sábado, 6 de mayo de 2017
CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuando finalmente la oyó moverse arriba, le sirvió una taza de café, le puso una cucharadita de azúcar, y luego subió las escaleras con la taza a cuestas.
—Buenos días —dijo, reclinándose contra el marco de la puerta mientras la observaba mirar las cosas de la habitación, tratando de ubicarse.
Paula se apartó el cabello rebelde de los ojos, y miró a su alrededor, sin reconocer nada salvo al hombre que estaba de pie en la entrada de la habitación.
Atribuyó su boca reseca a la bebida de la noche anterior, y no al hecho de que el tipo no tuviera una camiseta puesta y llevara los jeans caídos sobre las delgadas caderas. Su reacción no tenía absolutamente nada que ver con esos músculos bien marcados en la parte inferior del abdomen, o los hombros y bíceps tan trabajados.
Definitivamente, no era justo, pensó con creciente recelo mientras trataba de sostener la suave manta delante de ella.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz ronca.
Ya le daba vergüenza no llevar puesta otra cosa que su ropa interior favorita de encaje negro, pero ahora se sintió turbada por que la afectara tanto el hombre que estaba de pie en la puerta de la habitación, como una especie de dios griego, y no tenía ni idea de dónde estaba ni de lo que había sucedido anoche después de meterse en su auto. Los asientos de cuero habían sido tan mullidos, y ella había estado tan cansada. Había sido una semana larga y agotadora en el nuevo empleo, y el broche de oro fue el traumático encuentro con el hombre que... ya no amaba, pero que había amado en algún momento de su vida. Hacía mucho tiempo.
—En mi casa —replicó Pedro, entrando al dormitorio y entregándole la taza de café humeante—. Tienes muy mal aspecto —señaló.
Paula ni se molestó en discutir con él. Sabía que tenía un aspecto terrible, pero su prioridad en ese momento era la cafeína. Podía decir lo que quisiera en ese momento, pero no discutiría con él hasta no tomarse un café.
Se recostó sobre las almohadas, sintiéndose horriblemente cohibida, con la taza de café aferrada entre ambas manos, mientras intentaba, desesperada, asirse también de la manta. Sinceramente no sabía qué era más importante, si asegurarse la dosis que necesitaba de cafeína u ocultar el cuerpo de aquellos ojos que lo conocían todo.
— ¿Por qué estoy en tu casa? —preguntó.
El levantó una ceja sardónica, y sonrió levemente:
—Porque anoche estabas demasiado borracha para decirme en dónde vivías.
Ella alzó las cejas al escuchar una respuesta tan pueril.
—¿Y no te molestaste en leer mi registro de conducir...? —preguntó con furia creciente.
Pedro ladeó la cabeza:
—Hmm... no se me ocurrió —replicó. No se le había ocurrido, porque la quería allí.
Y no había más que decir.
Se mordió el labio y miró a su alrededor, aferrada con los dedos a la manta que intentaba subir aún más, aunque le descubriera los dedos del pie. Dobló las piernas, para que no quedara más piel expuesta. Recordaba demasiado bien lo que a él le gustaba hacer cuando veía piel, y no estaba en condiciones mentales de resistirse.
No es que intentaría hacer algo, se dijo a sí misma. Habían terminado hace tiempo.
No había motivo alguno por el cual podría desearla ahora.
— ¿Nosotros...? —preguntó, dejando la frase sin terminar.
Él sabía exactamente lo que estaba preguntando y decidió divertirse un poco con ella.
— ¿Si hicimos el amor? —preguntó, y gozó de la chispa que se encendió en sus ojos—. ¿Si gritaste cuando alcanzaste el clímax como lo hacías cada vez que te tocaba? —Hizo una pausa para dejar que sus palabras calaran hondo. —¿Si estuvimos toda la noche abrazados, calmando ese deseo que, evidentemente, no se ha apagado incluso tras tantos años de no vernos?
—Basta —susurró ella. Asomó la lengua para lamerse los labios, sintiendo que el deseo comenzaba a palpitar una vez mas dentro de ella. No quería sentir esto por
Pedro. Él ya le había destruido el corazón una vez, y le había llevado mucho tiempo rehacer su vida. Si bien aquella noche había sido Paula quien lo abandonó, fue Pedro quien la echó por la puerta al suponer que ella dejaría todo para seguirlo y que él no debía sacrificar nada por ella. Aquel semestre fue un suplicio; quedó tan angustiada por la traición de Pedro que ni siquiera pudo tomar los cursos de verano.
— ¿Basta qué? —preguntó, mirándola desde arriba con aquel ardor, aquella intensidad que ella jamás había podido ignorar—. ¿Basta de decir lo que ambos queremos? —sugirió. Se quedó donde estaba, sin entrar en la habitación, pero no importó. Su presencia resultaba más poderosa que cualquier movimiento o distancia que pusiera entre los dos. —¿O basta de ofrecerte lo que tan desesperadamente necesitas?
—Me refiero a que dejes de hablar —dijo, y deslizó las piernas hacia la izquierda, levantándose de la cama. Fue difícil ya que no quería soltar ni la manta ni la taza de café.
Pedro la observó, sacudiendo la cabeza.
—Jamás pudiste caminar desnuda cuando estabas conmigo, ¿no es cierto? —dijo, burlón.
Ella giró la cabeza bruscamente y se sonrojó.
— ¿Dónde está mi ropa? —preguntó apremiándolo, intentando mantener un poco de decoro, pero sabiendo que poco le faltaba para quedar completamente mortificada. En especial, porque la miraba con tanta intensidad, y esos ojos de Azul hielo jamás se apartaban de su cuerpo, a pesar de que la manta le cubría cada centímetro de la piel.
—En el armario —dijo, recostándose hacia atrás y observándola, disfrutando de cómo caminaba y mantenía la cabeza en alto. Era la personificación de la gracia, y deseó que simplemente se rindiera y aceptara que lo que hubo entre ellos todos esos años atrás no había muerto por falta de comunicación. De hecho, la necesidad que sentía por ella se había vuelto más fuerte. No podía creer la intensidad con que deseaba apoderarse de Paula y hacerle el amor, tocar cada parte de ese cuerpo apetecible.
Se apartó de la puerta y se dio vuelta, intentando recuperar la compostura tras la reacción de tenerla una vez más en su habitación.
—Espero que tengas hambre —dijo en voz alta, dirigiéndose hacia el corredor—. Estoy preparando una omelet a la española. —No estaba resguardando a Paula de su mirada impiadosa; necesitaba alejarse de ella para preservarse a sí mismo. Había un límite a lo que un hombre podía soportar en la vida.
Paula lo observó salir de la habitación, deseando poder apartar la mirada y permanecer inmune a su físico. Pero pensándolo bien: ¿qué mujer dejaría de mirarlo? ¡El tipo era un dios!
Cuando se hubo marchado, suspiró y templó aún más la manta alrededor del cuerpo, bebiendo otro sorbo reanimador de café.
—¿Omelet a la española? —repitió de pronto.
El estómago le hacía ruidos, y se dio cuenta de que no comía desde el yogur del desayuno del día anterior. Justo se cruzó con Pedro cuando estaba a punto de almorzar, y luego se le fueron las ganas de comer. Después salió a tomarse unos tragos con las mujeres la noche anterior y... pensó detenidamente..., no, tampoco había cenado. Hubo nachos y salsa, pero Paula sabía que había estado demasiado ocupada queriendo borrar el recuerdo de Pedro de su mente y de su cuerpo para preocuparse por comer algo nutritivo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ayyyyyy, qué linda se está poniendo jajajaja.
ResponderEliminar