viernes, 19 de mayo de 2017
CAPITULO 2 (CUARTA HISTORIA)
Del otro lado de la oficina, Pedro observó con furia y frustración cada vez mayores a Paula Chaves entrando en su oficina y cerrando la puerta, para dejar a todo el mundo afuera. Vio a sus hermanos girar a la izquierda, y se recordó a sí mismo que debía preguntarles más tarde si sabían el motivo de su tristeza. Lo hubiera hecho en ese momento, pero tenía que deshacerse de Jessica Lilsedale. La irritante mujer se había cogido de su brazo anoche en una reunión benéfica, y no había podido quitársela de encima. ¿Por qué habría venido? La noche anterior no le había dado ningún tipo de muestra de interés. .Por qué querría ahora charlar a solas con él?
Esa mañana había llegado temprano a la oficina. Con una agenda tan cargada, necesitaba tiempo extra para terminar el trabajo pendiente. Por lo general, en el otoño había menos trabajo que de costumbre en su área, pero por algún motivo ese año había sido diferente. Había más casos que nunca, e iba a tener que contratar más abogados si el ritmo de trabajo seguía así.
Pedro estaba a cargo del área de derecho de familia del Grupo Alfonso, que incluía todo lo referido a la familia, pero mayormente divorcios. Tenía una floreciente práctica profesional, y los clientes prácticamente hacían cola frente a
su puerta, para buscar formas de destruir al cónyuge que, sólo unos años antes, habían prometido amar, honrar y respetar. Siempre le sorprendía que las personas que una vez se habían prometido amarse tanto, como para desear compartir la vida juntos, pudieran reducir todo su mundo al dinero y al deseo de perjudicar al otro de la peor manera posible y del modo que fuera.
Jessica seguía parloteando sobre algún tema intrascendente. Durante todo ese tiempo su mirada estuvo dirigida al corredor que conducía a la oficina de Paula, deseando que saliera y mostrara la cara para ver si estaba bien. ¿La habrían ofendido? ¿Se sentiría abrumada por la cantidad de trabajo que tenía? Si fuera así iría directamente a hablar con sus hermanos para que no la sobre exigieran. Era una sola, pero seguía aceptando más y más responsabilidad dentro de la firma.
Por todos los cielos, ¿de qué hablaba Jessica ahora?
—Entonces, ¿qué te parece? —preguntó, inclinando la cabeza y haciendo girar un mechón de su cabello rubio teñido alrededor de sus dedos, que culminaban en afiladas garras.
Pedro no había escuchado una sola palabra de lo que había dicho.
—Lo siento, ¿qué preguntaste?
Jessica se rio y le dio un puñetazo juguetón en el hombro.
—Esta noche! ¿La fiesta? ¿Quieres divertirte un rato?
Asistir a una función con esa mujer irritante era lo último que haría en la vida.
Armándose de toda la paciencia posible, acompañó a la insufrible señorita al ascensor, desentendiéndose de su cháchara insoportable.
—Estoy seguro de que te divertirás mucho más sin mí —le dijo y le tomó la mano para conseguir que ella le soltara el brazo. Llevó la mano a sus labios y, lo más cortésmente posible, le besó los dedos para despacharla por el ascensor que iba en descenso.
Apenas hubo desaparecido, respiró aliviado.
Desgraciadamente, la nube de perfume empalagosa que dejó tras de sí le produjo náuseas. ¿Por qué insistían las mujeres en empaparse con esos perfumes pestilentes?
Al instante, pensó en el aroma de Paula. Siempre olía fresca y limpia. No recordaba una sola vez en la que le hubiera
sentido perfume. Pero siempre había olido... increíble.
De regreso en su oficina, se quedó de pie al final del corredor, observando la puerta cerrada de Paula. Estaba descontenta, y él no tenía ni idea de por qué, pero lo estaba matando por dentro.
No tenía ningún derecho a sentirse así. Ella era una empleada, y, como si fuera poco, una empleada excepcional. Él era uno de los dueños, así que correspondía que mantuviera distancia y la tratara como a cualquier otro empleado. Él y sus otros tres hermanos eran dueños de partes iguales del Grupo Alfonso, y entre los cuatro controlaban Prácticamente todas las áreas del derecho.
Lo que no podía controlar era su necesidad de tomar a Paula Chaves en sus brazos. Verla así, sus hermosos ojos marrones llenos de lagrimas, lo destruía por dentro. Odiaba verla sufrir.
¿Qué podía estar sucediendo?
Hacía cinco años que trabajaba en el estudio; primero, como recepcionista mientras seguía en la universidad, y luego, volviéndose cada vez más valiosa con el paso del tiempo. Y más hermosa. La había deseado desde la primera vez que entró caminando por la puerta buscando un trabajo, y aquella necesidad sólo se había intensificado a media que la fue conociendo.
Sabía que ella lo consideraba muy irritante. En ocasiones, buscaba hacerla enfadar solamente para ver la chispa de furia brillar en sus ojos marrones, y las pálidas mejillas encenderse de color. En otras sentía un deseo tan desenfrenado por poseerla, por estar cerca de ella que se enojaba con el resto del mundo. Sus asistentes administrativas eran las más afectadas por sus arranques de ira, pero no podía negar el placer de trabajar con Paula cada vez que tenía que reemplazar a una asistente que renunciaba.
Por supuesto, resultaba conveniente que las últimas asistentes hubieran sido completamente ineptas. No era el tipo de persona que le pondría presión a alguien para que renunciara sólo para poder estar a solas con Paula. No, jamás le haría una cosa así a su staff. Aquellas que se habían marchado los últimos dos años realmente habían sido incompetentes y carecían de actitud para el trabajo.
La última había renunciado apenas el día anterior, pero no le importó, ya que había estado a punto de despedirla de todos modos. Los expedientes de los clientes eran un desastre absoluto, y la mujer perdió el control de todas sus reuniones, concertando tres citas para el mismo cliente, y dejando largos intervalos en el medio.
Pero ahora Pedro sentía como si le estuvieran arrancando el brazo..., todo porque Paula estaba preocupada por algo. Y tenía que estar realmente mal porque, salvo que le hiciera un reproche, nunca dejaba que sus emociones se interpusieran en su trabajo. Se trataba de algo completamente inusual.
—La señorita Davenport está aquí para verlo —dijo su asistente temporaria, entregándole el expediente.
Pedro tomó el dosier, resignado. Quería arrojarlo dentro de su oficina y avanzar como una tromba a la oficina de Paula para solucionar lo que fuera que la estuviera afectando. En cambio, se concentró en su siguiente cliente, leyendo rápidamente el expediente y echando un vistazo a los pormenores.
-¿Ya le ofreciste un café? —preguntó Pedro, distraído por la lectura y pensando en Paula. Le preocupaba que alguien en la oficina la hubiera ofendido.
No, eso era imposible. Salvo él y sus hermanos, no había nadie que tuviera tanta autoridad en la oficina como Paula.
Ella dictaminaba los horarios y el número de casos con precisión militar. Si alguien se atrevía a irritarla, lo ponía rápida y eficazmente en su lugar.
También le encantaba escucharla. Cuando uno de los otros abogados trataba de pasarla por encima, ella simplemente le cantaba las cuarenta. Cualquiera que se atreviera a enfrentarse a la poderosa Paula Chaves, se volvía con la cola entre las patas.
Salvo él. Le encantaba enfrentarla directamente.
Desgraciadamente, sabía que Paula no tenía ningún interés en él. Tenía su propia vida, sus propios hobbies y planes para el futuro.
Pero no pudo evitar mirar su puerta cerrada antes de suspirar y abrirse camino a su oficina. La señorita Davenport lo esperaba. Ya iba por el tercer matrimonio y cada uno la hacía aún más rica que el anterior. Con ayuda de Pedro, por supuesto.
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