sábado, 20 de mayo de 2017
CAPITULO 4 (CUARTA HISTORIA)
Paula apuró el paso para alcanzarlo, porque Pedro era mucho más rápido que ella.
Además, llevaba tacones de ocho centímetros. Sabia que sus piernas lucían increíbles, pero no eran el calzado adecuado para caminar así de deprisa.
—Iré con ella más tarde —replicó Pedro al oficial lo más cortésmente que le permitió la furia.
Paula estaba a punto de exigir una explicación, pero él no le dio tiempo ni para tomar un respiro. Este tipo la había torturado durante años con su rabia, ¡estaba harta! ¡Hoy mismo se acabaría! Estaba a punto de soltar el brazo y enfrentarlo, cuando él tiro de ella y la llevó a un lado del edificio.
Pedro ni siquiera intentó controlar la furia. Jamás había estado tan aterrado en su vida como cuando vio a Paula enfrentarse a ese sujeto despreciable. Y cuando el tipo de hecho le pegó, estropeándole la piel hermosa y perfecta, fue suficiente para descontrolarlo. A partir de ese momento dejó de pensar de manera racional. Se transformó en puro instinto. Sintió que la ira le bombeaba por las venas y se abalanzó sobre el hombre antes de que pudiera volver a lastimar a Paula, instantes antes de que arremetiera contra ella por segunda vez, arrojándolo contra la pared.
Con un movimiento despiadado, Pedro le torció el brazo detrás de la espalda, queriendo desesperadamente arrancárselo del cuerpo. Miró hacia atrás, y volvió a ver a Paula. Verla saber que una vez más estaba a salvo, era lo único que le devolvió un cierto control sobre sí mismo.
Cuando llegó la policía, se sentía más que aliviado de poder entregarle la escoria que tenía retenida, pero seguía presa de la furia y el terror. Con un gruñido ronco y la decisión de garantizar que Paula, su Paula, su Paula hermosa, delicada, dulce y demasiado valiente, estuviera fuera de peligro, la aferró bruscamente del brazo .No estaba seguro de lo que iba a hacer. Sólo supo que tenía que asegurarse de que estuviera a salvo. De que siguiera entera.
Cuando vio el lado del edifico, fuera de la vista de los transeúntes, la arrastró allí. Pensó que solamente iba a encararla, le exigiría una explicación respecto de por qué había arriesgado su cuerpo y su vida de un modo tan ridículo. Pero en cambio la besó. Aunque no fue sólo un beso. Se trató de uno de esos besos avasalladores, turbulentos, demoledores, que demostró todo lo que sentía por esta mujer.
Paula estaba tan sorprendida cuando la boca de él cubrió la suya que el estupor la dejó inmóvil unos segundos. Y luego cayó en la cuenta de que Pedro la estaba besando. No, no sólo la estaba besando. Presionaba su cuerpo contra el suyo, frotaba las caderas contra las suyas, deslizando las manos sobre su cuerpo... nada menos que bajo la blusa de seda... y no pudo detener la ola de deseo, inmediata y potente, que la recorrió por dentro. No recibiría aquel beso de manera pasiva.
Arremetió ella también, exigiendo más, deslizando las manos sobre sus brazos, sintiendo esos músculos abultados debajo de la camisa de vestir engañosamente circunspecta hasta que sintió el calor de su piel en el cuello. Hizo una pausa para disfrutar de aquel calor, absorbiendo con los dedos la textura de su piel antes de seguir subiendo, y descubrir que su cabello era tan suave, tan sedoso...
Probablemente, era lo único que tuviera ese hombre que fuera suave, y no creyó posible que fuera tan placentero, que su sabor fuera tan increíble. Deseó a este hombre como no había deseado otra cosa en la vida. Lo deseó más de lo que creyó posible.
¡Y luego se apartó de ella!
Paula levantó la mirada, sorprendida y confundida. La boca le temblaba de deseo, quería sentir los labios firmes de Pedro sobre los suyos, tomando, saboreando, entregando.
¿Por qué se había detenido? ¿Por qué le hacía esto? ¿Acaso no se daba cuenta de lo que le había despertado por dentro?
En el momento en que su calor maravilloso y seductor se alejó ligeramente de ella, y la mente dejó de estar ocupada por aquel beso alucinante, las costillas de repente le comenzaron a doler. Trató de no manifestar el dolor, pero no debió conseguirlo, porque los ojos de él se entornaron y se apartó de ella para poder observarla.
—¡Estás lastimada! —dijo bruscamente, y el aliento siseó entre sus dientes mientras se inclinaba aún más, examinando su mejilla y la línea de su mandíbula, que recién entonces comenzaban a mostrar señales del golpe recibido.
—Estoy bien —susurró ella, pero las manos de él se movieron apenas, y soltó un gemido de dolor.
Pedro apretó los labios al descender la mirada hacia ella, y la furia de siempre estalló en medio del enajenamiento de la lujuria.
—No estás bien —dijo contradiciéndola. Con destreza le palpó las costillas. Cuando ella volvió a hacer un gesto de dolor, él sacudió la cabeza—. Te llevaré al hospital —le dijo.
Ella movió la cabeza.
—¡No! ¡Al hospital, no! —le dijo con firmeza. Su madre había muerto en un hospital, y en su mente habían quedado asociados pensamientos negativos de manera perdurable e irracional.
—Necesitas ver a un médico —le dijo con firmeza—. Y seguramente debas hacerte una radiografía para ver el estado de tus costillas.
—Mis costillas están bien —le aseguró enfática. Le tomó el antebrazo con los dedos para evitar que hiciera algo cruel, como apartar la tibia mano de su piel, que de pronto había aprendido a reconocerlo. —Apenas un poco lastimadas. Me
repondré. —Para probarlo, contuvo el aliento, preguntándose si sus dedos se moverían esos escasos centímetros más arriba. Sus pechos sentían un deseo tan imperioso de que lo hiciera, y su mente estalló al imaginar su pulgar, apoyado justo debajo del pecho, moviéndose hacia arriba. El pezón ya se había endurecido en anticipación, pero no podía decir nada, no le podía rogar que terminara lo que recién había comenzado.
Se quedaron mirándose un largo instante. El aire pareció crepitar entre ellos, como si estuviera cargado de la electricidad que chisporroteaba entre sus cuerpos.
No podía respirar; tampoco, moverse. Nada en el mundo tenía sentido salvo que este hombre deslizara la mano hacia arriba para cubrirle el pecho y hacerle sentir su calor.
Cuando él movió la mano ligeramente, ella no pudo ocultar el dolor que la atravesó por dentro.
Pedro dijo algo en voz baja que era irrepetible, y luego dio un paso hacia atrás.
—Te llevaré a un hospital.
Comenzó a tirar de ella hacia el auto, pero ella se resistió.
—Por favor —le rogó, y su mirada reveló el temor que sentía hacia los hospitales —. Me daré un baño de agua tibia y se me pasará todo —prometió—. Pero al hospital, no.
—Pero necesitas ver a un médico —razonó él.
Un médico era mejor, pero en realidad prefería mantenerse alejada de todo eso.
Su filosofía sobre la enfermedad en el pasado había sido fingir que no existía.
Hasta ahora, había funcionado bastante bien.
—Si mañana no me siento bien, te prometo que veré a mi médico.
Pedro sabía que era mejor si veía a un médico ahora, pero no pudo ignorar la mirada de súplica en sus brillantes ojos marrones. Había visto antes su terquedad, y sabía que no cedería un ápice. Se inclinó hacia ella y apoyó los brazos sobre el edificio que estaba detrás, a ambos lados de su cabeza.
—Está bien —dijo—, te darás un baño de agua caliente y descansarás el resto de la tarde. Si no lo haces, te llevaré al hospital y te ataré yo mismo a la máquina de rayos X si hace falta. Y lo haré de todos modos si el baño no es suficiente. —Cedió un poco, y acercó la mano a su mejilla para acariciarla, acunando su cabeza en su mano grande y fuerte. —De todos modos, te prometo que si terminas yendo a un hospital no dejaré que te suceda nada —dijo con voz ronca y profunda.
Cuando la trataba de un modo suave y dulce, el corazón de Paula se colmaba de algo que se negaba a identificar. No sabía cómo lidiar con un Pedro amable. Estaba tan acostumbrada a pelear por todo con él ,que este nuevo Pedro era un misterio.
Y también los sentimientos que amenazaban con llenarle los ojos de lágrimas.
Parpadeó rápidamente, tratando de ocultarle su vulnerabilidad. No terminaba de comprender lo que estaba sintiendo, y aquello la asustó.
—Ven —dijo él, todavía con esa voz suave y bondadosa. Le tomó la mano y la condujo por la parte posterior del edificio hacia el estacionamiento. Con un clic destrabó los seguros de su moderno sedán negro y abrió la puerta del lado del acompañante para que entrara.
—Puedo manejar...
—Entra, Paula —la interrumpió. Lo dijo con firmeza, pero sin perder el tono suave, persuasivo, como diciendo "no vas a poder salirte de ésta".
Con un suspiro, se deslizó sobre el suave asiento de cuero.
Una sensación de opulencia la embargó cuando el lujo le ciñó el cuerpo. Pero no tuvo tiempo de pensar más en ello, porque un segundo después, Pedro estaba metiéndose al lado de ella, extendiendo las largas piernas peligrosamente cerca de sus muslos. El auto podía ser un sedán de lujo, pero Pedro era un hombre gigantesco, y rara vez había un espacio que fuera lo suficientemente grande para él.
Cualquiera fuera la habitación en donde estuviera, a ella siempre le parecía pequeña. Tenía hombros enormes, músculos abultados en todo su cuerpo, y piernas tan largas que zanjaban velozmente la distancia entre dos puntos. Resultaba increíble cuando tenía que moverse de la puerta de su oficina a su escritorio. Cada vez que entraba en su oficina, Paula se sentía atraída por sus piernas: la boca se le secaba al observar aquellos músculos fibrosos bajo los pantalones confeccionados a medida.
— ¿Adonde vamos? —preguntó, tragando el nerviosismo que de pronto asomó por tenerlo tan cerca.
—Te voy a llevar a tu casa —le dijo. Sus largos y delgados dedos manejaban con destreza el cambio. Paula quedó fascinada por esos dedos, imaginándolos revisando sus costillas, preguntándose cómo se verían sobre su pálida piel.
Respiró hondo y desvió la mirada, dirigiendo la vista fuera de la ventana.
—Gracias por tu ayuda —dijo.
Pedro oyó el temblor en su voz y se dio cuenta de que recién ahora caía en la cuenta de lo que había sucedido. La adrenalina iba desapareciendo, y muy pronto comenzaría a sentir el cansancio.
—De nada —le dijo, y luego tuvo que sacudir la cabeza al recordarla de pie delante de la diminuta anciana, protegiéndola mientras enfrentaba al hombre pendenciero—. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó, girando a la izquierda y luego a la derecha.
Tal vez podía estar mirando por la ventana, pero no observaba el paisaje.
Recordaba el momento en la cafetería cuando el hombre se volvió agresivo, y comenzó a repasar con la mente todo lo que había sucedido.
—No lo sé. A esos dos nadie más los iba a defender. Alguien debía hacerlo.
El miró sus delgadas piernas, cruzadas recatadamente a la altura de los tobillos, y las manos, apretadas en el regazo.
—Así que tomaste la iniciativa y le dejaste bien claro quién mandaba. —Se río al recordarla parada allí, con los tacones sexy de ocho centímetros de altura, las piernas separadas a la altura de los hombros en una postura perfecta para pelear, y los brazos delante del cuerpo, con los puños levantados como si sus cincuenta y cinco kilos pudieran detener a un toro salvaje de ciento veinte.
Paula se sonrojó al recordarlo.
—Está bien, entonces fuiste tú quien le dejaste claro quién mandaba realmente. La verdad es que me impresionó cómo lo sacaste de combate.
—Mis hermanos y yo nos entrenamos en un ring. —Descendió la mirada hacia ella brevemente, pero ella entendió. Era evidente que le estaba diciendo que estaba entrenado para intervenir y hacer algo así. Ella, no.
Se mordió el labio y miró por la ventana. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió vergüenza.
—No iba a dejar que esa inocente mujer sufriera a causa de aquel hombre.
—Admirable. Valiente —dijo, asintiendo con la cabeza—, pero también estúpido. Te podrían haber lastimado gravemente.
—Pero no sucedió —dijo simplemente, ignorando el dolor que comenzaba a palpitarle en la mandíbula y las costillas. Jamás le admitiría lo fuerte que había sido el golpe propinado por el hombre. Lo podía manejar sola, se dijo en silencio.
Él respiró hondo sintiendo una nueva ola de furia por dentro.
—Esta vez... Prométeme que jamás volverás a hacer una cosa así.
Ella se mordió el labio y miró hacia la derecha, afuera de la ventana.
—Te prometo que no haré nada que crea que sea estúpido.
Él maldijo por lo bajo, intentando controlar la ira.
—Lo cual deja fuera muchas de las cosas que yo sí considero que podrían ser estúpidas —dijo, entendiendo perfectamente lo que ella le quería decir.
Condujo el auto dentro de un estacionamiento y de inmediato lo ubicó en un espacio disponible.
—Vamos —dijo, y apagó el motor.
Paula ya estaba fuera del auto cuando advirtió que ésa no era su casa. Ni siquiera era su barrio. Incluso si hubiera ahorrado todo su salario por el resto de su vida, jamás se hubiera podido comprar ni el apartamento más pequeño en aquel suburbio.
— ¿Dónde estamos? —preguntó.
—En casa. Voy a asegurarme de que te repongas —dijo, y apoyó la mano sobre su espalda para guiarla hacia los ascensores.
El corazón de Paula comenzó a latir con fuerza, triplicando sus pulsaciones ante la sola idea de entrar en el reducto íntimo de Pedro. Ni siquiera solía entrar en su oficina.
Cuando tenía que hablar con él sobre algún tema, se quedaba de pie en la entrada. De ningún modo entraría en su ámbito privado. Si su oficina era demasiado personal, no podía ni imaginar lo que sentiría al entrar en su apartamento.
—Debo regresar a casa —dijo rápidamente, comenzando a volverse hacia la puerta. Tenía la intención de tomar un taxi que la llevara a su casa, donde se recluiría del mundo. Tenía terror de estar sola con Pedro en su casa. Lo que más la
aterrorizaba era estar a solas con él, pero, también, estar rodeada de todos sus objetos personales. Ya era difícil estar en su presencia.
Pero Pedro no se lo permitiría de ningún modo.
—Ven —le replicó, y le rodeó la cintura con el brazo, con cuidado para evitar tocarle las costillas—. Estarás cómoda. No dejaré que te pase nada.
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