viernes, 19 de mayo de 2017

CAPITULO 3 ((CUARTA HISTORIA)





Al día siguiente, Paula entró a la oficina bien temprano. Tenía que terminar algunos asuntos pendientes durante esos primeros minutos tranquilos del día antes de que llegara el resto del staff a trabajar. No podía creer lo complicada que estaba resultando la semana. Primero, habían arrestado a su mejor amiga por homicidio, y luego, otra asistente más había renunciado a trabajar con Pedro. ¡Era la tercera en seis meses! ¿Qué hacía ese tipo para irritarlas tanto?


Sí, había que admitirlo, la última no había estado a la altura de las circunstancias.


Le daba vergüenza admitirlo, pero supo desde el comienzo que no iba a funcionar.


De todos modos, en su defensa, cada vez que contrataban a una asistente personal para Pedro, ella estaba obligada a trabajar codo a codo con él. Esta vez, durante la última ronda de entrevistas, Paula terminó por boicotear el proceso,
porque cada vez le resultaba más difícil estar con él. 


Guardar distancia de Pedro era la única manera de conservar la cordura mientras trabajaba tan estrechamente con él.


Por desgracia, cuando entrevistaba asistentes tenía que sentarse a su lado y sentir el calor que emanaba de su cuerpo, incluso a la distancia que ella guardaba de él. No podía manejar esa situación durante mas de unos pocos días, así que lo había convencido de que la última candidata era lo suficientemente buena para el puesto.


Ahora tenía que pagar el precio por acortar el procedimiento de entrevistas.


Tenía que volver a pasar por todo el proceso; sentarse junto a él, escuchar sus comentarios provocadores, y discutir acerca de cuál era la mejor candidata. Era agotador.


No entendía por qué incluso su oficina debía estar tan cerca de la suya. Era como si el tipo inventara maneras para torturarla.


Pero, por supuesto, Pedro no podía saber lo que ella sentía por él. Para el resto de la oficina, ella y Pedro eran antagonistas, con breves períodos de coexistencia pacífica. Aunque últimamente esos períodos de paz parecían pocos y cada vez más espaciados. En los últimos tiempos, parecía haberse incrementado la agresión mutua y, aunque por momentos resultaba estimulante, tenía que admitir que también era terriblemente extenuante.


En especial, cuando una de sus amiguitas aparecía para que salieran juntos de noche.


En esos momentos, realmente lo odiaba. ¡No era siquiera que el tipo tuviera un tipo de mujer que prefiriera! Salía con pelirrojas, rubias y castañas. Tenía citas con celebridades, actrices famosas, mujeres que estaban en el candelera y profesionales aguerridas.


Con un suspiro, se secó los ojos y sacudió la cabeza. 


-¡Basta! —se dijo con firmeza —. ¡El día avanza sin pausa! Y ella también lo haría.


Se volvió y miró la computadora. Tenía varios asuntos pendientes, y no disponía de mucho tiempo. Estaba preocupada por su amiga Mia, que enfrentaba cargos de homicidio, pero cada vez que le preguntaba a Simon sobre ella, éste le decía que tenía todo bajo control. Debía confiar en él. Si había alguien que podía sacar a Mia de aquel embrollo, ese sería Simon; era brillante.


Mía volvería hoy a la oficina, para responder a más preguntas que le hicieran Simon y su equipo. Tal vez las dos podrían ir al cine esa noche, escapar de la presión de los cargos de homicidio que pesaban sobre Mia y del irritante jefe de Paula.


Suspiró y deslizó la silla bajo el escritorio, distrayéndose con los últimos planes para hacer que la oficina fuera más eficiente. Otra vez volvió a perder noción del tiempo a medida que surgía un tema tras otro. Le encamaba su trabajo, le encantaba que el resto de los empleados dependieran de ella para resolver los problemas. Su fuerte era justamente arreglar líos, y sentía una sensación incomparable cuando lograba llevar soluciones a cada problema y mantenía al Grupo Alfonso marchando sobre rieles.


Cuando finalmente advirtió el hambre que tenía, ya había pasado la hora habitual del almuerzo. Sacó la billetera y se dirigió afuera, donde levantó el rostro para sentir los tibios rayos del sol. No quedaban muchos días como ése, pensó. 


Las jornadas se estaban acortando, y un viento frío cortaba el aire nocturno. El invierno se acercaba con rapidez.


A pesar de lo tarde que era, seguía habiendo una gran multitud congregada para almorzar en la cafetería del edificio. Paula fue a pararse al final de la fila con un suspiro de resignación. Aunque esta cafetería estuviera siempre abarrotada de gente, tenía los mejores sándwiches por un precio razonable en un área de varias calles a la redonda. 


Preparaban una especie de salsa que les daba un toque especial y hacía que la experiencia se disfrutara mucho más. Nadie sabía qué ingredientes tenía la salsa, pero algunos habían intentado prepararla. Cada tanto aparecían recetas en la cocina de la oficina, en las que alguno creía haber dado con la fórmula secreta. Pero nadie lograba acertar con los ingredientes exactos, y el misterio continuaba.


Por lo general, Paula hacía el pedido y solicitaba que se lo tuvieran listo en la caja, un servicio muy eficiente que prestaba la cafetería. Pero esa mañana había trabajado demasiado. Y como le había costado dormirse la noche anterior, preocupada por Mia y Pedro, preguntándose en qué andaría este último, se despertó demasiado tarde para desayunar. Así que ahora estaba famélica, y aguardaba su turno para Pedir un sándwich.


Lanzó una mirada a la calle, pensando que tal vez sería mejor comprarse un yogur en el pequeño almacén .Seguramente, sería mucho más rápido. Pero en ese momento, la fila se movió hacia delante y optó pro satisfacer el hambre con un sabroso y bien condimentado sándwich.


-¡Oiga!- Oyó que gritaba una voz a su izquierda. Miró hacia allí pero tenía demasiada hambre para prestarle atención
De pronto, la multitud se abrió, y Paula advirtió lo que sucedía. ¡Casi no dio crédito a sus ojos!


—¡Apártese del camino, vieja! —decía un hombre tosco y ordinario a una anciana que llevaba zapatos grandes y un suéter abrigado incluso ese día tibio de octubre.
Tenía el cabello gris desarreglado y la mirada nerviosa al observar con desconfianza al hombre de bigote crespo.


Otro hombre, más delgado y más alto, sacudió la cabeza.


—Ella estaba antes en la fila —dijo el desconocido, intentando calmar los ánimos, pero ni siquiera él quería enfrentarse al corpulento fanfarrón.


—¿Ah, sí? —lo provocó el hombre, estrechando los ojos y apretando con fuerza los puños—. Entonces, ¡demuéstrelo! —dijo bruscamente y dio un paso adelante.


Nadie dudo de su intención, al tiempo que la muchedumbre se dispersaba, empujando hacia atrás para evitar quedar atrapada en la pelea.


El desagradable hombre le lanzó una trompada, y no acertó a darle al caballero delgado, pero sí conectó con el costado de la anciana, que cayó con ese primer golpe.


Su grito de temor fue oído por todos, pero nadie dio un paso adelante para intervenir en la disputa.


Una pequeña parte del cerebro de Paula seguía funcionando y le decía que no debía meterse. Pero la otra parte, la que no estaba funcionando de modo racional y se sentía escandalizada de que alguien le pegara a un anciano, fue la que terminó dominando. De pronto, se sintió furiosa de que este tipo le hubiera pegado a alguien que sólo estaba parado, esperando para almorzar. En lugar de retroceder junto con la muchedumbre, dio un paso adelante e instintivamente le tomó el brazo al macizo individuo. Por desgracia, advirtió demasiado tarde que el brazo no era sólo grasa, sino puro músculo. Pero para cuando se dio cuenta, el hombre ya se estaba dando vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza.


Paula soltó el brazo del sujeto y se quedó parada con los pies ligeramente abiertos, las manos listas, tratando de anticiparse a lo que el hombre corpulento estuviera a punto de hacer.


—Llamen a la policía —le ordenó a la multitud. No se lo dijo a nadie en particular, y sabía que la policía no podría llegar a tiempo para salvarla, pero de cualquier manera lo dijo como amenaza, esperando que el hombre se detuviera y reflexionara.


Tal vez le daría incluso un poco de tiempo, el suficiente para retrasar la reacción del matón.


Pero no fue el caso. Pedir que llamaran a la policía sólo lo enfureció aún más. La parte racional de su cabeza, la parte que no estaba ciega de furia por lo que acababa de hacer aquel hombre, advirtió como el resto de los hombres y mujeres iban retrocediendo asombrados ante los hechos que se desencadenaban delante de ellos. Se le pasó por la cabeza que, si todo el mundo unía esfuerzos, podían contener al hombre simplemente sujetándolo por los brazos e inmovilizándolo sobre el suelo.


Pero era evidente que nadie estaba pensando racionalmente. Ni siquiera ella. Y el hombre se abalanzó sobre ella, arrojándole un puñetazo que le pegó en el mentón, mientras la otra mano se lanzaba hacia adelante buscando sus costillas. Soltó un gemido al sentir el dolor, se retorció levemente y usó la embestida del hombre para hacerle perder el equilibrio. Pero él se recompuso en apenas unos segundos, sin darle tiempo para recuperar el aire. Al percibir el celo sanguinario en su mirada, supo que el golpe anterior sólo había sido un anticipo de lo que se le venía encima, pero giró y preparó el cuerpo, dispuesta a hacer lo que fuera para detenerlo.


Lo único que vio fue que se arrojaba sobre ella un instante, y al siguiente había desaparecido, estrellándose contra la pared de la cafetería, con el brazo torcido detrás de la espalda y la mejilla derecha, aplastada, con la mirada clavada en el techo.


—Así que te gusta pegarle a mujeres que tienen la mitad de tu tamaño, ¿eh? — oyó que decía Pedro, torciéndole aún más el brazo. El hombre hizo un gesto de dolor. — ¿Por qué no pruebas con alguien un poco más grande que tú para ver cómo te va? —preguntó.


Hubo un aplauso generalizado a su alrededor, pero Paula sólo vio el cuerpo enorme y magnífico de Pedro, que perforaba con la mirada al hombre fornido.


Sabía que debía disimular su admiración por su complexión alta y musculosa, pero era sencillamente demasiado imponente.


Se oyó una nueva conmoción al lado de la puerta con la llegada demorada de la policía. Las manos sobre sus armas, evaluaron rápidamente el estado de cosas.


Cuando vieron quién tenía inmovilizado al hombre, los dos oficiales de policía se quedaron boquiabiertos.


— ¿Se encuentra usted bien, señor Alfonso? —preguntó uno de ellos, corriendo hacia él con las esposas en la mano. De inmediato, se ocupó hábilmente del hombre retenido.


—Estoy bien. Pero este hombre atacó a la mujer que está en el suelo y a Paula Chaves, la gerente de mi oficina.


El oficial de policía se sentía más que un poco sobrecogido ante la presencia de Pedro Alfonso. Era famoso tanto en el ring de boxeo como en el ámbito judicial.


Pero el oficial cuadró los hombros, queriendo proyectar una imagen profesional delante de la figura que la mayoría de los oficiales veneraba.


—Lo ficharemos por asalto con agresión, y por alteración del orden público —dijo el otro oficial. Se acercó a la anciana, y la ayudó a ponerse de pie, interrogándola para ver si necesitaba una ambulancia. Mientras tanto, Pedro se dio la vuelta para fulminar a Paula con la mirada. Al instante, ella se sintió intimidada por la furia que vio en sus ojos azul índigo. ¿Por qué estaba enojado con ella?


Está bien, se trataba de una pregunta tonta. Pedro siempre estaba enojado con ella por un motivo u otro. Y por lo general ella le devolvía el veneno, sin aflojar ni un metro. 


Pero jamás lo había visto tan furioso. Normalmente, limitaba su ira a breves comentarios sarcásticos en una reunión o a soltar comentarios mordaces cuando ella no le encontraba un nuevo empleado o un reemplazo lo suficientemente rápido.


Pero ahora el nivel de furia era incomparable.


Mientras los oficiales de policía trataban de organizar a los testigos, obtener declaraciones y llevarse a rastras al matón, Pedro caminó lentamente hacia ella. En realidad, no fue que caminó sino que la acechó. Sólo mediaban cinco pasos entre ambos, pero pareció un siglo hasta que llegó junto a ella. Cuando estaba a menos de un centímetro, Paula levantó la mirada hacia sus ojos azules, estirando el cuello hacia atrás, porque no podía retroceder y él tampoco cedía.


No dijo una palabra. Sencillamente, le atenazó el brazo con una mano de hierro y la arrastró fuera de la cafetería.


—Vamos a necesitar que la señorita Chaves preste declaración —comenzó a decir uno de los oficiales mientras Pedro la arrastraba a la puerta.








2 comentarios: