor la invadía.
—Realmente, no quiero ser una diosa de los negocios —dijo con una sonrisa.
Advirtió adonde se encaminaban, lo que se le estaba cruzando por la cabeza, y se compuso. Sacándole el pie de la mano, sacudió la cabeza.
—Será mejor que vuelva a casa —le dijo, y se deslizó de su escritorio—. Ha sido un día bastante largo y difícil. Tengo la impresión de que Tilly también va a renunciar.
Pedro se inclinó hacia atrás, sobre el escritorio, observándola con agrado inclinarse bien abajo para levantar el otro zapato y calzárselo.
—No te preocupes por Tilly —dijo, mientras ella se agachaba para levantar los otros dos misiles que había disparado contra su cabeza hacía un rato—. Le compré una caja de chocolates a modo de disculpa.
Paula se sintió derrotada. Los zapatos y los chocolates. Tenía bastantes cosas por las cuales tenía que disculparse, pensó con recelo.
—Bueno, será mejor que me marche.
Se volvió y caminó hacia su puerta. Pero antes de salir por la puerta, se detuvo y se dio vuelta.
—Lamento haberte arrojado los zapatos.
Pedro soltó una risa suave.
—Por favor, no tengo problema en que me arrojes cualquier prenda que te quieras quitar —dijo. En seguida, tuvo el enorme placer de verla sonrojarse antes de darse vuelta una vez más y salir caminando por el pasillo.
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