domingo, 7 de mayo de 2017
CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula abrió varias puertas, y encontró un baño revestido en madera blanca y gris.
Qué precioso, pensó con envidia. Tenía tragaluces en el techo y la ducha parecía una amplia habitación vidriada, pero con las paredes exteriores revestidas con piedras grandes y suaves, y azulejos que combinaban en el suelo. Se ruborizó imaginando a Pedro en aquel espacio, con el agua precipitándose con fuerza sobre esos músculos y...
Sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Después de arreglarse un poco, finalmente encontró el armario donde había estado colgado su vestido, y se lo volvió a poner. Pero no se puso los zapatos; en cambio, los llevó abajo sosteniéndolos en una mano. Se sentía un poco ridícula caminando descalza por el feudo de Pedro. Pero no pudo negar sentirse fascinada por todo lo que iba viendo. Su casa enorme y espaciosa distaba mucho de ser el insulso departamento en el que había vivido antes. ¡Esta casa incluso tenía plantas! Le encantaban las plantas de interior;
consideraba que le daban a un lugar una sensación de vitalidad y salud. Ella siempre había tenido plantas en las casas donde había vivido, hasta mudarse a San Francisco.
Al llegar allí, sabía que no se iba a quedar para siempre, así que no había querido tener plantas que tal vez no iba a poder cuidar por sus largas horas de trabajo.
Después de mirar los demás ambientes, sin sentirse culpable en lo más mínimo, encontró a Pedro en la cocina.
Quedó extasiada ante el espacio y la luz, y ni qué hablar del equipamiento ultramoderno de la cocina. Se quedó mirando los hornos de convección, la reluciente cocina de seis hornallas, y los electrodomésticos más modernos, que hacían que cocinar fuera verdaderamente apasionante.
Y entonces vio a Pedro cocinando. Seguía sin la maldita camisa, y tan apetecible que casi se cae desplomada. Debió estar preparada para ello. Se había presentado en el dormitorio sin una camisa, ¿por qué iría a ponerse una ahora? Era sábado, así que obviamente estaba relajado en su propia casa, y quería sentirse cómodo. No importaba que su pecho descubierto la estuviera haciendo sentir muy, muy incómoda.
Miró a su alrededor y quedó impactada por la sensación acogedora a la vez que espaciosa de la cocina. Generalmente, se elegía ladrillo o piedra, pero, en este caso, ambos parecían combinar a la perfección. Sacaban a relucir la antigüedad de la casa, y el hecho de que se tratara de un lugar que había acogido a generaciones de familias a lo largo de los años. Los pisos de madera noble seguramente eran originales, pero habían sido lijados y barnizados para obtener un acabado brillante, y darle calidez a todo el ambiente.
Se volvió y miró a Pedro. Se le acababa de ocurrir algo:
—-Estás casado? —preguntó. Se sintió furiosa, dolida, y horriblemente traicionada. Bien adentro, sabía que no tenía ningún derecho a sentirse así, pero esperó, tensa, a que respondiera a su pregunta, haciendo caso omiso del terrible
malestar que sentía ante la posibilidad de que fuera cierto.
Pedro estaba parado al lado del horno, con la omelet terminada pero suspendida en el aire.
-—¿Casado? —preguntó, advirtiendo la furia en sus hermosos ojos—. -Por qué crees que estoy casado? —insistió, cortando la omelet por la mitad, y deslizándola hábilmente sobre dos platos.
La idea de que Pedro estuviera casado le dolía más de lo que pudiera soportar. Y el hecho de que no hubiera respondido de inmediato la dejó paralizada de terror.
— ¡Responde a la pregunta! —dijo, perentoria, avanzando a paso firme hacia la isla de la cocina, registrando todavía más detalles hogareños y sintiendo de pronto un feroz malestar. -Había sido una mujer la que de hecho había estado aquí para hacerla tan cálida y acogedora? ¿Se había casado Pedro en algún momento durante los últimos seis años? No era una imposibilidad, se dijo a sí misma, pero estaba desesperada por que no fuera cierto.
-—No, no estoy casado. Ahora dime por qué me lo preguntas.
Le volvió a llenar la taza con café, y luego llevó los dos platos a la mesa bañada por el sol que se filtraba por los grandes ventanales con vista a las praderas y los jardines.
Paula desestimó la sensación vertiginosa de alivio; decidió que la examinaría en algún otro momento a solas.
—Por todo esto —dijo, haciendo un gesto amplio con la mano para abarcar toda la calidez de la cocina, con los zapatos que le seguían colgando de las puntas de los dedos.
— ¿Esto? —preguntó mirando a su alrededor—. ¿Qué tiene de malo esto? —Siempre le había encantado este ambiente.
Creyó que a ella también le iba a gustar.
— ¡Tu casa! —le respondió, confundida, segura de que le estaba mintiendo acerca de su estatus marital—. No tiene nada que ver con tu departamento anterior. Esto es... —volvió a mirar a su alrededor, temblando por la ira y la traición— ¡precioso! — terminó por decir.
Pedro la observó un momento más, y luego estalló en carcajadas. Posó los dos platos sobre la mesa, agregando una generosa porción de papas doradas aderezadas.
—Bueno, me alegro de que te guste mi casa —dijo, y le sirvió un vaso de jugo de naranja recién exprimido—. Pero no estoy casado.
Sus palabras calmaron su malestar en el acto, y se relajó, casi mareada de alivio.
— ¿Tú mismo hiciste todo? -—le preguntó, abriendo los ojos con ilusión y temor.
—Siéntate —le dijo, ahogando la risa ante su incredulidad—. Come un poco.
Paula miró la omelet y el estómago le hizo ruidos. Así que, en lugar de ignorarlo o incluso de seguir discutiendo con él, se sentó frente a la mesa de desayuno soleada, apoyando los zapatos al lado de ella sobre el piso de amplios tablones.
Cuando dio el primer bocado, cerró los ojos en éxtasis.
— ¡Esto es increíble! —suspiró, tomando otra porción con el tenedor y metiéndosela en la boca—. -Quién la preparó? —preguntó, buscando la caja del delito.
Como lo había visto deslizar la omelet sobre el plato, él puso los ojos en blanco al escuchar su pregunta.
—Obviamente, la hice yo —le dijo, llenándole la taza una vez más.
Sus ojos se agrandaron. Había cocinado para ella en el pasado, pero jamás algo tan delicioso. Por lo general, habían sido sándwiches o una hamburguesa rápida. Lo más frecuente era salir a comer a restaurantes. Económicos si era ella quien pagaba, más caros si él lograba convencerla de que lo dejara pagar la cuenta.
—-Dónde aprendiste a cocinar? —preguntó, probando otro bocado de la esponjosa omelet rellena de queso y verduras—. -Esto está increíble! —exclamó.
—Gracias —dijo Pedro, tomando un largo sorbo de su jugo de naranja helado—. Respecto de cuándo aprendí a cocinar, fui aprendiendo aquí y allá. Mis hermanos cocinan todos, así que supongo que aprendí de ellos. Y una vez que empecé a hacerlo, me encantaba buscar recetas nuevas, aunque la mayoría de lo que cocino es bastante sencillo.
Paula suspiró como si estuviera en la gloria. No recordaba haber probado jamás algo tan sabroso.
—-Es pimiento jalapeño lo que le pusiste a la mezcla? —preguntó. Le costaba creer que pudiera ser lo suficientemente creativo como para ponerle un ají picante a una mezcla de huevo.
—Sí, los cultivo yo mismo. Algunos años no salen muy picantes, pero este año tuve una buena cosecha.
La mano quedó suspendida en el aire del otro lado de la mesa.
— ¿Cultivas tus propios ajíes jalapeños? —preguntó, asombrada y sin creerle del todo.
—Y tomates y otras hortalizas. Cultivé todo lo que comiste hoy, salvo los huevos y el queso —dijo, guiñándole el ojo.
Sabía exactamente lo que estaba pensando y le encantaba haberla sorprendido. Paula era una de esas mujeres con los pies sobre la tierra a la que no era tan fácil sorprender, así que esto era de antología.
—No te creo —le disparó a su vez, y dio otro mordisco—. E incluso si tienes una huerta seguramente contratas a alguien para que te haga todo el trabajo, ¿no es cierto?
El se rio, sacudiendo la cabeza ante su incredulidad.
—Por supuesto que no. De hecho, te llevaré a mi huerta después del desayuno. — Bajó la mirada al suelo, donde los zapatos elegantes descansaban al lado de sus pies descalzos. —Lógicamente, tendré que prestarte un par de botas mías.
Ella también echó una mirada del otro lado de la mesa, pero se fijó en sus pies y no en los de ella.
—No creo que me entren.
Él encogió los hombros.
—Como quieras, pero vas a ver mi huerta como sea. No voy a tolerar que pienses que te estoy mintiendo.
Ella se rio. Seguía sin creerle, pero le impresionaba que siquiera tuviera una huerta.
Paula volvió a sacudir la cabeza, y luego dirigió de nuevo la atención a su plato. Se moría por seguir comiendo, y la omelet era exactamente lo que su cuerpo necesitaba: mucha proteína y verduras.
—Bueno, vamos —dijo él cuando ella terminó.
Ella parpadeó y levantó la mirada:
—-Me vas a llevar a casa? Puedo...
—Te voy a llevar a mi huerta. Y después tal vez te lleve a tu casa. Y no te atrevas a decirme que te vas a tomar un taxi, porque serás severamente castigada si crees poder volver a hacer algo así.
Paula sabía que ambos estaban pensando en la última vez que se habían visto: a través de la ventana de un taxi en el momento en que Paula huía de él.
En lugar de responder, él levantó un par de botas que había sacado de su vestidor.
—Ponte éstas.
Paula no lo pudo evitar. Estalló en carcajadas, ya que jamás había conocido ese lado de Pedro. Habían pasado horas discutiendo diversas cuestiones legales, temas políticos, preferencias en cuanto a la comida y las mejores hamburguesas. Para ella, Pedro era la máxima expresión del hombre intelectual. Pero en ese preciso momento, se lo veía de hecho ansioso por mostrarle la huerta en la que al parecer estaba orgulloso de trabajar.
Miró hacia abajo a las botas; no sabía bien qué pensar.
Tomándolas de sus manos, se quitó sus tacos, y señaló a la puerta.
—Tú, primero. No veo la hora de conocer la huerta del gran Pedro. —Rápidamente, deslizó los pies dentro de sus enormes botas, sin que le importara en lo más mínimo lo ridícula que se veía.
Él enarcó la ceja al oír el cinismo en su voz:
—Aún no me crees, ¿no? —preguntó, abriendo la puerta y dando un paso hacia atrás para dejarla pasar primero.
Ella se detuvo en el escalón de cemento y encogió los hombros:
—Digamos que estoy lista para dejarme convencer.
Pero al mirar a su alrededor, se detuvo en seco, asombrada.
—Pedro, ¡esto es espectacular! —soltó un grito ahogado, viendo la increíble variedad de tonalidades color naranja intenso, rojo, amarillo, e incluso un poco de verde, en tanto el último aliento del verano se aferraba de las hojas.
—Gracias —dijo, levantando un balde que se había caído al suelo, y lo volvía a colocar en su lugar sobre la pared.
El modo en que manejaba el balde la hizo sospechar de algo para lo cual no estaba preparada.
—Pedro, ¿también eres el responsable de haber plantado todo esto? —preguntó.
Ahora sí que no sabía qué creer.
-—Sí —dijo, sin más, recorriendo con la mirada los arbustos que se ubicaban de manera escalonada sobre el sendero, salpicados con flores perennes.
Ella levantó la mirada para observarlo, percibiendo el orgullo en sus facciones, y supo que no le estaba tomando el pelo.
—Estoy realmente impresionada —dijo con suavidad, al tiempo que la admiración por todo lo que había logrado se reveló en su mirada.
Pedro le hizo un recorrido no sólo por la huerta de hortalizas, sino también por todo el prado que se encontraba en la parte posterior de la casa. Había un pequeño estanque en un rincón del terreno, donde acudían a beber los caballos, pero también había creado una pequeña área de descanso con pérgola de glicinas y todo.
—Esto es hermoso —exclamó Paula. Se adelantó para ubicarse sobre el patio de piedra, y levantó la mirada hacia arriba, a las hojas que comenzaban a cambiar de color. ¿También construiste esto?
—Sí, con la ayuda de Simon. Javier y Ricardo me ayudaron un poco, pero fue Simon quien lo diseñó.
Levantó la cabeza para observar con asombro todos los detalles, impresionada por las exquisitas molduras y el denso entramado de la glicina. Era fácil imaginarse los racimos derramándose en cascada entre las vigas cuando llegara el tiempo de la primavera, creando una preciosa cortina color púrpura.
— ¡Me encanta! —Y le dirigió una sonrisa.
—La huerta está por acá —dijo, sonriendo porque había estado imaginándola leyendo sobre una silla grande y cómoda bajo la glicina.
Tómate tu tiempo, se advirtió a sí mismo. Seguramente, se habían apurado demasiado la última vez, y él lo había arruinado todo. Ahora que estaba aquí, de pronto fue consciente de las ganas que tenía de que se quedara.
La condujo a través de más arbustos que se elevaban formando un muro alto, entre los cuales había un sendero de piedra. Al final del camino, había un espacio abierto con canteros elevados llenos de plantas dispuestas de modo agreste, salvo los tomates, de un color rojo intenso, y los pepinos colgantes que parecían más verdes que lo habitual.
De hecho todas las hortalizas en su jardín tenían colores
mucho más intensos y parecían más virales que las que habitualmente se veía en la verdulería.
Se quedó mirando, aun sin creer que él realmente lo hubiera hecho todo. Al mismo tiempo, era fácil advertir que no se trataba de una huerta profesional. No es que estuviera desprolija, sino que daba la impresión de que se la usaba de manera constante.
—Está bien, estoy convencida —se rio.
—Así que la próxima vez que te diga algo, me vas a creer, ¿no es cierto?
Paula levantó la mirada y se dio cuenta de que lo tenía más cerca de lo esperado.
Contuvo el aliento unos instantes e intentó dar un paso atrás, pero tenía la valla del jardín justo detrás.
—Creo que... —Se sintió atrapada, pero no deseaba realmente liberarse de esa trampa. Durante tanto tiempo había recordado la fuerza y el poder del cuerpo de Pedro, la manera que tenía de envolverla en sus brazos o el modo en que sus manos la tocaban, como si fuera su mujer, y jamás había querido que ningún otro hombre la tocara así.
—-Creo que debes regresar a la casa conmigo, y dejar que te haga el amor. —Se quedó mirándola, exigiéndole con aquellos ojos azul hielo que cediera a su propuesta.
Ella lo pensó con detenimiento. No cabía duda que seguía existiendo aquella intensa química entre los dos. No le resultaba para nada adverso experimentar aquel clímax maravilloso que sólo Pedro era capaz de darle.
Pero no podía correr riesgos. Había quedado tan lastimada la última vez... Hacía seis años había confiado completamente en él sólo para que se diera vuelta y le rompiera el corazón porque no estaba dispuesto a hacer ningún tipo de sacrificio por su relación. Había querido que ella lo hiciera todo. A su modo de ver, aquello sólo fue una prueba de que ella lo había amado mucho más que él a ella.
O tal vez no, porque tampoco ella había estado dispuesta a dejarlo todo para seguirlo. O tal vez él no la había querido lo suficiente como para sacrificarse por ella.
Tal vez habían sido ambos demasiado jóvenes y demasiado tercos.
En cualquier caso, le había dolido demasiado, y no podía volver a pasar por lo mismo.
—Necesito irme a casa —dijo con suavidad, y apartó la mirada. No se molestó en esperarlo, sino que caminó fatigosamente por el jardín de regreso a la casa. Una vez en el vestíbulo, se quitó las botas y las colocó con cuidado a un costado, al tiempo que deslizaba los pies dentro de sus propios zapatos.
—Llamaré un taxi —dijo.
Pedro se enfureció ante la sugerencia. Era igual que la última vez, ambos enojados y tristes, y ella, sólo deseando huir. Esta vez, no.
—Te llevaré yo —le dijo bruscamente.
Calma, se dijo a sí mismo. Tenía que encarar esto de modo pragmático. Paula estaba acá, tenía que mostrarle que podían trabajar juntos. Tenía que mostrarle que podían construir sobre su pasado y hacer que esta vez sí funcionara.
Lamentablemente, no tenía ganas de ser pragmático y le estaba costando mucho proceder con calma. La había estado observando caminar por su jardín, disfrutando que estuviera allí, pero también sabiendo lo que había debajo de ese vestido. Podía imaginar perfectamente su cuerpo revestido en encaje negro, y quería arrancarle la ropa y mostrarle lo bien que funcionaban juntos.
En lugar de eso, agarró las llaves y salió por la puerta al garaje. Ni siquiera la dejó volverse hacia la puerta de entrada, y cerró la puerta del asiento del acompañante con fuerza cuando ella estuvo sentada adentro.
Una vez en el asiento del conductor, respiró hondo y se calmó.
—Lo siento, Paula. Sé que me desubiqué. Pero recuerdo lo que era estar contigo, lo bien que lo pasábamos juntos. —Se volvió para mirarla, sus ojos azules intensos e implacables. —Volveremos a estar juntos, Paula. Puedes estar segura de ello —le dijo.
Sin decir una palabra más, encendió el motor del auto y retrocedió del garaje. Le llevó apenas veinte minutos llegar a su departamento. Las únicas palabras entre ambos fueron las indicaciones que le dio ella. Cuando llegó a su edificio, Paula salió de un salto, pero justo cuando estaba a punto de cerrar de un portazo y entrar rápidamente, se inclinó e hizo una pausa:
—-Gracias por ayudarme anoche. También te agradezco el desayuno. Y el tour de tu huerta.
Luego, cerró la puerta y entró al edificio intentando caminar con la mayor dignidad posible, aunque sabía que él no dejó un segundo de mirarla.
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