sábado, 13 de mayo de 2017
CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)
El cuerpo de Paula se puso rígido cuando oyó el sonido del timbre.
Levantó la mirada de la novela policial que tenía entre manos, y miró fijo la puerta como si pudiera, de algún modo, distinguir a través de la madera. Sólo tenía un cerrojo en la puerta, porque sabía que era demasiado fácil vulnerar los sistemas de seguridad complejos, así que ¿para qué complicarse?
Pero ahora, al oír el timbre y recordar los ojos azul hielo del
desconocido, deseó contar con algo que pudiera bloquearle más eficazmente el acceso a su casa.
Había tardado una hora en calmarse después de la breve conversación que habían tenido más temprano. Había estado tan nerviosa y alborotada ¡que casi se había equivocado de camino para regresar a su casa!
Tal vez no fuera él quien tocaba el timbre. Podía ser que últimamente pensaba tanto en Pedro que lo tenía muy presente. Así que al sonar el timbre, asumió naturalmente que sería él. Pero podía ser uno de sus vecinos. Tal vez, Jennie, la mujer de al lado, necesitara una niñera, porque su esposo estaba llegando tarde del trabajo y necesitaba salir por algún motivo. O podía ser Leandra, de enfrente, que venía a devolverle la fuente que le había pedido prestada la semana pasada.
Paula siguió mirando fijo la puerta. Se sobresaltó nuevamente cuando volvió a sonar el timbre una vez más porque no había abierto la puerta.
Con inquietud creciente, caminó hacia el vestíbulo. Estaba absolutamente segura de que hoy no vería su fuente ni jugaría al Candyland con los niños. No, la persona del otro lado de esa tabla de madera vertical era su desconocido, el hombre con los ojos raros e intimidantes. El hombre por el que se saltaba el desayuno para poder verlo en las mañanas.
El hombre que la atemorizaba como ningún otro.
Los dedos le temblaron al apoyar la mano sobre el picaporte de estilo artesanal. Respiró hondo antes de girar el frío metal. Toda su mente oyó el movimiento de la puerta que se abría. El leve chirrido cuando liberó el cerrojo, el raspado al retraer los pestillos, y el sonido sibilante cuando el viento cambió de dirección en cuanto se abrió la puerta.
—Creí que no abrirías nunca —dijo la voz profunda e hipnótica de Pedro Alfonso.
Paula tembló al oírlo, y su mente repitió las palabras una y otra vez.
—Sabía que eras tú —susurró. El aliento le quedó atrapado en la garganta y los ojos se le agrandaron de fascinación al observar el hombre apuesto e increíblemente viril parado en la puerta de su casa.
—¿Esperabas a otra persona? —preguntó, sonriendo. Lucía preciosa asomándose por la puerta. Parecía tibia y hogareña, como si hubiera estado leyendo un libro debajo de una frazada.
Paula no quería que creyera eso, y rápidamente sacudió la cabeza.
—¡Para nada!
—Qué bueno. Entonces ¿no interrumpo nada?
Ella sonrió a pesar de los nervios.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó. Contuvo la respiración, esperando con ansias que no estuviera allí sólo para venderle la subscripción a una revista o algo igualmente tedioso.
—Puedes abrir la puerta y dejarme entrar —replicó. Estaba apoyado contra el marco de la puerta. Tenía un aspecto elegante, ultra sofisticado, y llevaba el saco del traje costoso abierto sobre el vientre plano. La corbata de quinientos dólares había desaparecido y los primeros botones de la camisa de algodón indio estaban desabrochados.
¡Qué desgracia! ¡Hasta el cuello era sexy!
Suspiró exasperada consigo misma, preguntándose por qué desconfiaba tanto de este hombre. Todos los días conocía a ejemplares del sexo masculino.
Evitaba los bates porque los hombres intentaban seducirla constantemente. Así que resultaba casi molesto que este tipo no la irritara como los demás. Con los otros, tenía una coraza para defenderse, pero sabía que con éste estaba indefensa. Su rostro adquirió un intenso tono rosado y los nervios le provocaron algo que ni siquiera quería intentar describir.
Se mordió el labio, preguntándose cómo saldría de ese embrollo.
—No lo sé.
Pedro sonrió. Se sentía aliviado de que no le hubiera cerrado la puerta en la cara.
—¿Acaso no estás interesada en averiguar la razón por la que vine? — preguntó.
Paula se mordió el labio inferior, tratando de decidir cuánto temía a este hombre, y cuánto de ese temor era infundado.
—No creo que deba interesarme el motivo por el que estás aquí —replicó, con total honestidad y el asomo de una sonrisa tímida.
Él se rio por lo bajo. El sonido grave de su risa hizo que el corazón le palpitara más rápido en el pecho.
—Al menos, es una respuesta sincera. —Enderezó lo hombros y se irguió.
Paula advirtió de pronto lo pequeña que era realmente comparada con Pedro Alfonso. —¿Qué te parece si entro y te entrego mi presente? —sugirió y levantó la botella de vino que había sacado de su bodega.
Había llamado a Javier para decidir sobre la cena de negocios a la que había accedido a ir ese día. Pero cuando Javier lo puso al tanto de la situación, estuvieron de acuerdo con que no era absolutamente necesario que un representante del Grupo Alfonso tuviera que ir a esa cena en particular, así que por eso había venido, esperando disfrutar de una velada tranquila con la preciosa Paula Chaves.
Paula inhaló bruscamente cuando leyó la etiqueta del vino.
Levantó la mirada súbitamente hacia sus gélidos ojos azules, deseando que hubiera traído otra cosa que no fuera vino. ¡El vino era su perdición! Y cuando se atrevió a echar un vistazo hacia abajo, soltó una exclamación:
—¡Eso es hacer trampa! —dijo, entornando los ojos. Palmer 2009 Margaux era uno de los grandes vinos del año. ¡Y ella amaba el vino! Rara vez lo bebía, porque no podía darse el lujo de comprar los vinos costosos con su salario, pero su madre le había enseñado a apreciar de verdad la apasionante intensidad y la explosión de sabores que había en un buen vino.
Pedro apoyó la palma de la mano sobre la puerta y empujó con serenidad.
—Voy a entrar, Paula —dijo suavemente. Sus fríos ojos azules jamás se apartaron de los suyos verdes, en los que se veía la preocupación. Buscaba una señal de resistencia. Pero ella no podía echarlo. Y no tenía nada que ver con la fabulosa botella de vino que llevaba en la mano.
Tenía todo que ver con la mágica sensación que sentía en el momento en que el tipo se abrió paso para entrar en su casa. Había pensado que era excepcionalmente apuesto desde el otro lado del edificio. Y hoy, mientras la acompañaba a su auto, había sido asombrosamente directo, un rasgo de personalidad que, por lo general, desdeñaba. Pero en este hombre, parecía que encajaba a la perfección. Ahora, teniéndolo allí parado delante de ella,
haciéndola sentir pequeña y femenina con su imponente presencia y sus hombros corpulentos, no le podía negar la entrada. Tenía algo que la convocaba como ningún otro hombre lo había hecho jamás.
—¿Copas? —sugirió cuando ella se quedó allí paralizada en el vestíbulo.
Paula se sobresaltó. Se sentía avergonzada de haberse quedado de pie, mirando fijamente los hombros del individuo, y alejó la mirada.
—¡Claro! ¡Copas de vino! —Giró sobre sí misma, de hecho sorprendida por haberse olvidado del vino, la estrategia principal para entrar en su casa. ¡Jamás se olvidaba del vino!
Se desplazó hacia la cocina, intentando volver a poner la mente en funcionamiento.
—¿Cómo sabías dónde vivo? —preguntó, al tiempo que extendía los brazos para alcanzar dos copas de vino de la alacena encima de la heladera.
Estaban cubiertas de polvo por la falta de uso, así que las limpió en la pileta, aterrada de mirar la ventana que estaba delante. La oscuridad exterior transformaba la ventana en un espejo y, si en ese preciso momento se cruzaba con la mirada de él en el reflejo, era muy probable que terminara soltando las copas.
Pedro observó con creciente interés a la mujer que estiraba los brazos hacia arriba, en tanto el suéter rosado que llevaba acompañaba a sus brazos para revelar una porción de pálida piel en la espalda, que le permitía una visión ilimitada de su adorable trasero. Era redondo y firme, y el pantalón negro que había llevado esa mañana al trabajo se ajustaba a sus suaves curvas. Seguía con el suéter rosado, pero ya no lo tenía sobre los pantalones. Sospechaba que ni siquiera advertía lo adorable que lucía, agotada y con el cabello revuelto.
Estaba acostumbrado a verla perfectamente peinada y caminando con determinación profesional. Le gustaba este look. Resultaba mucho más atractiva. Y definitivamente más sexy.
Giró con las copas que ahora brillaban, deslizando con reticencia los ojos hacia los suyos, y él quiso besarla. Quiso saber lo que sentiría teniendo esos pechos suaves y erectos presionados contra el torso, los cálidos suspiros de ella sobre el cuello. Y al imaginarlo, su cuerpo reaccionó al instante.
Ella esperó expectante, mirando rápidamente de sus ojos a la botella.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba pensando, su corazón se aceleró y sintió las mejillas ardientes.
—Oh —suspiró, y casi olvidó las copas que llevaba en la mano.
Pedro sabía que la estaba poniendo aún más nerviosa. No había sido su intención, pero la mujer lucía increíblemente sensual de pie, con una mirada de confusión. Sonrió y cedió ligeramente.
—¿Sacacorchos? —preguntó.
De nuevo, el cuerpo de Paula se sobresaltó con la pregunta y con la conciencia de que seguía mirando su boca, como si estuviera prácticamente suplicándole que la besara.
Ella asintió con la cabeza y colocó las copas sobre la mesada detrás de ella. Las apoyó con tanta fuerza que estuvo a punto de romperle el tallo a una de ellas cuando erró la mesada por los nervios. Sentía los dedos torpes mientras rebuscaba en los cajones de la cocina. Cuando finalmente halló el sacacorchos, giró, sosteniendo el instrumento en alto, con una mirada triunfal.
—Lo encontraste —dijo él, con una chispa divertida en los ojos—. ¿Debo suponer que no bebes vino a menudo? —preguntó mientras abría la botella expertamente.
Ella sonrió, recostándose sobre la mesada, aliviada de tener un instante de respiro para dejar de pensar por unos instantes.
—No, casi nunca.
—¿Tomas cerveza, entonces? —preguntó, sirviendo vino en ambas copas antes de darle la suya.
—Cada tanto me gusta tomarme una cerveza —dijo, aceptando la copa con excitación creciente—. Pero tengo que admitir que me muero por una buena botella de vino. Eso explica por qué en este momento estás parado en mi cocina —dijo sonriendo tímidamente.
—¡Una verdadera interesada...! —se rio y chocó la copa de ella—. Brindo por habernos finalmente conocido —propuso.
Paula pensó en sus palabras, y luego sonrió y acercó la copa a la nariz.
Se tomó un momento largo para disfrutar el bouquet,
esperando que el aroma frutado le llenara las fosas nasales y colmara todos sus sentidos. Bebió un primer sorbo, y dejó que el vino se deslizara suavemente por la boca, sintiendo la explosión de su fragancia sobre la lengua, asombrada por el extraordinario sabor.
—¡Cielos! —suspiró feliz, con los ojos aún cerrados mientras paladeaba su primer sorbo—. Esto es realmente maravilloso.
Pedro observó mientras la mujer que consideraba el ser humano más sexy sobre la Tierra terminaba de volarle la cabeza con la imagen más sensual que había visto en su vida. El disfrutaba del vino como todo el mundo. Pero observar a Paula Chaves dando su primer sorbo del Palmer Margaux le provocó un deseo irrefrenable de poseerla. Quería que toda esa pasión, la sensibilidad erótica, estuvieran dirigidas a él, o compartidas con él, mientras la llevaba a la cima del gozo.
Se hallaba de pie, como a un metro de distancia de ella, en la pequeña cocina azul, mirándola con extrañeza. Tenía la botella de vino en una mano y la copa de vino en la otra, pero él sólo atinó a quedarse allí, parado, mirándola.
—¿No vas a probarlo? —preguntó ella, levantando la mirada para observarlo con curiosidad.
Pedro parpadeó y miró su vaso.
—No creo que necesite hacerlo. Ver el placer que sientes es mucho más interesante que cualquier cosa que haya visto jamás —dijo y observó con fascinación cómo se volvía a ruborizar. Se preguntó si se quemaba o se bronceaba al sol. Era probable que se quemara por la palidez de la piel, pensó, advirtiendo los destellos color platino en su cabello. —Entonces, ¿de qué trabajas? —preguntó, tratando de cambiar de tema para que ella se sintiera más cómoda en su presencia. Sabía por instinto que debía lograr, primero, que ella se acostumbrara a él antes de poder avanzar, y dado que se estaba muriendo por tomarla en los brazos, tenía que acelerar el proceso de conocimiento o de otro modo quedaría consumido por las brasas del deseo.
Lo condujo fuera de la cocina, para que estuvieran más a gusto en su pequeña sala de estar.
—Trabajo como contadora en la oficina de Ramiro Moran.
Aquello le sorprendió, sabiendo cómo Ramiro trataba a su personal. Esta mujer parecía una persona de pocas pulgas.
—Y te gusta el trabajo? —preguntó, pensando que no tenía aspecto de contadora. Tenía el perfil más de una bailarina o de una chef gourmet, alguien con pasiones ocultas y secretos que él quería descubrir.
Paula se encogió los hombros:
—Paga la hipoteca —dijo, y dirigió su mirada alrededor de su diminuta casa—. Es pequeña, pero amo esta casa —explicó.
Sólo tenía una sala de estar y una cocina con un baño de visitas en la planta baja, y dos pequeños dormitorios
arriba, pero era todo suyo. Pagaba la hipoteca religiosamente todos los meses, y mantenía un registro minucioso de sus ingresos y gastos. Le habían enseñado de niña que los ladrones no podían jamás ser dueños de propiedades; tenían que estar preparados para huir en cualquier momento. Paula había vivido por todo el mundo y hablaba perfectamente francés, italiano y español. También alemán, el suficiente como para defenderse, y un poco de portugués. Pero sólo porque su madre y su padre la habían arrastrado por todo el planeta, en pos del siguiente "proyecto". Paula había aprendido a adaptarse, a pasar inadvertida y a comprender rápidamente la cultura de cada ciudad; incluso, había absorbido el dialecto y los acentos, para que la gente no creyera que era una extraña.
Los extraños eran peligrosos. Para tener amigos, era mejor apostar por alguien que "hablara el mismo idioma".
Pedro también echó una mirada a su alrededor, impresionado por la calidez del ambiente. Era como si hubiera un fuego prendido en la chimenea, pero en realidad eran los tonos cálidos y la suave iluminación. Había realizado un gran trabajo para conseguir que la sala luciera placentera y cómoda.
— Hace cuánto vives aquí? —preguntó. Y la conversación continuó durante horas. Sentada delante de él, ella se hizo un ovillo en su enorme sillón, relajándose a medida que el vino penetraba su torrente sanguíneo, y volviéndose más comunicativa que lo habitual. Él era un hombre fascinante.
Había visitado casi todas las ciudades en las que había estado ella, y también hablaba varios idiomas. Al final de la velada, sentía que lo conocía más en profundidad, pero jamás aceptó que podría llegar a conocer su mente. Este hombre no era como los caballeros simples y sin vueltas con los que ella había salido esporádicamente en el pasado.
Mientras hablaban de arte e historia, la universidad, sus comidas favoritas, Paula comenzó a advertir que la personalidad compleja de Pedro Alfonso tenía un sinfín de facetas. Era un tipo sorprendente. Sinceramente podía decir que jamás había conocido a nadie más inteligente ni bien educado, incluido su padre, lo cual era decir mucho. Tal vez su padre no hubiera asistido a ninguna universidad, pero podía conversar sobre cualquier tema como el mejor. Se enorgullecía de leer todo lo que le cayera en las manos, pero el hombre que estaba sentado en su sala de estar era mucho más culto, capaz de conversar casi sobre cualquier tema. Incluso sabía sobre arte, un tema en el que no muchas personas se destacaban.
Por supuesto, Paula no entró en detalle sobre su propio conocimiento del arte y de la historia del arte, y ni siquiera tocó el tema de su habilidad para distinguir los diamantes reales de los falsos, mucho menos, de su capacidad para detectar de un vistazo el diamante perfecto en cualquier sala que se hallara. No, todas las habilidades que le habían transmitido sus padres sólo llevarían a preguntas. Preguntas que no podía responder. O al menos que no debía responder. Las respuestas generarían otra catarata de preguntas.
Habían terminado la botella de vino y Paula ahogó un bostezo... No quería que él lo viera porque probablemente se levantaría para marcharse. Pero esta vez, no pudo reprimirlo, y él miró rápidamente su reloj, advirtiendo lo tarde que era.
—Será mejor que te deje dormir —dijo Pedro, poniéndose de pie.
Paula también se puso de pie. Se sentía tremendamente desilusionada por que la velada compartida tocara a su fin.
Deseó que se le ocurriera algo para hacer que permaneciera en su casa, que le siguiera conversando. Pero ahora que lo tenía más cerca, sintió que se le paralizaba la mente.
—Bueno... —comenzó a decir, ocultando las manos detrás de la espalda, sintiéndose de pronto tan nerviosa y torpe como una adolescente en su primera cita—. Este..., gracias por traer el vino. Estuvo increíble. —¡Eso! Qué gran manera de despejar el ambiente y decir adiós. Si sólo pudiera quedarse de este lado de la mesa ratona, entonces tal vez evitaría arrojarse en sus brazos y rogarle que le diera un beso de buenas noches.
Pedro intuyó perfectamente lo que quería hacer, y no se lo iba a permitir. Había querido besarla desde el momento en que entró en su casa, y no iba a poder hacerlo si ella se quedaba de ese lado, con la mesa de por medio.
—Acompáñame a la puerta —le ordenó, sin esperar que respondiera, extendiendo el brazo para tomarla de la mano y conducirla hacia la puerta de entrada.
Cuando estuvieron parados en el diminuto vestíbulo, con la mano de Paula aún en la suya, ella fijó la mirada hacia adelante, mirándole sólo el pecho. No podía observarlo a los ojos ni a la boca. Si lo hacía, él sabría lo desesperada que estaba por besarlo. Cuánto deseaba que sólo la tomara entre sus brazos y le hiciera el amor apasionadamente.
Y con cuánta desesperación deseaba ser la hija de cualquier otro. Más temprano, había visto a este hombre con el presidente de los Estados Unidos.
Ahora sabía que era abogado, lo cual significaba que era un oficial de la Corte..., a sólo un paso de la policía. Un abogado y una ladrona no debían juntarse bajo ningún pretexto, se dijo con firmeza.
—Buenas noches —susurró, tratando de ocultar el nerviosismo y la tristeza que se colaban en su voz y en su mirada.
Pedro no la despacharía tan rápido. Sabía que ambos necesitaban lo que estaba a punto de suceder. Se inclinó más, puso un dedo bajo su mentón, y le levantó el rostro para que lo mirara. Allí en esa mirada vio lo que estaba buscando. La misma necesidad que le recorría el cuerpo.
Y fue todo el permiso que hizo falta. Agachándose aún más, tomó sus labios con los suyos, besándola con suavidad, lento, provocándola para despertar su deseo. El aliento de Paula brotó con un siseo aturdido y grave al tiempo que levantó la mirada. Pero aquello sólo duró una fracción de segundo antes de que levantara la boca una vez más, pidiéndole en silencio que continuara besándola. Sabía que era un error, que esto no podía llegar a nada, pero por esta única vez, este único beso, disfrutaría de todas las sensaciones, de la sorpresa y del asombro de sentir una euforia como la que sentía en brazos de este hombre.
No advirtió que sus propios brazos se habían deslizado hacia los hombros de él, y estaban ahora envueltos alrededor de su cuello, ni que tenía los dedos hundidos en su cabello, sintiendo la textura de sorprendente suavidad.
Hubo un momento en que todo comenzó a girar en torno de ella, pero luego sintió la puerta por detrás y se dio cuenta de que él la había corrido, para tenerla contra la puerta y presionarla contra su cuerpo. La sensación le produjo vértigo. Presionó sus suaves curvas contra él, soltando un jadeo de sorpresa y deleitándose con el poder que ejercía sobre este hombre fuerte y viril. Había tenido las manos en su cintura, pero ella tembló cuando sintió que se deslizaban hacia arriba y se envolvían alrededor de sus costillas. Le suplicó en silencio que siguieran subiendo.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para reaccionar. Esta mujer era tan voluptuosa y sexy que lo único que deseaba era seguir besándola así. Intentó parar, pero en ese momento la mano de ella le tocó la mejilla y volvió a perder el control. La levantó y las manos de él se movieron hacia sus caderas para luego sujetar sus piernas, que quedaron envueltas alrededor de su cintura.
Paula no podía creer lo que estaba sucediendo. No podía estar haciendo esto, pensó cuando levantó la cabeza. Luego la urgencia por tocarle la piel fue tan abrumadora que sacó la mano de su cabello y le rozó la sólida curva de la mandíbula con los dedos, fascinada con la textura.
Era más áspera de lo que creyó, más fascinante y ardiente al tacto. No se dio cuenta de que estaba jadeando en su intento por respirar ni que su pecho se agitaba contra el suyo. Lo único que sabía era que le ardían las puntas de los dedos del simple contacto con su piel. Y luego perdió el control absoluto.
Las manos rudas de él la levantaron aún más, y reclamó su boca con un beso violento. ¡Necesitaba aún más! No era suficiente, y ella movió el cuerpo. Cuando sintió aquella dureza, dejó caer la cabeza hacia atrás..., no, ya no lo tenía sobre el estómago, estaba... ¡justo en ese lugar! Creyó que los ojos le comenzarían a girar en la cabeza por la oleada de placer que le recorrió el cuerpo una y otra vez, pero ni siquiera eso era suficiente.
Todo era tan maravilloso. Cada vez que él movía la mano, cada lugar que tocaban sus labios duros y demandantes sólo incrementaba el deseo aún más.
Jamás había experimentado nada como sus caricias y sus besos, y quería más.
Pedro apartó la cabeza hacia atrás y la miró fijo a los ojos. —Paula, si no paramos ahora, voy a subir las escaleras contigo y te voy a hacer el amor. —La observó, tan excitado por la mirada en sus ojos que le costó siquiera hablar. — ¿Me entiendes? —le preguntó impaciente cuando ella siguió dirigiéndole la mirada abrasadora de sus preciosos ojos verdes. ¡Maldición! Sentía un deseo casi primitivo por esta mujer.
No podía creer lo rápido que se habían salido las cosas de control. Había querido darle un suave beso de buenas noches y luego irse. ¿Cómo había llegado al punto de estar duro como una piedra y rogándole en silencio que le diera
permiso para seguir?
Sus palabras le llegaron por fin a través de la bruma del deseo, y Paula soltó un grito ahogado cuando se dio cuenta de la posición en la que estaba.
—¡Cielos! —exclamó, y se liberó de sus brazos.
—¡Espera! Paula, no... —y gimió cuando las caderas de ella se movieron contra él. Paula sabía exactamente lo que estaba sintiendo él porque ella también lo sentía. Ese deseo frenético y casi enloquecedor cuando se movió contra su erección también la atravesó. Se quedó helada, sin querer que el cuerpo volviera a hacer nada que le provocara esa sensación otra vez. Y sin embargo..., tal vez si ella...
—¡Paula...! —gimió él, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza—. Sabes exactamente lo que estás haciendo, ¿no es cierto? —preguntó con una ligera sonrisa en aquellos labios que ahora Paula sabía podían entregar tanto placer. ¿Cómo podía un hombre con un aspecto tan severo y reservado saber besar así?
—Lo siento —susurró, y sus dedos se aferraron a sus hombros para evitar cualquier movimiento—. ¿Cómo hago para bajar sin...? —no podía decir las palabras y sabía que el rostro le ardía de vergüenza.
—Aférrate a mí —le dijo y se acercó, tomándole las caderas con las manos. Con delicadeza extrema, la levantó y la apoyó una vez más sobre el suelo. —Listo —gruñó, pero sus manos no se apartaron de ella y su cuerpo volvió a presionarse contra el suyo una vez más—. Tengo que irme —dijo con esa voz ronca y sexy. No se marchó. Su cuerpo presionó el de ella contra la puerta, y le buscó la boca con sus labios para volver a besarla. Esta vez fue más suave, sensual pero aún más ardiente que el anterior.
Ella gimió y volvió a pasarle los brazos alrededor del cuello, arqueándose contra su cuerpo, reclamando ese placer, necesitando aún más.
—Me tengo que ir —volvió a decir, pero sus labios se movieron contra su cuello, y la hicieron temblar de placer cuando encontró un lugar en la base donde parecía que todas las terminaciones nerviosas se unían, incitando aún más el deseo.
Ella se alejó apenas, sorprendida.
—Tienes que irte —susurró, pero los dedos siguieron prendidos de su cabello y su cuerpo seguía moviéndose contra el suyo.
—Ahora me marcho —dijo y apretó los dientes. Esta vez lo logró. Se apartó y apoyó los brazos contra la puerta de madera detrás de ella.
—Gracias por esta noche —dijo, y le tocó la mejilla con el dedo áspero.
Ella suspiró, al tiempo que sentía que se derretía contra la puerta que tenía detrás. Apenas podía mover los dedos para hacer funcionar el picaporte, pero al fin lo consiguió. Lo giró, sin lograrlo la primera vez, y lo intentó de nuevo. Esta vez, fue capaz de accionar el picaporte y abrir la puerta. Casi se olvidó de apartarse de la puerta, pero como se tropezó sobre los pies al abrirse la puerta, se dio cuenta de que debía moverse.
—Buenas noches, Paula —volvió a decir y salió caminando hacia la noche fresca.
Paula se apuró apagando las luces en toda la sala lo más rápido posible.
Luego corrió al fondo de la sala... justo a tiempo para verlo meterse dentro del auto. Cuando tenía la puerta abierta y un pie adentro, él dudó y volvió a mirar la casa. Paula se quedó mirando, mordiéndose el labio y rogando que regresara y terminara lo que había comenzado. Ella misma no tenía el coraje para pedírselo, pero no había célula en su cuerpo que no estuviera preparada para averiguar cómo sería hacerle el amor a Pedro Alfonso.
AI final, él sacudió la cabeza y se metió en el asiento del conductor. Un instante después, su auto poderoso traspuso la calle, y Paula se desplomó contra la pared, tan decepcionada que pensó que rompería en llanto.
En cambio, levantó las dos copas y la botella vacía de vino.
Puso la botella en el tacho de basura de reciclaje, y los vasos en la pileta, tras lo cual se dirigió arriba. Se preparó para acostarse, saco su camisón de franela y se lo pasó por encima de la cabeza. Deseó estar haciendo lo opuesto. De hecho, se ruborizó al darse cuenta de todos los pensamientos que le recorrían la mente mientras se cepillaba los dientes y se lavaba la cara. En realidad, no quería que Pedro regresara. ¡Recién lo había conocido hoy!
Tuvo que recordarse a sí misma una y otra vez que éste era el tipo de hombre que cenaba con personas importantes. ¡No era el hombre para ella!
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