lunes, 15 de mayo de 2017

CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)





Paula sonrió al abrir la puerta de su casa, pensando en el ofrecimiento que le había hecho Pedro aquella mañana, invitándola a viajar con él a París.


¡Qué romántico!


La casa estaba en silencio ahora que él se había marchado, y entró con las bolsas del supermercado a la cocina. Sabía que su padre le había llenado la heladera, pero se había olvidado de incluir las cantidades necesarias de carbohidratos y grasas. Paula había comprado helado y papas fritas, junto con pechugas de pollo y un par de cosas más para preparar una buena cena.


Pensaba agasajar a Pedro con una cena romántica cuando regresara de París en tres días. Dijo que llamaría para avisarle cuándo aterrizaría y le encantó el modo en que se despidió de ella aquella mañana.


—¡Bórrate esa sonrisa tonta de la cara!


Paula gritó asustada y saltó medio metro hacia atrás. Soltó las dos bolsas de compras, que cayeron al suelo. Con el impacto, el contenido de ambas se dispersó por todos lados, incluido el helado que, al chocar contra el suelo, explotó, y el contenido salió expulsado en todas direcciones.


Paula se quedó mirando el desastre, y luego levantó la mirada con una expresión estupefacta en el rostro.


—¡Papá! ¿Qué haces en mi casa? —exclamó, furiosa.


Su padre era uno de esos ladrones extremadamente apuestos, peligrosamente encantadores e irritantemente buenos. Hasta la fecha, no había cerradura que no pudiera forzar ni caja fuerte que no pudiera abrir. Para él, los sistemas de seguridad eran más un pasatiempo que un impedimento.


—¿Necesito una excusa para venir a visitar a mi hija favorita?


Paula no estaba de humor para bromas.


—¡Soy tu única hija! Y sí, deberías esperar a que te invite antes de entrar como si nada. —Tomó la escoba y comenzó a barrer el cereal esparcido por el suelo y las galletitas rotas. —¿Al menos usaste la llave que te di o forzaste la cerradura?


—¡Por supuesto que no usé la llave! —dijo con desprecio. Se quedó parado mientras ella limpiaba el desastre, sacudiendo la cabeza como si las compras lo escandalizaran. —Para empezar, ¿por qué tuviste que ir de compras? Apenas unos días atrás, te compré todo lo que puedes necesitar.


Ella vació el contenido de la pala en el basurero.


—Sabes que no me gusta el brócoli, papá —dijo y levantó lo que quedaba del helado, lanzando un suspiro cuando aceptó que no había nada que hacer, tras lo cual también terminó arrojándolo en la basura—. ¿Por qué no me dijiste, al menos, que estabas aquí?


Él cruzó los brazos sobre el pecho, fulminándola con una mirada de reproche.


—No me quería cruzar con nadie que no debía.


Paula lo miró. De pronto, se puso a la defensiva.


—Sobre eso... —comenzó a decir.


—¡Todavía estás saliendo con él! —rugió su padre, y sacudió los brazos en el aire con profunda exasperación—. Incluso después de que te dije que lo dejaras de ver, estuvo en esta casa, ¡no es así?


Paula se rehusó a dejarse intimidar por la furia de su padre. Ésta era su casa, y no tenía por qué venir a decide quién podía o no podía entrar.


-Cómo sabes que sigo viéndolo? —le gritó a su vez. No se sentía amedrentada en lo más mínimo: sabía que perro que ladra no muerde. En realidad, su padre era una seda. Algunas personas podían temerle, pero ella sabía que jamás le haría ningún tipo de daño. Salvo por volverla loca en ocasiones. Y seguir ejerciendo una profesión que le provocaba pavor por temor a que lo metieran en prisión.


—¿Me estás tomando el pelo? —le preguntó tajante, imponiéndose desde arriba, tratando de que sintiera su ira—. ¡El tipo estuvo aquí anoche durante toda la noche! Incluso bajó las escaleras con...


—¡Ni lo digas! —le dijo, tapándole la boca con la palma abierta—. No te atrevas a decirlo porque entonces sabré que me estabas espiando anoche, y lo consideraría una terrible violación de la confianza que creí que nos teníamos.


Eduardo Chaves le tomó la muñeca y le apartó la mano de la boca.


—Cualquier tema de confianza se considera nula y sin efecto cuando comienzas a dormir con el enemigo —le dijo.


¡No podía creer que estuviera diciendo algo así!


—Pedro Alfonso no es el enemigo. Es un tipo muy agradable.


Eduardo esperó a que continuara, pero cuando ella dudó, él puso los ojos en blanco.


—¡No me digas que te estás enamorando de un abogado! ¡Sabes lo que le haría esto a tu madre!


Paula se echó atrás, horrorizada por lo que podría suceder.


—¿Qué pasa con mamá? —preguntó, inmediatamente preocupada.


Su padre continuó mirándola furioso, pero al ver la preocupación en su mirada, cedió un poco.


—Nada. Todavía. Pero si se entera de que te estás acostando con hombres, ¡se muere!


Paula tragó con dificultad, tratando de que su padre no se diera cuenta de cómo la afectaba eso.



—¿Está acá, mamá? —preguntó, ocultándole el rostro. Eduardo miró fijo la nuca de su hija, sabiendo que estaba al borde de las lágrimas.


—En este momento, está en Roma. Creo que está haciendo compras.


Paula quedó completamente inmóvil, y miró a su padre. La ansiedad se vislumbró en la profundidad de sus ojos verdes.


—¿Haciendo compras en serio? ¿O con la intención de comprar algo... en particular, que tal vez no sea...?


—Sólo está gastando dinero, cariño. Nada ruin. —Se apartó de la mesada con un empujón y le tomó las manos, levantándolas y abrazándola con dulzura. — No te preocupes por mamá —le dijo con suavidad—. Pero no la pongas en peligro al continuar con esta relación. Es un pájaro de mal agüero. Sé lo que te digo.


Paula sintió que el corazón se le quebraba. Deseaba tanto contarle a su padre que seguiría viendo a Pedro. Quería que comprendiera que el tipo la hacía sentir especial, hermosa y femenina. ¡Y el modo de tocarla! Jamás había sentido algo así con ningún otro hombre. Incluso excluyendo la parte física de la relación, le encantaba simplemente conversar con él.


¿Pero cómo podría ser feliz cuando esa misma felicidad representaba un peligro para sus padres?


—Es un tipo buenísimo, papá —dijo con la esperanza de que
comprendiera.


Su rostro era implacable.


—Es parte del sistema. Ya hemos tenido esta conversación. 


—Y tú podrías dejar de robar —le sugirió ilusionada—. Entonces dejaría de ser un problema para mí seguir viendo a Pedro. —Le hubiera encantado que sus padres cambiaran de ocupación, ¡o incluso que se jubilaran! ¿Qué daño habría si dejaban sus proyectos de lado?


Su padre se echó atrás y sacudió la cabeza. —Me tengo que ir, cariño. Te veo pronto, ¿sí?


Paula observó con un resentimiento cada vez mayor a su padre saliendo furtivamente de su casa. Al menos, esta vez abrió la puerta con la llave. Era un paso adelante. Fue lo que se dijo, de todos modos, pero no alcanzó para mitigar el dolor que sentía de no volver a ver a Pedro.


Se inclinó para terminar de barrer el resto de las compras
desparramadas por el suelo, al tiempo que rescataba lo que podía. Y luego, como se sentía tan deprimida por las exigencias de su padre, tomó la caja rescatada de galletas Oreo, se dejó caer en su sillón favorito y se las comió a modo de almuerzo, haciendo caso omiso a todas las frutas y verduras que él le había traído. Era una respuesta tonta e infantil, pero hizo que sintiera que tenía un mínimo control sobre su vida.


Cuando terminó de comer toda una hilera de Oreos, y aún no se sentía mejor, supo que había una sola cosa que podía hacer. La ayudaría a salir de su estado depresivo y le aclararía las ideas. Sonrió, anticipando la aventura. Se apuró por subir a su cuarto y sacar su ropa "nocturna", luego un par de jeans y un buzo encima. Era una tarde fresca, y sería una noche aún más fría. Perfecta para salir.


Se trataba de una de las razones por las cuales no terminaba de condenar a sus padres por el estilo de vida que llevaban. Conocía el vértigo del éxito y la euforia del momento de planificación. Se detuvo en la ferretería, y compró todas las piezas del equipamiento que necesitaba, luego se dirigió al cotillón a comprar papel de regalo. La cajera la miró un tanto extrañada cuando se acercó a la caja con veinte rollos de papel de regalo diferente, pero cuando dijo: "Es una sorpresa para mi jefe", la cajera sonrió y le cobró los diferentes artículos.


Corrió de una tienda a otra, reuniendo los demás elementos que necesitaría, cuidando de pagar en efectivo y de no gastar demasiado en un solo lugar. El cotillón había sido la excepción, pero sabía que no habría problema: la gente solía comprar frecuentemente cosas extrañas en esa tienda, para
proyectos y fiestas.


Se encontraba canturreando mientras caminaba por la calle, sintiéndose una vez más como una persona normal, y esperando que la vieran como tal. Pero por dentro, su mente repasaba cada detalle por más pequeño que fuera, anticipando el nuevo sistema de seguridad que Ramiro podría haber instalado, y repasando la información que sabía sobre las rutinas de los guardias de seguridad. 


¡Casi comenzó a reírse de la emoción!


Finalmente oscureció lo suficiente como para emprender su expedición.


Ascendió el edificio, esta vez por un camino diferente. Miró a su alrededor, inspeccionado el equipo instalado. Ahora había un sensor de calor. Se trataba de una estrategia inteligente, pensó. Los sensores de calor eran muy difíciles de siquiera percibir, mucho menos de burlar, ya que la alarma se disparaba cuando aumentaba el calor en la habitación por cualquier motivo que fuera. Por lo general, se los ajustaba según la incapacidad del termostato de mantener un área a temperatura constante.


Con un brillo en los ojos, desactivó el sensor y aplicó un parche al programa de software, para evitar que el sistema de alarma captara que los sensores estaban desactivados. 


Corriéndose hacia adelante, desactivó dos módulos más, al tiempo que miraba a su alrededor buscando más módulos.


Cuando se sintió lo suficientemente segura, se puso a trabajar. Le llevó más de una hora terminarlo todo, pero para cuando se alejó escurriéndose por los tejados, esta vez por una ruta diferente a la de la entrada, y reactivando todos los sistemas de seguridad, se sintió mucho mejor.



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