miércoles, 17 de mayo de 2017

CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)




Cuando entró en el edificio la semana siguiente, Marcos interceptó a Pedro en la puerta de su oficina.


—¿Cómo va todo? —preguntó Pedro, tomando asiento detrás del escritorio. Se hallaba pasando revista a todos los números de celular que Paula le había dado en las últimas semanas, intentando adivinar cuál probaría esta vez. En el vuelo de regreso de Europa su estado de ánimo pasó del enojo a la expectativa. Los mensajes de texto de Paula manifestaban de manera clara y contundente que lo amaba. 


En ese punto no había ambigüedad alguna. La única pregunta era por qué sentía que no podían estar juntos. Por eso, hasta que oyera su explicación, no se iba a rendir. Se le había ocurrido un plan, y la iba a convencer para solucionar cualquier problema que creyera que obstaculizaba su relación, y llevarla al altar.


Marcos sonrió, impaciente.


—¿Te acuerdas de ese tipo Ramiro Moran, a quien cada tanto le hacían bromas pesadas?


Pedro sonrió al recordarlo. Al instante recordó a Paula, porque trabajaba para aquel idiota.


—Sí, creo recordar la visita.


Ése era otro problema que iba a resolver. Paula odiaba su trabajo. La ayudaría a descubrir qué quería hacer que no fuera la contabilidad.


—Pues, revisé su sistema de seguridad y su red informática, y parece estar constantemente agregando nuevos aparatos de última generación para tratar de frenar a esta persona. —Marcos apoyó su laptop sobre el escritorio de Pedro. —Así que hace algunas semanas, añadí algunas cosas, pero también opté por soluciones más caseras. Y esto es lo que básicamente capté con una cámara oculta, de las que se usan para controlar a las niñeras. Son sólo pequeñas cámaras que los padres insertan en los ositos de peluche para sorprender a una niñera haciendo algo incorrecto —aclaró. Cuando Pedro asintió, apretó el botón de su computadora. —Metí la pequeña cámara dentro de un marco de fotos que ya estaba sobre el escritorio, y esto es lo que captó la cámara. No estoy seguro de cuándo ocurrió esto, dado que sólo estaba monitoreando los equipos de última generación. Anoche saqué la cámara y me puse a mirar la grabación en casa.


Pedro observó la pantalla en blanco y negro. No estaba verdaderamente interesado en atrapar a la persona, sino en encontrar una solución para que Ramiro no le ocupara más espacio en la agenda, y le pudiera pasar su caso a alguna otra persona de su departamento. Durante algunos instantes, la quietud fue total. Pero luego un movimiento le llamó la atención. Algo estaba sucediendo en el cielo raso. 


Fue muy lento, muy sutil, como si el culpable estuviera
observando la escena antes de mover algo demasiado rápido. Pero una vez que el infractor se dio cuenta de que estaba todo en orden, la placa del techo se corrió de lugar, y un cuerpo sexy, muy femenino y enfundado de negro, pareció descolgarse ágilmente desde el techo hasta el suelo. 


Lamentablemente, apenas aterrizó la figura, Pedro sintió que se le contraía el estómago. Y cuanto más vio, peor se sintió.


La persona en el video estaba completamente enmascarada y vestida de negro, pero la vestimenta ajustada revelaba todos los contornos de la culpable.


Y se trataba de un cuerpo que él conocía a la perfección. De hecho, apenas una semana atrás había estado estrechando ese cuerpo contra el suyo.


Marcos se rio cuando la figura envolvió varias piezas del mobiliario que se encontraba en la oficina del cliente con papel de regalo, pensando que se trataba de una broma divertida. Pero a Pedro no le resultó para nada gracioso.


Es más, cuanto más miraba, más se enfurecía.


¿Así que su inocente noviecita era una ladrona de guante blanco? En esta oportunidad, no había robado nada, pero ¡y las otras veces?


Cuando la mujer se volvió a elevar fácilmente a través del cielo raso, Marcos apagó el video y se puso de pie, con una enorme sonrisa en el rostro.


—Esto aún no nos ayuda a identificar al individuo, o siquiera su rostro. Quienquiera que esté haciendo esto es inteligente. De hecho, brillante.


Recostándose sobre el asiento de cuero, Pedro examinó todos los aspectos de la cuestión. Si Paula era descubierta alguna vez, él podía alegar que, en realidad, no había entrado ilegalmente, puesto que era empleada de la compañía. Ramiro les había entregado una identificación a sus empleados para que tuvieran acceso al edificio en cualquier momento del día y de la noche.


Pedro sabía que podía argumentar que esas identificaciones les daban a sus empleados el permiso de entrar. Paula sólo había elegido un método de entrada menos convencional. Y no había robado nada de valor.


En ese preciso instante, le llamó la atención una imagen de algo que había visto en su dormitorio un tiempo atrás. Le había preguntado sobre el jarrón de cristal lleno de bolígrafos que conservaba en el suelo de su dormitorio. En su momento, Paula sólo dijo que odiaba quedarse sin bolígrafos, pero ahora sospechaba que aquellos bolígrafos eran la propiedad robada de la firma de Ramiro.


¿Tendrían valor significativo? Lo dudaba. Y si Ramiro le hacía juicio, Pedro sabía que podía sacar a relucir la cuestión de los objetos robados ante el jurado, y el caso terminaría siendo objeto de burla y sería desestimado.


Sospechaba que no existía una sola persona en el país que no hubiera robado, a propósito o inadvertidamente, un bolígrafo de un hotel, una oficina o una empresa al menos una vez en su vida.


Maldición, hasta él mismo tenía un cajón lleno de bolígrafos de diferentes lugares, a pesar del hecho de llevar una excelente lapicera en el bolsillo de su saco.


—¿Ya le has mostrado esto a Ramiro? —preguntó Pedro, devanándose los sesos. La mente le funcionaba a toda velocidad.


—Aún no. Lo iba a llamar por la mañana —Marcos levantó la laptop, sintiéndose bastante orgulloso de sí.


Pedro junto las manos en forma de pirámide, y su mirada se posó sobre ellas, con la mirada perdida. Mientras pensaba en todas las ramificaciones posibles, los dedos pulgares se daban golpecitos.


—Espera un poco antes de hacerlo. Tal vez tengamos un conflicto de intereses en este asunto —dijo. 


Simultáneamente, levantó el teléfono y marcó un número. 


Sólo esperó que ella atendiera esta vez.


Marcos no discutió. Ya tenía experiencia suficiente con los hermanos Alfonso como para saber que, a menudo, un tema tenía más aristas de lo que aparentaba. Simplemente asintió y levantó la laptop, tras lo cual salió de la oficina de Pedro.


Paula atendió el teléfono sin pensarlo. Se sentía desganada de un fin de semana largo y sombrío, en el cual se había quedado en la cama, comiendo pochoclo y mirando películas románticas a solas. Su padre la había llamado cinco o seis veces, pero estaba demasiado enojada para atender el teléfono. Y lo peor era que Pedro también había dejado de llamarla.


Se sentía deprimida e irritada por su empleo en particular y por la vida en general. Así que esta vez se olvidó de mirar el identificador de llamadas antes de atender el celular.


—Paula Chaves—dijo con todo el entusiasmo que pudo, que no fue mucho.


La mandíbula de Pedro se contrajo.


—Creí que habías perdido este teléfono —lanzó desafiante, deseando que estuviera delante de él para poder observar aquellos bonitos ojos verdes mientras le mentía.


Al oír su voz profunda y sexy, Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta. También se podía imaginar la furia en sus ojos azules, y por unos instantes le costó respirar.


—Lo encontré —inventó rápidamente—. ¿Sucede algo? —Oír su voz era maravilloso. Aferró el auricular con desesperación.


—¡Además del hecho de que te escapaste a escondidas de mi casa la semana pasada antes de las cinco de la mañana sin decir adiós, que desapareciste de mi vida, que trataste de hacerme a un lado, y que ignoraste todas mis llamadas y mensajes de voz durante los últimos siete días?


Hubo una pausa antes de que respondiera:
—Yo... —comenzó a decir algo, pero se detuvo. No se le ocurrió absolutamente ninguna explicación posible. Lo único que le vino a la mente fue lo mucho que lo amaba y cómo lo extrañaba. No verlo la última semana había sido un flagelo, pero cerró los ojos, tratando de ser fuerte. No podía ceder a la tentación de volver a verlo. Ya estaba demasiado enamorada.


—Ni intentes mentirme —dijo con voz suave y aterciopelada,
previniéndole que no estaba para bromas—. Terminaré averiguando la verdad. Y vamos a estar juntos. Puedes estar segura de ello.


Paula suspiró, frotándose la frente a medida que un dolor de cabeza le trepaba lentamente por la nuca. El tránsito había estado terrible y todo el mundo parecía querer meterse en su carril. Le hubiera gustado simplemente girar a la derecha y regresar a su casa, pero no podía seguir ausentándose del trabajo. Además, tenía que presentar su carta de renuncia y comenzar a dejar atrás la historia con Pedro. Como si eso fuera posible, pensó angustiada.


Pedro, no comprendes... —replicó, tratando de calmarlo.


Él respiró hondo, e intentó recuperar su tan mentada capacidad de autocontrol. Pero la posibilidad de que ella no le contara algo, algo que parecía tener el poder de intimidarla, lo enfurecía porque se sentía impotente para ayudarla, para protegerla. Y le daba aún más rabia que ella no confiara en él.


—Tienes razón. No comprendo. Pero tú me lo vas a explicar apenas llegues hoy a la oficina. Se terminó esto de evitarme o de ignorar mis mensajes. Vamos a hablar, Paula. —Miró su reloj para ver la hora. —¿Estoy suponiendo que llegarás acá en cinco minutos? —sugirió, imaginando que llevaría adelante su rutina habitual.


Ella oyó el extraño trasfondo de su voz y se asustó; su estómago se contrajo.


—Sí, estoy por llegar. Pero ¿qué pasa? —¿Habría descubierto lo que sus padres hacían para ganarse la vida? ¿Tendría alguna información que pudiera perjudicarlos de algún modo? Repasó lo que sabía de sus proyectos, pero
desconocía por completo en qué andaban, porque ya no hablaba con sus padres sobre el "trabajo" que realizaban; no quería saber absolutamente nada sobre sus actividades.


—Ven a mi oficina en lugar de ir a la tuya —le dijo con firmeza—. Tenemos que hablar.


Paula colgó el teléfono. Su cabeza le funcionaba a toda velocidad.


Trataba de imaginar cómo manejaría la conversación con Pedro. De pronto, advirtió que había dejado de hablarle como un modo de romper con él, porque una conversación formal, en la que se tuviera que parar delante de él y decirle que ya no podía verlo, sería un suplicio. Las palabras ni siquiera le habrían salido de la boca.


Además, en la medida en que no conversaran sobre el tema, podía seguir fingiendo que seguía saliendo con él, que podía regresar a él. Era una ilusión estúpida, pero la había mantenido secretamente viva en su corazón. Tal vez, por eso le dijo que lo amaba. Tal vez, hubiera estado esperando inconscientemente encontrar una manera de lograr que funcionara la relación con sus padres y con su amante.


Pero se dio cuenta de que había sido un gran fracaso.


Metió el auto en el estacionamiento y se quedó sentada dentro del vehículo. Todo su cuerpo temblaba por los nervios.


Se mordió el labio e intentó ahogar un sollozo que casi se le escapó. Miró hacia abajo a su mano y tocó con suavidad el hermoso brillante que le había regalado la semana anterior. Cuando estaba sola se lo ponía en el dedo, pero cuando estaba con otras personas se lo volvía a poner en la cadena alrededor del cuello. Ya había decidido devolvérselo. Era sólo que le gustaba la idea de ser su mujer por un rato, fingir que seguía siendo suya cuando estaba sola, rodeada por la oscuridad, cuando ya no podía detener el llanto y, de cualquier modo, no había nadie para verlo.


Deslizó el anillo apenas sobre el dedo; el metal estaba tibio por el calor del cuerpo. Intentó sacárselo, pero no lo logró. No era que no le cupiera y ahora no se lo pudiera sacar. Era sólo que quería conservarlo en el dedo.


Lo llevaría hasta llegar a la oficina, y luego se lo devolvería. 


Lo haría para no perderlo, se dijo a sí misma. Era un brillante hermoso, de calidad y color extraordinarios. Pero lo más importante era que para Paula era especial.


Se bajó del auto y estaba a punto de cruzar la entrada para dirigirse al edificio de Pedro, cuando, del rabillo del ojo, le llamó la atención un destello.


Miró a la izquierda de donde había venido el chispazo, pero no vio nada fuera de lo común. Tratando de pasar inadvertida, dio varios pasos. Se quedó pensando en lo que había emitido el resplandor o en el motivo por el cual tenía un extraño presentimiento de que algo andaba mal. Su padre le había enseñado que siempre confiara en su instinto, y en ese momento su instinto no hacía más que alertarle que huyera despavorida.


¿La habría seguido alguien? No quería que Pedro quedara involucrado en nada de lo que sus padres pudieran haber hecho, así que si habían enfadado a alguien, Pedro podía estar en peligro. Y ese alguien podía estar siguiéndola para
vengarse de sus padres.


Especialmente, por el hecho de que su padre había estado yendo a su casa y a su oficina demasiado seguido en los últimos tiempos. Cómo sabía lo que estaba haciendo todo el día, Paula no tenía idea, pero eso tenía que terminar.


¡Especialmente si sus actividades estaban poniendo a Pedro en peligro!


Sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca, como si el cuerpo le estuviera avisando algo. ¡Algo iba mal! En lugar de dirigirse a su oficina, cambió de rumbo y se dirigió, en cambio, a la cafetería.


Agarró una taza de café, y fue directamente a su propio edificio y luego a su oficina. Generalmente, jamás venía a la cafetería a comprar una taza de café, porque el café no era el mejor y, salvo que Ramiro estuviera sufriendo uno de sus violentos ataques, siempre había una cafetera con café gratis en la cocina de la oficina.


Si bien no era una delicia, tenía cafeína, que era todo lo que la mayoría de las personas buscaba. Pero en este caso, estaba valiéndose del desvío para recorrer la entrada con la mirada. Tal vez, si alguien creía que estaba ocupada en otra cosa, sería menos cauto. Podría llegar a ver a la persona o al objeto que estaba haciendo que su sentido de peligro estuviera en alerta máximo.


Por desgracia, no vio nada fuera de lo común. A esta hora de la mañana, tan temprano y por la ola de frío que se había instalado en la ciudad, ni siquiera había personas que estuvieran paseando por la entrada. Todo el mundo se apresuraba por entrar o salir del edificio con un propósito claro en mente.


Salió de la cafetería, calentándose las manos con el café que no tenía ninguna intención de beber, y se dirigió hacia su propio edificio. Ni siquiera miró al otro lado de la entrada del edificio de Pedro. En lo posible, no quería que nadie la asociara con alguien allí.


Cuando llegó a su oficina, se sentó, preocupada, detrás del escritorio, y recién entonces llamó a Pedro.


—¿Dónde estás? —exigió apenas levantó el teléfono.


—Ha surgido un inconveniente —dijo Paula, al tiempo que se ponía de pie y miraba a través de las persianas que colgaban de su ventana, para ver si lograba ubicar a la persona que podía estar siguiéndola desde más arriba. Aún nada, pensó frustrada. —¿Nos podemos encontrar más tarde? —preguntó.


Oyó un largo suspiro. Paula podía imaginar la fuerte mano de Pedro recorriendo el espeso y oscuro cabello.


—Primero, me evitas durante una semana, y ahora me doy cuenta por tu voz que hay algo que anda muy mal. —Hizo una pausa, esperando que le dijera lo que estaba pasando, pero cuando persistió el silencio, dijo: —Paula, te aseguro que te puedo ayudar con cualquier problema que tengas. Me dijiste que querías ser mi esposa —dijo aún más suavemente—. Eso significa compartir las propias dificultades y preocupaciones.


Paula cerró los ojos e intentó detener las lágrimas.


—No creo... —comenzó a decir, pero porque él era tan increíble y ella lo amaba tanto, no pudo seguir. Necesitaba decirle que no se podía casar con él, pero eso era algo que no se hablaba por teléfono. —Te amo, lo digo de verdad, pero no puedo hablar en este momento —dijo, enojada por que la voz se le quebrara al hablar y revelara lo mal que estaba—. Te llamaré después —dijo y colgó.


Se volvió a sentar detrás del escritorio, y tomó un pañuelo de papel para secarse las lágrimas e intentar arreglarse el maquillaje.


Respiró lento y profundo para calmarse, negándole a su mente siquiera pensar en Pedro. Tardó unos minutos, pero finalmente se calmó. Sólo tenía que sacárselo de la mente y...


La puerta de su oficina se abrió de par en par, y giró sorprendida:
—¿Qué está pasando? —preguntó una voz grave.


Paula levantó la vista de su escritorio, y abrió la boca asombrada cuando Pedro mismo apareció en su oficina, espléndido y apabullante.


Le dio la impresión de que había pasado un siglo desde la última que vez que se había deleitado con su presencia, y se lo veía... ¡magnífico! No supo cuánto tiempo se quedó mirándolo, pero poco a poco recuperó el calor del cuerpo y una sensación de bienestar placentera la invadió mientras contemplaba su imponente figura.


Y luego la realidad de su aparición se impuso, y se paró de un salto.


—¿Qué haces acá? —susurró histérica. Sentía el corazón en la garganta por la preocupación de que alguien lo estuviera siguiendo. En su apuro por llegar a la ventana para cerrar las persianas, estuvo a punto de tropezarse sobre el escritorio. Después corrió detrás de él, ignorando la expresión de confusión en su apuesto rostro, y también cerró la puerta. Finalmente, se recostó sobre la puerta y respiró hondo, tratando de calmar la agitación que le había provocado el pánico.


Pedro la observó con detenimiento, buscando una pista que le diera una pauta de lo que estaba sucediendo.


—Vine porque no acudiste a mi oficina esta mañana.


—Te expliqué —dijo ella, mirando furtivamente a sus ojos y luego bajando la vista, incapaz de sostenerle la mirada cuando mentía—. Surgió algo.


—Qué? —le preguntó. Deslizó las manos en sus bolsillos y esperó que le respondiera, como si tuviera todo el tiempo del mundo.


Ella se mordió el labio y miró a su alrededor, buscando desesperada algo para distraerlo.


—¡No tienes reuniones ahora por la mañana? —preguntó, tratando de pensar en algún motivo que lo hiciera salir de su oficina y alejarse de ella. No quería tenerlo cerca hasta que supiera si él estaba en peligro.


—Al menos sigues usando mi anillo —dijo con amargura.


Paula levantó la mano derecha para tapar la izquierda de manera protectora. Se había olvidado de quitárselo y colgarlo alrededor del cuello.


—Yo..., nosotros... —bajó la mirada para contemplar el espectacular anillo que tenía en el dedo, furiosa porque las lágrimas amenazaban con reaparecer. Tenía que ser fuerte. ¡Tenía que protegerlo! —No creo... —comenzó a deslizarse el anillo del dedo, pero el tono brusco de Pedro la frenó.


—¡Ni se te ocurra! —le ladró, al tiempo que apoyaba ambas manos sobre las de ella, para impedirle quitarse el anillo, dominándola con su presencia—. Existen, obviamente, cuestiones que tenemos que solucionar; la primera, la sinceridad, pero no me vas a dejar. Nos vamos a casar, Paula. Y tú me vas a contar lo que está pasando. Pero mientras tanto, mira esto —dijo y dejó caer un flash drive sobre su escritorio.


Paula sintió que los músculos en el cuello se le aflojaban ahora que no se tenía que quitar el anillo de inmediato. 


Tendría que terminar quitándoselo, pero por lo menos tenía tiempo para disfrutar de la sensación de que estaba comprometida. Solo unas horas más, se dijo. Cuando se quiso sentar frente al escritorio, estuvo a punto de desplomarse por lo débil que sentía las piernas.


Levantó el flash drive, y lo miró con curiosidad.


—¡Qué es esto?


El cruzó los brazos delante del pecho, y enderezó el cuerpo:
—Míralo, Paula —dijo con aquel tono grave de voz cargado de autoridad, que hizo que le recorriera un escalofrío por todo el cuerpo.


Levantó la mirada, y luego metió el flash drive, sin pensarlo, en la computadora. Apenas abrió el archivo, apareció la imagen de la oficina de Ramiro Moran, aunque completamente quieta. Pero no hizo falta que sucediera algo.


Cuando vio la oficina, Paula supo exactamente lo que estaba a punto de suceder en esa pantalla.


Tal como lo imaginó, unos segundos después, observó su imagen digital descolgándose del cielo raso y tocar el suelo para ponerse en cuclillas, preparada para la huida, tal como su madre y su padre le habían enseñado todos esos años atrás.


Tenía el rostro y el cabello cubiertos por la máscara, y, en realidad, nada que pudiera identificarla con total certeza. Pero, cuando miró a los ojos azul hielo de Pedro, comprendió que él sabía que la persona en la pantalla era ella.


Tragó con dificultad. Se le volvieron a tensionar los músculos del cuello.


Apartó la mirada de la suya una vez más y miró la pantalla.


Una ola de vergüenza la embargó al verse envolver las sillas de Ramiro, el monitor de la computadora, los cuadros..., todo lo que había en su oficina. Hasta sus bolígrafos fueron envueltos en un precioso papel de regalo con flores, un diseño perfecto para agasajar a un bebé. Exactamente como era considerado por el personal de la oficina tras su última rabieta.


Se oyó un ruido fuera de la oficina y alguien golpeó a la puerta. Paula apartó la mirada bruscamente de la pantalla para dirigirla a la puerta, y luego a Pedro, con el miedo pintado en el rostro. Rápidamente hizo click para cerrar las imágenes, temiendo que alguien la distinguiera en la pantalla, incluso con el disfraz.


Con un suspiró, Pedro se inclinó hacia ella y dijo:
—¿Qué vamos a hacer con esto, Paula? —preguntó con una suavidad extrema.


Ella tragó, y volvieron a tocar a la puerta.


—Yo..., este...


La puerta de su oficina se abrió de par en par, y Josefina dio un salto hacia atrás:
—¡Oh! Perdón que te interrumpa, Paula. Es sólo que... —Advirtió al altísimo hombre que se ponía de pie y bajaba la mirada hacia ella, y su voz se fue apagando a medida que la presencia normalmente temible de Pedro ejercía su hechizo.


—Saldrá en un par de minutos —dijo éste con absoluta serenidad, casi con suavidad.


Josefina se quedó con la vista fija durante un largo instante hasta que se dio cuenta de que debía responden


—Este..., sí, claro, está bien. —Y lenta y cuidadosamente retrocedió de la oficina, tras lo cual cerró la puerta.


Paula estaba segura de que Josefina había salido disparada a contarles a sus amigas, corriendo la voz de que Paula estaba encerrada en su oficina con un hombre de una presencia física apabullante.


Olvidó a Josefina por el momento y tragó al tiempo que giraba y volvía a enfrentar la pantalla, con un gesto de desazón mientras la observaba. Paula había casi terminado con la oficina de Ramiro. Un instante después, saltó hacia arriba y se metió por la placa del techo, exactamente como había entrado unos minutos antes.


—¿Qué vas a hacer respecto a esto? —preguntó, tratando de pensar desesperada en una manera de resolver este dilema sin perder su trabajo.


—¿Qué te gustaría que hiciera? —preguntó él con suavidad. 


Se cruzó los brazos delante del abultado pecho y miró hacia abajo adonde estaba ella.


A Paula no le gustó sentirse disminuida. Se puso de pie y tomó varios pasos hacia atrás.


—Este..., si fuera por mí, me gustaría que perdieras ese archivo. —Su madre y su padre se habrían avergonzado si se enteraban de que había dejado evidencia en el lugar de los hechos. Pero lo peor era que no sabía lo que Pedro creía sobre su aventura nocturna. ¿Estaba enojado? ¡Por supuesto que estaba enojado! ¿Por qué no habría de estar enojado?


Pedro la observó con cuidado, advirtiendo que se había puesto de espaldas al sólido muro, en lugar de pararse contra una ventana, como para sentirse más segura.


Se acercó a ella. Cuando estuvo a menos de un centímetro, levantó el brazo para apoyarlo sobre la pared detrás de Paula, tan cerca que podía sentir la fragancia femenina que emanaba de ella.


—¿Qué estás dispuesta a hacer para que suceda? —preguntó.


Ella se mordió el labio, y se preguntó si realmente le estaba haciendo una propuesta de este tipo. ¡Pedro no! ¡Por favor, esto no! No le gustó este costado de Pedro. No le gustó que pareciera estar exigiéndole que se vendiera.


Estrechó los ojos, y se arrojó sobre él, empujándole los hombros.


—Aléjate de mí —le espetó, entristecida por su propuesta.


Por supuesto que él no se movió.






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