viernes, 19 de mayo de 2017

CAPITULO 1 (CUARTA HISTORIA)





Paula estaba de pie, al costado del escritorio de la recepcionista, rogando que la mujer que estaba a su lado no enunciara las palabras que le volverían a romper el corazón. "Por favor, que pregunte por cualquier otro nombre", deseó en silencio.


Cualquier nombre, incluso alguien que no trabajara allí, sólo la haría sentir mejor.


Pero por desgracia no era su día de suerte.


—Vengo a ver a Pedro Alfonso —dijo la rubia con los labios pintados de rojo brillante, al tiempo que sacudía la cabeza hacia atrás para echar la espesa cabellera rubia por encima del hombro.


Paula sabía que aquel movimiento de la cabeza tenía un único propósito: mostrar sus pechos generosos, perfectamente expuestos por el profundo escote de su vestido rojo.


Diane, la recepcionista, procedió de modo profesional, tal como la había entrenado Paula. Se volvió hacia su computadora con una sonrisa amable, y posó los dedos sobre el teclado, lista para anotar.


-¿Tiene una cita? —Diane sabía que su jefa, la bella joven de cabello color castaño y ojos de un marrón profundo, estaba parada rígida al lado de ella, observando cómo se comportaba. Y todo el mundo sabía que entre Paula y el espléndido Pedro pasaba algo, aunque nadie sabía con certeza qué.


La rubia hueca —así consideraba Paula esta última entrometida— se rio y sacudió la mano en el aire:
— No, pero estoy casi segura de que me atenderá — dijo, y se recorrió las caderas con las manos— . Solo dile que Jessica está aquí para hablar con él.


Diane conocía el proceso. Registró la información en la computadora y luego envió el aviso a la asistente de Pedro, una joven que recién comenzaba a trabajar, llamada Tilly. Se trataba de una empleada temporal, que habían conseguido el día anterior cuando la última renunció sin preaviso. Pedro tenía la mala costumbre de descartar asistentes a un ritmo temible. Apretando los dientes, Abril golpeó con fuerza la carpeta sobre la mesa y salió caminando rápidamente del área. Los pies la empujaban cada vez más veloces, desesperada por no ver...


Por desgracia, no logró escapar a tiempo. Cuando la mujer vestida de rojo entró en la oficina de Pedro y cerró la puerta, comenzaron las bromas, y el dinero de los demás miembros del personal comenzó a circular rápidamente de mano en mano.


— ¿Cuánto ganaste? — preguntó Dario, uno de los abogados de tercer año, a otro asociado, justo en el momento en que Paula pasaba a toda velocidad delante de su escritorio.


Paula apretó los dientes con fuerza y sacudió la cabeza, caminando con rapidez al lado de él. Trató de fingir una sonrisa tranquila. Como siempre, había llegado el momento de pagar las apuestas ahora que la anterior novia, una preciosa castaña, había sido reemplazada por la rubia espectacular. Paula estaba desesperada por que nadie se diera cuenta de lo torturante que le resultaban las apuestas. 


La vida amorosa de Pedro servía de entretenimiento para el resto de la oficina, pero a ella le dolía más de la cuenta. Cada vez que aparecía una mujer nueva en su vida, el odio
que sentía Paula por Pedro aumentaba un poquito más. 


¿Pero por qué debía importarle siquiera con quién salía? ¡Podía hacerlo con quien quisiera! Sólo deseaba que mantuviera su vida personal fuera de la oficina.


Tal vez fuera eso lo que le molestara tanto, más allá de que fuera tan mujeriego.


Caminó rápido por el corredor, haciendo caso omiso de la risa y el dinero que cambiaba de manos. Parecía que habían hecho un nuevo pozo.


Si Pedro expusiera menos su vida privada, le resultaría mucho menos molesto.


Paula prefería la eficiencia y el orden, y entrenaba a sus empleados para que trabajaran duro, lucieran y actuaran como profesionales, y fueran excepcionalmente solícitos y competentes. Las apuestas respecto de cuánto tiempo duraría la última conquista del jefe no hacían más que disminuir la productividad de todo el staff.


Paula sabía que las apuestas en torno a la vida amorosa de Pedro eran algo habitual, pero ella nunca participaba de ellas. Todo el mundo creía que sólo estaba siendo amable e intentando pasar por alto los devaneos sexuales de su jefe. Pero ella sabía bien por qué no entraba en la penosa competencia en torno a las novias de Pedro.


Axel y Simon venían caminando hacia ella, y Paula rápidamente bajó la vista. Pero Axel no permitió que aquel gesto pasara inadvertido. Advirtió el destello de dolor en sus ojos y le tocó el brazo suavemente con evidente preocupación.
— ¿Qué sucede, Paula? Parece como si acabaras de perder a tu mejor amiga.


Paula soltó una carcajada amarga.


—Oh, cielos, te aseguro que no es nada tan dramático —le dijo, al tiempo que cuadraba los hombros contra el dolor que le laceraba su corazón estúpido y vulnerable—. Es solo el cambio de guardia. —Cuando vio sus miradas desconcertadas, suspiró y dijo: —La antigua novia de Pedro se fue y entró una nueva. Todo el mundo está pagando sus apuestas en sus cubículos y haciendo nuevas apuestas por esta mujer. —Su mirada iba dirigida hacia abajo, deseando poder salir corriendo a su propia oficina y ocultarse hasta que se calmara el dolor, pero luego alcanzó a ver el billete de veinte dólares que pasaba de Axel a Simon.


-Fueron treinta y un días, ¿no? —preguntó.


Ella asintió. Se sintió abatida. No se dio cuenta de que tenía la boca abierta en un gesto de estupor ante el hecho de que incluso los dos hermanos menores de Pedro estuvieran involucrados en las apuestas.


Cuando las malditas lágrimas amenazaron con derramarse sobre sus pestañas, respiró hondo, desesperada, y se puso a caminar saliendo del paso de los dos hombres macizos.


—Si me disculpan —dijo, pero no se molestó en terminar la frase. Salió corriendo por el pasillo y se metió en su oficina.


No advirtió que los dos hombres se quedaron mirándola, mudos por la sorpresa.


—Vaya, no puedo creerlo... —dijo Axel, observando hasta que ella cerró de un portazo la oficina.


Simon apartó la mirada de la puerta ya cerrada y le sonrió a su hermano.


—Creo que me debes otros veinte —dijo.


Axel miró a su hermano y luego una vez más a la puerta cerrada.


—Habría jurado que... —comenzó a decir, y sacudió la cabeza—. Tenías razón. —Y le pasó otros veinte a Simon. —Por lo menos, sólo lo vimos nosotros.


Simon asintió. Tenía una expresión grave en el rostro, irritado por la falta de sensibilidad de su hermano mayor.


—Sí, por lo general, se controla más.


Axel sonrió y ambos se volvieron para continuar caminando por el corredor.


— ¿Quieres apostar cuándo se dará por vencido y lo terminará admitiendo?


Simon comenzó a sacudir la cabeza.


—¡Maldición, no! ¿Crees que la mente de Pedro tiene capacidad para registrar lo que le está pasando por dentro?


Ambos hombres se rieron, mientras seguían hacia su destino, ajenos a la mujer apoyada contra el marco de la puerta, que luchaba por contener las lágrimas. Por suerte, Paula no oyó la conversación o se habría sentido aún más humillada. Ya tenía que lidiar con el dolor de ver a Pedro con otra belleza más. Odiaba esta situación, se dijo, limpiándose las lágrimas de las mejillas con violencia. ¡Qué tipo tan idiota!


¿Por qué tenía que traer a todas esas mujeres acá? Era un insulto a la profesionalidad y a la productividad de todo el personal.


Debía ser más discreto con su vida personal durante las horas de trabajo, ¡y jamás debía permitir que sus novias se pasaran tan orondas por allí! ¡Era algo amoral e inadecuado!


¡Y cómo dolía! ¡Maldito tipo!



Se sentó detrás del escritorio y dejó caer la cabeza entre las manos, tratando de controlar las dolorosas emociones que amenazaban con atenazarle la garganta.


Debía buscar otro trabajo, se dijo con firmeza. No tenía por qué someterse al sufrimiento de presenciar sus idas y venidas con esas mujeres.


La idea de no estar allí, de no ver... a todos los hermanos Alfonso, le provocó otra punzada de dolor. Le gustaba su trabajo, salvo cuando había un cambio de guardia.


Realmente no debía permitir que la afectara tanto. Debía, sencillamente, mirar para otro lado y dejar que siguiera adelante con sus conquistas amorosas.


O tal vez lo mejor era hablar con él, tratar de convencerlo de que mantuviera a sus amantes fuera de la oficina. Eran demasiados los empleados que las observaban yendo y viniendo. Por no mencionar a los hombres más jóvenes del staff, expuestos a semejante circo. ¡Pedro tenía que ser un ejemplo para los demás! En cambio, estaba enseñándoles a los hombres jóvenes que las mujeres eran descartables, que no valía la pena apostar por ellas para formar una relación seria.


En ese instante, sonó el alerta de escritorio para notificar una convocatoria de reunión. Miró su computadora y suspiró. No era el momento para pensar en la opción de buscar un empleo nuevo. Tenía otra reunión más a la que debía asistir. Por suerte, ésta era con su propio equipo, así que no tendría que sentarse frente a la mesa de conferencias y sentir la presencia de Pedro. O aún peor, advertir la ira creciente cada vez que él la provocaba. El tipo era un genio en hacer que se saliera de sus casillas, y por más esfuerzo que hiciera para mantener el control, siempre terminaba lanzándole un par de comentarios mordaces sólo para devolvérsela. Él lograba que ella se transformara, pensó con resentimiento. Hacía que actuara de manera mezquina, y ella lo odiaba. Quería permanecer tranquila y fría, lucir profesional en todo momento. Pero él sabía cómo sacarla de quicio, y hacer que se enfureciera y dejara en evidencia su fuerte temperamento.


Respiró hondo y tomó un pañuelo de papel del cajón, dándose palmaditas sobre las mejillas. Con movimientos eficientes, sacó un espejo de otro cajón y corrigió el maquillaje, furiosa de que esta vez hubiera logrado hacerla llorar. Cuando su rostro volvió a parecer sereno, se puso de pie y caminó hacia la ventana de la oficina, haciendo varias aspiraciones profundas.






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