lunes, 15 de mayo de 2017
CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)
Paula suspiró al bajarse del auto unos días después. Hoy no vería a Pedro, aunque sabía que había regresado de París ayer por la tarde. Le había dejado un mensaje en el celular, donde le decía que había llegado y quería invitarla a cenar.
Ella no devolvió la llamada, y esa mañana había cambiado drásticamente de horario para evitar cruzarse con él. Debía ser valiente y llamarlo, explicándole que ya no podía verlo más. Pero sabía lo que pasaría al oír su voz: se derrumbaría por completo y trataría de pensar en una manera de estar con él a escondidas de su padre.
Era inútil, se dijo a sí misma. Debía ser firme, principalmente con su propia mente y cuerpo, que morían sólo por verlo. Le encantaría acurrucarse en sus brazos y sentir ese maravilloso cosquilleo que únicamente él le podía provocar.
Pero debía mantenerse alejada de él.
¡Ahora, si sólo pudiera dejar de pensar en él!
Al dar la vuelta en la esquina de su oficina, había entrado por atrás para garantizar que no...
Soltó un grito ahogado cuando alguien le tomó el brazo con fuerza y tiró de ella para meterla en uno de los corredores del edificio. Estaba a punto de resistirse, dando rienda suelta a su instinto natural, cuando se dio cuenta de que era la mano de Pedro y el cuerpo de Pedro que la empujaban contra la pared. Y luego suspiró de felicidad cuando la boca de Pedro descendió sobre la suya y ahogó cualquier protesta que hubiera estado a punto de emitir. Lo besó a su vez con toda la emoción contenida, ávida de volver a saborear y sentirlo.
El levantó la cabeza apenas un instante para mirarla, y ella le sonrió:
—¡Volviste! —suspiró, moviéndose contra él y deseando
desesperadamente que fuera verano y no tuviera puesto ese infernal abrigo—. No puedo verte —susurró, pero su cabeza se arrojó hacia atrás, suplicándole que la besara.
El debió sentirse igual, porque sus dedos se alejaron de su cintura y hábilmente le desabrocharon el abrigo, acercando su cuerpo al suyo. Paula suspiró de deseo al sentir los planos duros, los ángulos rectos de su cuerpo.
—Es maravilloso tocarte —susurró, apretando los dedos sobre sus hombros, como si se fuera a alejar de ella.
—¿Por qué no me devolviste la llamada? —dijo, mientras agachó aún más la cabeza para besarle el cuello.
Ella inclinó la cabeza a un lado, gozando del chisporroteo de excitación que le atravesó el cuerpo.
—No pude —fue todo lo que atinó a decir para explicarlo.
Trataba de pensar en una solución que dejara a su padre tranquilo, pero cuando la tocaba así, era incapaz de pensar en otra cosa que en sus caricias.
Le mordió el cuello con la suficiente fuerza como para hacerla soltar un gemido y apartarse bruscamente, pero no lo suficiente como para que le doliera.
—Dame un motivo más valedero —le gruñó en la oreja.
—Porque no puedo verte —dijo con un quejido mientras sus manos le recorrían el cuerpo de los hombros al estómago, excitándolo igual que él con el cuello.
El le tomó las manos antes que pudieran descender aún más.
—Eso no me explica nada. Ni tampoco va a funcionar. Porque nos vamos a ver.
Ella suspiró y apoyó la cabeza sobre la pared detrás de ella.
—No, no podemos vernos.
Él soltó una risita.
—Me vas a tener que dar una mejor explicación —dijo y presionó la rodilla entre sus piernas. Al instante, su cuerpo entero se convulsionó. Cerró los ojos. El presionó las caderas de ella contra su pierna, moviéndola imperceptiblemente hasta que atrapó el temblor de ella en sus brazos.
—¿Qué está sucediendo, Paula? —preguntó, agarrándole las caderas para que no se pudiera alejar de él.
Ella se mordió el labio, tratando de controlar la reacción de su cuerpo, pero era inútil. Sólo habían estado una noche juntos, pero él ya conocía su cuerpo lo suficiente, conocía lo que deseaba y cómo hacer que su cuerpo vibrara de deseo.
—Estás jugando sucio —susurró a través de los dientes apretados.
—Siempre juego sucio. Dime lo que está pasando.
—Mi padre no quiere que salgamos.
Sus manos subieron sobre la blusa de seda hasta encontrar fácilmente los pezones bajo la delgada tela. Su pulgar fue impiadoso al rozarle la punta hasta endurecerla. Ella intentó agarrarle las manos y apartárselas, pero en ese momento no era más que su esclava sexual.
—Tu padre no puede controlarnos, Paula. Eres una persona adulta.
—No entiendes —dijo, suplicándole con los ojos que cesara de torturarla así.
Pedro suspiró. Lo embargaban la frustración y el deseo. No había planeado seducirla en el corredor de su oficina; lo había estropeado todo. Pero ella no lo había llamado y no había llegado a trabajar a la hora habitual, así que se había sentido frustrado y decidido a averiguar lo que había sucedido los últimos tres días. Jamás se le ocurrió que sus padres irían a interferir.
Por desgracia, tenía una reunión y sabía que ella tenía que llegar al trabajo.
—Ven a cenar conmigo esta noche y lo discutiremos —dijo, moviendo la pierna ligeramente con la esperanza de que accediera a su pedido.
—No puedo —replicó, pero su cuerpo se volvió a mover.
Pedro sabía exactamente lo que estaba haciendo, y si el sexo fuera la única manera de convencerla, entonces lo emplearía. Deseaba a esta mujer, pero la deseaba más que para el sexo. Apartó la pierna, y casi soltó una carcajada al advertir la mirada de decepción en el rostro de ella.
—Sal a cenar conmigo, y seguiremos con esto después —la persuadió, inclinándose y avanzando directamente a aquel punto en su cuello.
Paula gimoteó, sujetándolo con las manos por un momento, y luego queriendo empujarlo lejos. Le atrapó el cabello con fuerza, no sabiendo qué necesidad era más imperiosa: si hacerlo parar o si hacerlo terminar lo que había comenzado.
—No puedo.
Los dedos de él subieron para ahuecar su pecho una vez más, y el pulgar sobrevoló el pezón.
—Sólo a cenar, Paula. No tiene nada de malo que salgas a cenar conmigo.
Paula contuvo el aliento. Su cuerpo entero se preparaba para sentir su pulgar sobre el pezón. Pero no la tocó, sólo se mantuvo encima, volviéndola más loca de lo que creyó posible.
—A cenar. ¡Perfecto! —gritó, y fue recompensada cuando el pulgar le volvió a friccionar el pezón. Resultaba increíblemente placentero a la vez que doloroso, ya que no había modo de culminar este encuentro, y el deseo por él la estaba volviendo loca.
Pedro dio un paso atrás. En los ojos brillaba el ardor de su propio deseo.
—Te pasaré a buscar —le dijo.
—¡No! —jadeó. No quería que su padre viera a Pedro llegar—. Te encontraré en algún lado —replicó—. Sólo dame una dirección.
A Pedro no le gustó la sugerencia. Quería pasarla a buscar y hablar con ella en la privacidad de su casa donde nadie los molestara. Tenía realmente la intención de llevarla a cenar, pero primero quería respuestas. Pero al advertir que ella no daría el brazo a torcer en este asunto, terminó cediendo. La
necesidad que tenía de estar con ella era demasiado imperiosa como para discutir.
—Está bien. Nos encontramos en Simpson's a las siete. ¿Estás de acuerdo? —preguntó con ternura, deseando atraparla de nuevo entre sus brazos y encontrar un lugar más privado para terminar lo que había comenzado, pero eso era imposible.
—Simpson's —repitió ella, y asintió como para estar segura—. Sí. A las siete. Estaré allí.
La observó con detenimiento, advirtiendo algo en su mirada que lo preocupó.
—Si no estás allí, Paula, iré a tu casa y esperaré hasta que llegues. No me voy a dar por vencido contigo. Y no importa lo que esté sucediendo, lo solucionaremos.
Ella asintió, aturdida, pero pasó a su lado rozándolo, al tiempo que se dirigía apurada al lobby principal. Apretó el botón del ascensor. Le temblaban los dedos, y estaba ansiosa por llegar a su oficina y recuperar la compostura.
Maldición, ¡ese tipo sí que era un experto!
Una vez que cerró la puerta de la oficina, respiró profundo varias veces.
Recorrió con la mano las montañas de facturas e informes, buscando afirmarse en la realidad. Pedro era pura fantasía.
Esto era real. Esto era lo que importaba. Lo normal. Sus padres. Pedro era un amorío pasajero que podía destruir a su familia. Pero su empleo y sus padres permanecerían con ella para siempre.
Sí, se dijo con firmeza mientras prendía la computadora e iniciaba la sesión para ver sus correos, era esto en lo que debía concentrarse. No debió permitir que la besara. No debió siquiera haberle hablado. Si lo volvía a hacer, le pondría la mano sobre el pecho para mantenerlo a distancia.
Le vino la imagen de su fuerte pecho musculoso. Y todas las maneras en que había tocado ese pecho unas noches atrás.
Sabía tan bien. Y tenía esa muesca tan sexy justo debajo del pecho.
Había recorrido el dedo sobre aquel punto varias veces, fascinada con el lugar. Él había incluso temblado cuando ella le besó los planos pezones. Sonrió al recordarlo y su cuerpo reaccionó.
—¿Quién es? —preguntó Josefina, recostada contra la puerta de su oficina.
Paula se sobresaltó, y casi se cae de la silla al oír la voz de Josefina.
¡Pensó que estaba sola!
—¿Quién es quién? —preguntó, aferrándose a la silla y recuperando su lugar. Se alisó el cabello y apoyó las manos sobre los papeles en el escritorio.
—¿Quién es el tipo en el que estás pensando? —aclaró. Sus ojos brillaban ante la perspectiva.
—¿Llegó Ramiro? ¿No deberíamos estar trabajando? —preguntó.
—Ramiro está de viaje esta semana, así que tenemos por delante algunos días de tranquilidad —explicó encantada. Se alejó de la puerta y vino a sentarse en su silla. —Entonces, dilo. ¿Quién es el tipo?
Paula se encogió de hombros.
—¿Qué tipo?
Josefina se rio y sacudió la cabeza.
—El hecho de que sigas repitiendo esa frase sólo me convence aún más de que tienes un nuevo hombre en tu vida. Así que dime quién es —le exigió—. Vamos, danos una pista. He estado casada quince años y tengo cuatro chicos.
Tengo que soportar tus correrías, y ésta es la primera vez que me entero de que haces otra cosa que no sea trabajar. ¡Así que cuéntame! —bromeó.
Paula sacudió la cabeza.
—No estoy saliendo con nadie —le dijo a Josefina. Y era sólo una verdad a medias. No debía ver a Pedro. Y porque hubiese accedido a cenar con él no significaba que de hecho iría al restaurante.
Además, ¿de veras lo había visto esa mañana? Fueron apenas unos minutos, aunque suponía que técnicamente contaban. Pero la mayor parte del tiempo había estado con los ojos cerrados, así que no sentía que estuviera mintiéndole a su amiga.
—Entonces, si no es un tipo, ¿por qué tienes esa mirada romántica y soñadora? —preguntó, sin creerle ni un minuto a Paula
Paula sintió que el rostro se le comenzaba a encender desde el cuello, y trató de detenerlo, pero como nunca se había sentido así respecto de un hombre, no tenía idea de si era posible siquiera.
—¡Lo estás! ¡Estás saliendo con alguien! —se rio, señalando con el dedo las mejillas ahora arreboladas de Paula—. ¿Quién es? —preguntó. Se movió al borde de la silla. —¿Es alguien que trabaja en este edificio?
—¡No! —exclamó Paula, preocupada por que Josefina la siguiera y se enterara de la verdad—. En serio, no estoy saliendo con nadie—. Soltó la afirmación con voz fuerte y rogó que Josefina esta vez le creyera. No podía imaginar lo vergonzoso que sería si alguien la pescaba haciendo lo que ella y Pedro habían estado haciendo aquella mañana.
Josefina aplaudió, encantada.
—¿Es sexy? ¿Es muy buenmozo? ¿O tiene una personalidad un poco nerdy cerebral, que remite a poemas oscuros y desesperados?
Paula miró fijo a Josefina durante un largo momento antes de registrar las palabras de la mujer. Se rio y se recostó en su silla, preguntándose cómo diablos se le ocurrían a Josefina estas ideas.
—Josefina, has leído demasiadas novelas románticas.
—Lo sé. Ahora deja de cambiar de tema y dime cómo se gana la vida. ¿Es rico? —Entornó los ojos al observar a Paula para ver si advertía alguna reacción en su rostro. —No, seguramente sea uno de esos hombres desesperadamente pobres, que son más apasionados y atractivos.
—¿Por qué piensas eso? —no pudo evitar preguntar.
Josefina se rio y pegó saltitos en su silla.
—Porque tú eres una de esas mujeres que no le hace daño a ningún ser viviente. Así que sería natural que te sintieras atraída por alguien que necesita la ternura y la comprensión que tú sabes darles.
Paula parpadeó, preguntándose de dónde había sacado Josefina la idea de que era una buena persona. Jamás lo había pensado; su gran desvelo era apenas que la percibieran como una persona normal.
—¿Crees que soy una buena persona? —preguntó.
Una sorprendente calidez le recorrió su cuerpo al pensarlo.
También tuvo que reírse de la idea de Pedro Alfonso como un hombre que necesitara ternura y comprensión. No lo conocía demasiado, pero lo que sí sabía era que no era el tipo de hombre que fuera a necesitar a otro, y mucho menos de su ternura. Y comprensión? Él hacía de las suyas, abriéndose su propio camino.
Las personas venían a él para que las comprendiera, no al revés.
—Por supuesto que eres buena —replicó Josefina, poniendo los ojos en blanco—. Tal vez, demasiado buena, motivo por el cual tienes que confesarlo y dejarme seguir a tu hombre un tiempo, para averiguar si es lo suficientemente bueno para ti. No me gustaría que te agarrara un sabandija, te calentara como una pava, y después te dejara plantada.
Paula pensó en las manos y la boca de Pedro aquella mañana. Sí, definitivamente se podía decir que la había "calentado como una pava" esa mañana. Parpadeó y volvió a concentrarse en Josie, sacudiendo la cabeza ante los pensamientos ridículos que se le estaban cruzando sobre Pedro.
—Estoy bien. Y sigo tan aburrida como ayer y el día anterior. —Se trataba de una afirmación perfectamente sincera—. Y no hay ningún tipo en mi vida. Tengo un padre muy pesado que se mete cada vez que comienzo a salir con alguien, así que en este momento se me complica bastante. Tal vez, más
adelante —le dijo a Josefina, sintiendo que se le contraía el corazón al pensar en que jamás volvería a ver a Pedro. Pero así tenía que ser.
El teléfono de Paula sonó en ese momento, y comenzó su día de trabajo. Sólo porque el jefe estuviera fuera de la oficina, no significaba que no hubiera trabajo por hacer.
Paula se puso a trabajar con las pilas de facturas sobre su escritorio, asegurándose con diligencia de que estuvieran todas correctas y dentro del sistema para poder ser pagadas. Cuando terminó la pila, trajo hacia sí la segunda.
Se negaba a sucumbir a la sensación de que era un hámster que corría sobre una rueda sin terminar de avanzar. Esto era lo que quería, se dijo. No había nada más normal que la contabilidad.
Mientras completaba su trabajo aquella tarde, pensó desesperada en lo que haría sobre la cuestión de la cena esa noche. Le había dicho que iba a ir, pero eso había sido esa mañana. En ese momento, tenía la firme intención de llamarlo y de cancelar. Después pensaría en cómo mantenerse alejada de su casa para que tampoco pudiera encontrarla allí. Era una actitud cobarde, pero no se le ocurría nada mejor.
Se quedó sentada en su oficina, considerando sus opciones.
Lo que debía hacer era enviarle un mensaje diciéndole que no iba a poder ir a cenar. Sin explicaciones, sin disculpas.
Directamente rompería toda comunicación con él.
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