sábado, 13 de mayo de 2017

CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)






Se mordió el labio y asintió para sí. Sí, realmente lo estaba haciendo.


Pero ¿quién podía culparla? ¡El tipo era un dios! Se podía recriminar todo lo que quisiera, pero la verdad era que la mirada que le dirigía desde el otro lado de la acera constituía, definitivamente, el momento más emocionante del día.


—Vamos —dijo Josefina apenas se abrieron las puertas del ascensor—. Me estoy muriendo de hambre.


Debbie, Josefina y Alicia conversaban entre ellas, tratando de incluir a Paula, pero como hablaban de maridos, hijos y bebés, ésta no podía contribuir demasiado...; aquel aspecto de la vida le era completamente ajeno. El elegante restaurante estaba a sólo una cuadra y media de la oficina, pero era uno de esos lugares exclusivos, lo cual significaba que no se encontraba normalmente dentro del rango de precios de cuatro modestas contadoras. Así que se trataba de un verdadero lujo, y mucho mejor que un sándwich o que las hamburguesas de Durango, su lugar habitual para almorzar.


Las cuatro fueron conducidas a una mesa apenas llegaron, dado que Alicia, la cuarta del grupo, estaba saliendo con uno de los mozos del restaurante. Tal vez estuviera divorciada con dos hijos, pero seguía activamente involucrada en el mercado de hombres. Las mujeres sonrieron excitadas al tomar asiento entre la élite de Chicago. Acá se congregaban sectores del poder, acaudalados mecenas de las artes y quienes controlaban el dinero: banqueros, empresarios exitosos, turistas con dinero y cualquiera que quisiera ser visto acudía a Chez Antoine a la hora del almuerzo. En dos horas, un tropel de las mujeres poderosas de Chicago llegaría para tomar el té y beber brandy, y dos horas después, el público de los aperitivos se apiñaría en el bar, ansioso por ser visto entre los clientes habituales del exclusivo restaurante.


Cuando las cuatro ya estuvieron sentadas, el novio de Alicia se acercó y les indicó lo que debían pedir, dado que el menú no tenía precios. Les entregó a cada una un vaso de agua con rodajas de pepinos, y luego se alejó para dejarlas decidir qué comerían y ayudar a las demás mesas.


Las damas bebieron su agua a sorbos entusiasmadas por ser parte de este espectáculo diario. Bueno, al menos tres de ellas lo estaban. Paula bebió un sorbo de agua, pero la tenían sin cuidado las personas a su alrededor.


Conocía a algunas por su reputación, pero también estaba haciendo un inventario mental de sus activos. No de sus cuentas bancarias, sino de sus colecciones de arte y joyas.


Otras personas tal vez no tuvieran ese tipo de información, pero Paula no provenía de una familia normal. Su padre era uno de los mejores ladrones de arte del mundo, y su madre era una entre las tres ladronas a escala internacional que podía sustraer a sus dueños casi cualquier pieza de joyería que quisiera, en el momento en que la quisiera.


Por supuesto, ni su madre ni su padre se guardaban jamás las piezas que robaban. Al menos, Paula no creía que las conservaran.


Sacudió la cabeza al contemplar la posibilidad. No, la regla de cualquier ladrón era jamás quedarse con algo que no se quisiera perder. Siempre aparecía algún nuevo ladrón en ascenso, más osado, más hábil con la última tecnología, o más sigiloso para quitarles sus posesiones a otros. ¿Por qué habría de confiar un ladrón en un sistema de seguridad que él mismo sabía cómo burlar?


La otra regla de oro que jamás debía romperse era... No dejarse atrapar.


Hasta ahora, ninguno de los dos padres había sido atrapado, por suerte.


Pero Paula vivía aterrada de que su padre llevara a cabo un "proyecto" (un término que usaba él, no ella), que terminara siendo más una trampa que un atraco. La policía estaba al tanto de las andanzas de su padre, pero jamás había podido atribuirle nada. Era más un fantasma o una leyenda en la comunidad de ladrones de arte que otra cosa. La policía aún no comprendía cómo había conseguido realizar muchos de sus robos, y él se enorgullecía de que nadie supiera cómo ni, incluso a veces, cuándo había realizado un trabajo.


Sólo acometía las misiones más riesgosas, y sólo si sabía que podía desembarazarse rápidamente del botín. Si atrapaban a un ladrón, era más difícil que las autoridades probaran que era culpable si ya no poseía la evidencia.


Así que, aunque Paula no había en realidad robado nada, había sido criada en una familia que vivía para el siguiente trabajo, y se alimentaba de la euforia de anticipar un hurto. Además, le habían enseñado todos los trucos del oficio, con la esperanza de que se uniera a la empresa familiar una vez que fuera lo suficientemente grande.


Pero ella odiaba robar. La sola idea de sustraer algo de valor le revolvía el estómago. No le tenía miedo al riesgo. De hecho, le encantaba el riesgo, la emoción del desafío y la aventura, y ni hablar de la increíble autodisciplina que se necesitaba para aprender las complejas habilidades del arte de robar. El proceso de planificación también le resultaba fascinante, pero había limitado sus misiones a las hazañas más mundanas, como robar bolígrafos o poner patas para arriba una oficina.


No, el estrés de que la atraparan, como también la culpa por llevarse algo que no fuera suyo, no valían la pena. Ella sólo quería la emoción, no el peligro.


—¡Oh, cielos! —Josefina soltó un grito ahogado—. ¿No es aquél el presidente de los Estados Unidos? —preguntó, señalando una mesa en un rincón, que estaba rodeada de hombres y mujeres de aspecto severo, todos con anteojos y lo que parecían ser auriculares para comunicarse de manera encubierta.


Paula se dio vuelta para mirar, como lo hicieron las otras dos mujeres.


Hubo una exclamación conjunta cuando se dieron cuenta de que realmente era el presidente. Paula incluso soltó un gemido al advertir que estaba almorzando ni más ni menos que con su apuesto y misterioso galán. ¿Cómo era posible? El tipo trabajaba aquí en Chicago, ¿en qué negocio podía estar involucrado el presidente con alguien de por acá?.


Sí, era cierto, Chez Antoine era el mejor restaurante de la ciudad. Y estaba cerca de la oficina; de hecho, justo al final de la calle.


Pero, ¿el presidente? Aquello solo le confirmaba que su hombre desconocido estaba más fuera de su alcance. Y ni hablar de que resultara peligroso vincularse con él. La historia de su familia y un hombre poderoso y bien conectado no eran una combinación que funcionara para ningún tipo de relación a largo plazo.


Eso no quería decir que, de todos modos, tuviera algún tipo de posibilidad de establecer un vínculo con un hombre como él. Probablemente, salía con mujeres mucho más glamorosas. Lo más seguro era que se hubiera equivocado al creer que había estado a punto de dirigirle la palabra en la cafetería aquel día.


Un hombre como él no abordaba a mujeres como ella. Era demasiado apocada, demasiado aburrida. ¡Cielos, era sólo una contadora! ¡Seguramente él salía con modelos o mujeres de la alta sociedad!


Se volvió nuevamente. De pronto, había perdido el ánimo. 


Observó el menú.


—Creo que voy a pedir una hamburguesa y horrorizar al chef —dijo, intentando desechar la tristeza.


Por suerte, las otras tres volvieron la atención a la mesa, conscientes de que aquello era lo más cerca que estarían 
alguna vez del poderoso funcionario.


No tenía sentido quedarse mirándolo.


Por desgracia, eso no le impidió a ella seguir mirando embobada. El tipo no estaba directamente en su línea de visión, pero si volvía la cabeza apenas a la derecha, lo veía. 


Todo el restaurante estaba pendiente de él porque estaba
con el presidente, pero ella sólo tenía ojos para él.


Parecía que cada vez que se volvía en su dirección, la estaba mirando directamente a los ojos. Resultaba bastante desconcertante, y de hecho ni se enteró de lo que almorzaron. Comió como una autómata, pero para cuando el
novio de Alicia les retiró los platos, no podía haber nombrado ni una sola cosa que había tenido delante de ella la última hora.


El corazón le latía con fuerza y volvió a levantar la vista. Sus ojos se chocaron con los suyos. Parecía casi estar ignorando al presidente mientras la miraba fijamente.


—Qué callada estás —dijo Josefina, y Paula volvió bruscamente la atención a sus colegas. Todas habían disfrutado de un almuerzo que, por lo que parecía, había estado más allá de todas sus expectativas.


—¿Te parece tan fascinante el presidente? —preguntó Debbie. Todas se habían dado cuenta de que había estado distraída durante el almuerzo—. ¿Te encuentras bien? Tienes las mejillas rojas. ¿Puede ser que estés por enfermarte?


Josefina sonrió y levantó las cejas.


—No es nuestro ilustre líder quien tiene tan distraída a Paula.


Debbie y Alicia volvieron las cabezas y alcanzaron a ver al presidente saliendo del restaurante, mientras le decía algo a un hombre más alto.


—¡Oh...! —dijo Debbie con un suspiro al advertir a quién había estado mirando Paula—. Ese es el buenmozo que trabaja en el edificio de al lado, ¿no es cierto? —preguntó, suspirando de felicidad mientras el hombre desaparecía tras salir del restaurante.


Josefina y Debbie volvieron las cabezas, tratando de verlo otra vez, pero para entonces ya había salido. Sólo quedaban los últimos agentes del servicio secreto, echando un vistazo al salón, como única prueba de que no había sido pura imaginación que el presidente hubiera estado en el mismo restaurante que ellas.


—Ahora que lo mencionas —dijo Josefina—, creo que yo también lo he visto.


—Es sólo el tipo que trabaja en el edificio de al lado —repitió Paula—. Seguramente que es un buen tipo, pero no alcancé a verlo bien. —No mentía, aunque hubiera estado lanzándole miradas furtivas durante toda la comida.


Alicia miró el reloj.


—Será mejor que volvamos y nos olvidemos del desconocido alto, moreno y buenmozo del que Paula está embobada —bromeó—. El señor Moran debe de haber regresado y estará furioso con los empleados por salir en el horario que les corresponde por ley para el almuerzo.


Las cuatro mujeres estuvieron de acuerdo y comenzaron a sacar las billeteras. Pero antes de que cualquier de ellas pudiera sacar el efectivo o una tarjeta de crédito, el camarero llegó mágicamente a su mesa. Apoyó una mano sobre el hombro de Alicia con afecto, mientras dijo:
—La cuenta ya ha sido pagada, señoras.


Las cuatro mujeres se quedaron mirándolo boquiabiertas.


—¿Disculpa? —preguntó Paula, sin entender.


—Un hombre ya se hizo cargo de la cuenta —repitió—. No sé quién, pero mi jefe tomó su cuenta y me dijo que les dijera que ya estaba cancelada. — Encogió los hombros y le guiñó el ojo a Alicia antes de seguir a su siguiente mesa, ansioso por recaudar propinas de los clientes que venían a almorzar.


Hubo un momento de silencio atónito en la mesa, mientras cada una procesaba la novedad. Luego, una por una se volvió para mirar a Paula y sonreír al caer en la cuenta de lo que había sucedido.


—¡Fue él! —gritó excitada Alicia—. ¡De alguna manera lograste que ese bombón te pagara el almuerzo y fuéramos todas beneficiadas!


Josefina y Debbie sonreían de oreja a oreja, y soltaron una carcajada cuando Paula se puso de un color rojo intenso.


—Dudo de que hiciera algo así por nosotras. Ni siquiera sé quién es.


—¿Por qué no? —preguntó Josefina—. Tú y él se pasaron intercambiando miradas ardientes durante toda la comida. ¡Santo cielo, apenas probaste bocado porque estabas demasiado concentrada en él!


Las tres amigas se rieron mientras ella seguía roja como un tomate, pero Paula sólo sacudió la cabeza:
—Seguramente fue el novio de Alicia, que quiso ser generoso.


—Nooo —dijeron todas casi al unísono, sin creérselo. Pero sabían que tenían una cantidad limitada de tiempo antes que regresara el jefe y tuvieran que sentarse delante de sus escritorios, aparentando estar en plena tarea antes que ocurriera. Así que tomaron sus carteras y abrigos, y salieron apuradas del restaurante, avanzando deprisa por la vereda. El viento de la tarde se había vuelto más frío durante la última hora, típico de la época del año en Chicago. Con el lago apenas a una cuadra de distancia, el viento solía levantarse inesperadamente y traer consigo una brisa helada. También explicaba por qué en Chicago nevaba más que en muchas parres del país, pero no tanto como en Buffalo o en zonas centrales de Nueva York.


Se apuraron por entrar en el edificio, apretándose dentro del ascensor y riéndose de lo rápido que cambiaba el tiempo. 


Para cuando llegaron a su piso, tenían los rostros ceñudos, y había desparecido rodo rastro de distensión lograda durante el almuerzo, al tener por delante una vez más el trabajo sobre sus respectivos escritorios.


—Voy a empezar a buscar trabajo —dijo Josefina, mientras caminaba por los deprimentes corredores—. Puede que Ramiro pague los mejores salarios, pero no hay nada que valga el clima hostil que se vive en este lugar.


—Yo me apunto —dijo Alicia, y se metió en su oficina.


—Cuenten conmigo —lanzó Debbie, metiéndose también en su oficina.


Ninguna advirtió que Paula guardó silencio. No cabía duda alguna de que deseaba otro empleo, pero, si dejaba de trabajar allí, echaría de menos su ritual matutino.


¿Acaso había algo más ridículo? Se sentó frente al escritorio y se dijo con firmeza que definitivamente iba a tener que buscar un nuevo empleo.


Comenzaría la búsqueda esa misma noche. El tipo podía ser fascinante, pero sus amigas tenían razón. No era un entorno laboral adecuado. Necesitaba algo nuevo. Con suerte, encontraría un empleo fabuloso en ese mismo edificio, y seguiría viendo a su desconocido todos los días.




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