sábado, 13 de mayo de 2017

CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)





Pedro observó a la mujer rubia del otro lado del restaurante, más convencido que nunca de que tenía que conocer a la preciosa señorita que trabajaba en el edificio de al lado. 


Estaba sentada decorosamente frente a la mesa durante la hora de almuerzo, luciendo una serena belleza. Sus amigas se reían de algo, pero Pedro advirtió que su bella señorita apenas esbozaba una tibia sonrisa ante lo que fuera que estuvieran discutiendo. Probablemente, porque estaba más concentrada en echar miradas en su dirección que en prestarle atención a lo que conversaban sus amigas. 


Incluso Pedro estaba distraído de su conversación con el presidente porque a cada rato buscaba llamar su atención.


Por suerte, el presidente sabía exactamente lo que sucedía.


—Veo que la política global y el sistema legal de la nación no están a la altura de la bella rubia del otro lado del restaurante.


Pedro se rio, aunque lo habían sorprendido siendo descortés. De todos modos, el presidente no era de los que se ofendían por algo así, e incluso lo aprobaba.


—¿Cómo se llama? —preguntó, cambiando de tema, dado que había pocas posibilidades de que Pedro se concentrara en aceptar un cargo en la judicatura federal.


—Aún no lo sé —replicó Pedro. De pronto, lo embargó un sentimiento posesivo —. ¿Tan obvio es? —preguntó Pedro, lamentándose para sí por haber estado tan desconcentrado. Siempre se jactaba de su autocontrol, pero esa mujer tenía algo que lo trastornaba.


—Un poco. Pero sólo porque te conozco hace tanto tiempo. 


Después de eso, discutieron cuestiones personales, más fáciles de seguir, y permitieron que Pedro usara la mayor parte de su poder mental en pensar en modos de conocer a su bella dama. Desafortunadamente, tenía una reunión justo después del almuerzo para la cual tuvo que salir apurado a la oficina. Salió del restaurante con el presidente, y se dieron la mano antes de que el hombre se agachara para entrar en su limusina blindada y arrancara a toda velocidad hasta perderse de vista.


Pedro estaba a punto de regresar a la oficina, cuando se le ocurrió algo y volvió a entrar en el restaurante. Tras susurrarle algo al camarero, le señaló la mesa donde estaba su dama, dándole instrucciones para que se hiciera cargo de
la cuenta.


Al regresar a su oficina, sonrió para sí. Tal vez no hubiera estado sentada del otro lado de una mesa, pero al menos había podido pagarle el almuerzo. Algo es algo, se dijo. Era extraño, pero normalmente no le atraían las mujeres tímidas. 


Por lo general, prefería el tipo de mujer más agresivo, que tuviera más confianza en sí misma. Seguramente porque no solía tener tiempo para perder persiguiendo mujeres. Además, parecían ser ellas quienes lo perseguían a él, y él aceptaba sus proposiciones o las dejaba pasar. Sea como fuera, lo tenía sin cuidado.


Esta mujer era diferente. Tenía algo que la hacía ubicarla en una categoría única. Tal vez sí debió acercarse a su mesa y ofrecerle su tarjeta personal, pedirle que lo llamara cuando lo creyera conveniente.


Pero pensándolo dos veces, seguramente no lo habría llamado. Sabía que estaba interesada, pero ni siquiera se atrevía a mirarlo a los ojos, salvo que ocurriera de casualidad. Así que tendría que averiguar primero quién era, pensar en lo que le gustaba, e ir tras ella con un poco más de habilidad y paciencia.


De regreso en su oficina, se encontraba hojeando varios informes cuando Joan lo interrumpió para avisarle que la persona que había citado a continuación había llegado. 


Pedro miró el nombre y suspiró, deseando haber cancelado la reunión. No quería lidiar con aquel hombre justo hoy, pensó, al tiempo que la puerta de su oficina se abría de par en par y entraba un hombre bajo y rechoncho, con entradas pronunciadas en las sienes.


—Buenas tardes, Ramiro —dijo Pedro, poniéndose de pie y caminando al otro lado del escritorio para estrecharle la mano al hombre menudo. Pedro no era un gran admirador de Ramiro Moran, pero se trataba de un cliente. Al menos, por ahora. El tipo era un fanfarrón, que creyó en un principio poder darle órdenes a Pedro. La primera vez que lo había intentado, Pedro lo había despedido cortésmente de la oficina, estrechándole la mano al llegar al ascensor, y diciéndole que no creía que el grupo Alfonso fuera el tipo de firma que pudiera serle útil a la compañía de Ramiro.


El tipo se dio cuenta rápidamente de su error, y no había vuelto a suceder. Desde ese día, cada vez que venía a su oficina Ramiro Moran se transformaba en la personificación del encanto. Pero Pedro sabía que el tipo maltrataba a su personal, y aquello le disgustaba. Sentía la tentación de decirle que se buscara otro abogado, pero aún no se había decidido. Tal vez esta visita inclinaría la decisión en un sentido o en otro. Pedro se daba cuenta de que no tenía paciencia para ocuparse de clientes que no respetaba. Y como no tenía necesidad de lidiar con el hombre retacón, no tenía reparos en eliminarlo de la lista de clientes o pasárselo a uno de sus asociados júnior.


—Gracias por recibirme con tan poca antelación. Sé que estás sumamente ocupado —Ramiro se tomó la libertad de sentarse antes de que Pedro siquiera le ofreciera un asiento.


Pedro permaneció de pie, comunicándole al hombre de menor estatura en términos muy claros lo que pensaba de sus modales.


—Mí asistente mencionó que necesitabas ayuda con urgencia.


Ramiro se ruborizó, sabiendo que Pedro Alfonso era uno de esos hombres poderosos de Chicago a quien un hombre de negocios no quería molestar. Tal vez el tipo fuera un abogado que seguramente estaba siempre al acecho de clientes, pero Pedro Alfonso tenía muchos amigos influyentes. No convenía insultarlo. Ramiro sabía que eso mismo había hecho durante su primera entrevista, y desde entonces se había esmerado en comportarse con cortesía.


Pero era difícil. Por lo que a él respectaba, Pedro Alfonso recibía un pago por parte de Ramiro, por tanto el hombre debía comportarse como un empleado.


Pero así no funcionaban las cosas, al menos no respecto de los hermanos Alfonso. Contar con Pedro Alfonso como abogado, o con cualquiera de los hermanos Alfonso, hacía que casi siempre desaparecieran la mayoría de los problemas legales. La reputación que tenían de ganar prácticamente cualquier caso que tomaran era legendaria. 


Las tarifas del grupo Alfonso podían ser el doble que las de los demás estudios, tal vez incluso tres veces más que las tarifas vigentes, pero ellos a su vez lograban impedir que siquiera surgiera cualquier problema jurídico, ya fuera por su reputación o por brindar de antemano asesoramiento jurídico de primer nivel como para no meterse en líos legales.


Por desgracia, ésta no era una de esas situaciones que podrían haberse evitado con asesoramiento jurídico. Ahora se trataba de una cuestión casi personal.


—Tengo un enorme problema —comenzó diciendo Ramiro, deseando poder parase, pero sabiendo que no sería de ninguna utilidad, ya que Pedro era casi medio metro más alto que él. Ramiro sabía que se seguiría sintiendo pequeño e inferior, así que permaneció sentado. ¡Al menos podía disfrutar del sofá increíblemente mullido mientras se sentía pequeño!


—¿Y de qué se trata? —lo animó Pedro, disimulando su impaciencia. Echó un vistazo a su reloj, sabiendo que tenía otra cita en diez minutos. Sólo lo había metido a Moran ahora para no tener que aguantar su presencia durante un período más largo después.


Ramiro se restregó la frente. Sentía casi vergüenza de tener que discutir este tema. Pero no tenía ni idea de cómo solucionar el problema.


—Hay alguien que está asaltando mi oficina periódicamente, Necesito ayuda para atrapar al ladrón.


Pedro trató de mantener los rasgos inmutables, pero le estaba costando ocultar su sorpresa. No se trataba realmente de una cuestión legal. ¿Estaría el hombre haciéndole perder tiempo además de molestarlo con su visita?


—¿Has hablado con la policía? —consultó Pedro, preguntándose cómo podía ayudar—. Si atrapas a la persona, puedo representar tus intereses. Pero hasta entonces, no veo cómo te pueda ayudar.


Ramiro hizo una mueca desagradable. Ahora que estaba pensando en su problema, lo estaba invadiendo una gran irritación en lugar de la intención de ser amable.


—¿Acaso no tienes investigadores? —preguntó bruscamente. Luego se calmó cuando advirtió la mirada turbia de Pedro—. Disculpa. Hace rato que estoy agobiado por este tema. La policía no me quiere ayudar porque dicen que no han robado nada de valor, y ni siquiera puedo probar que no sea un empleado quien me esté haciendo una jugarreta. Dijeron que se trataba de un asunto interno, y que si quería frenar los robos, debía discutir el asunto con mis empleados. No sé a quién más recurrir. Ya contraté un investigador privado, pero no pudieron detener al intruso las últimas cuatro veces que forzaron la entrada.


Aquello resultaba una sorpresa..., y le llamó la atención. ¿Qué tipo de bromas se podían hacer en una oficina? Sabía que su personal andaba haciendo apuestas de algún tipo. De hecho, él mismo había realizado una apuesta privada respecto de su hermano y la gerente de la oficina. Pero no le parecía que una ronda de apuestas en la oficina entrara en la categoría de broma. Y no se estaba robando nada. Al menos, nada que hubiera sido reportado. El personal solía quedarse con lápices, bolígrafos, clips, sobres y pequeños artículos de oficina todo el tiempo, pero él no lo consideraba verdaderamente un robo. Más bien, una cuestión de "el costo de tener una práctica comercial", y no un delito.


—¿Qué roba esta persona? —preguntó Pedro, intrigado a pesar de la arrogancia del hombre.


Ramiro suspiró y se frotó la nuca.


—Bolígrafos —dijo, tapándose la boca con la mano.


Pedro se quedó quieto, descifrando las palabras del hombre.


—Lo siento, Ramiro, pero ¿me acabas de decir que el ladrón está robando bolígrafos?


Ramiro asintió, mirando al suelo.


Pedro observó con detenimiento, preguntándose si Ramiro le iba a ofrecer más información.


—¿Se trata de bolígrafos costosos? —urgió al ver que el insufrible hombre permanecía callado.


—¡No! —dijo Ramiro, casi con un grito. Se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro de la oficina, que tenía un tamaño más del doble que la suya.


—De hecho, eso es lo que me está volviendo loco. Anoche había un bolígrafo de doscientos dólares sobre mi escritorio, pero el que asaltó mí oficina sólo se robó todos los bolígrafos baratos. ¡Alrededor de diez!


Pedro se quedó mirándolo, shockeado y divertido. —¿Así que se trata más bien de una broma pesada? —insinuó, tratando de llegar al meollo de la cuestión.


—¡Me rompe las pelotas! —respondió Ramiro a su vez. Luego se frotó el rostro y la nuca una vez más. —¡Lo único que me importa es atrapar al desgraciado que lo está haciendo para que no suceda más! —Caminó de un lado a otro, y luego agitó las manos en el aire exasperado. —Y anoche, todos mis cuadros fueron... —hizo una pausa.


Pedro se enderezó. Si había cuadros involucrados, se trataba de algo más parecido a un delito.


—¿Robados? —sugirió.


Ramiro sacudió la cabeza. Su rostro se puso rojo de vergüenza.


—Los habían clavado al revés.


Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada. Le causaba gracia la ¡dea de que alguien tuviera la intención de enloquecer al tipo, y el fastidio que le ocasionaban las bromas del culpable a este individuo irritante.


—Vaya, eso es... —Pedro hizo una pausa, intentando referirse al problema de Ramiro de manera diplomática— problemático —terminó por decir.


Ramiro estaba demasiado enojado para advertir el tono socarrón de Pedro.


—¡Maldita sea, claro que lo es! Pero esto es lo que propongo —dijo finalmente, poniéndose las manos sobre las caderas, imitando la pose de Pedro —. Tú tienes un gran equipo de investigadores. Me han dicho que los pones a trabajar para tus clientes en numerosas ocasiones. Te estoy pidiendo que
ahora me ayudes con este tema.


Pedro se inclinó contra el respaldo de la silla. Consideró el pedido de su cliente. Finalmente dijo:
—Creo que la policía tiene razón en este caso. Parece una cuestión más personal que legal, Ramiro. Si estas bromas están ocurriendo en tu oficina, ¿has interrogado a tu personal? ¿Están contentos y tienen ganas de trabajar o enojados por algún bono eliminado del paquete de compensaciones? ¿O han bajado los salarios? —Pedro sabía que muchas veces los empleados se desquitaban con sus empleadores de modos creativos. Pero ¿robar bolígrafos? —Pareciera por lo que me cuentas que alguien se está quedando trabajando hasta tarde para entrar sigilosamente en tu oficina.


—No puede ser un empleado —masculló, con aspecto de estar a punto de perder el juicio por aquella situación—. Desde que comenzó esto he instalado un nuevo sistema de seguridad, nuevas medidas, cámaras, dispositivos de control eléctricos, equipos para asignar credenciales. Cada vez que fuerzan la entrada, llamo a mi empresa de seguridad y les exijo que reparen el sistema para que no suceda más, pero este tipo tiene la capacidad de burlar cualquier cosa que instale mi gente de seguridad. Y no hay rastros de nada. La policía espolvoreó la zona con polvo para levantar huellas digitales, pero no encontró nada. Y dijeron lo mismo que tú, así que no están dispuestos a seguir investigando. —Ramiro respiró hondo. —Oye, sé que no es realmente tu área, pero también sé que tu investigador Marcos y su equipo son geniales en descubrir lo que sea. No quiero saber cómo lo hacen. Sólo quiero saber quién me está gastando estas bromas o cometiendo estos robos o como quieras llamarlos y hacer que se detengan. —El hombre respiró profundo y se frotó la mano sobre el rostro. —Estoy quedando como un idiota, y no me gusta. ¡Nada!


Pedro consideró el pedido del hombre y, de hecho, comenzó a sentir pena por él. Tenía razón. Este tipo de cosas hacían que un jefe quedara como un imbécil y perdiera el respeto de sus empleados. A la larga, tendría repercusiones por una disminución en las ventas, y terminaría despidiendo gente. Así que al final, Pedro consintió en ayudarlo, no tanto por Ramiro, sino para mantener a toda esa gente empleada.


—¿Qué te parece si hablo con Marcos y le pregunto cómo puede ayudar? Si hay algo que pueda hacer, le diré que se ponga en contacto contigo. ¿Te parece?


Ramiro soltó un suspiro de alivio. Al menos había esperanza, pensó.


—Me parece bien —replicó, e infló el pecho, aliviado de haber conseguido ayuda. Estrechó la mano de Pedro, y deseó poder caminar por el pasillo a la oficina del misterioso Marcos y exigir una consulta. Pero Ramiro también sabía que no era el modo en que se manejaba el Grupo Alfonso. 


Ramiro tendría que esperar hasta que Marcos lo llamara.


Por lo menos la compañía ofrecía un servicio orientado al consumidor, así que no sería una espera larga. Pero cualquier tipo de espera, para Ramiro, resultaba irritante. No era una persona paciente. Cuando quería algo, lo quería
ya.


Al salir, cruzó la entrada lentamente, deseando que se le ocurriera otra manera de lidiar con la situación. Al final, supo que tendría que esperar el llamado de Marcos.


Pedro caminó por el pasillo a la oficina de Marcos apenas se marchó Ramiro Moran.


—¿Tienes un minuto? —le preguntó Pedro.


Marcos se volvió para mirar a su jefe, obligándose a apartar la mente de las seis pantallas de computadoras que se encontraban montadas en hilera, una sobre la otra, para facilitar la visualización.


—Claro, jefe. ¿Hay novedades?


Pedro le explicó rápidamente el problema de Ramiro, sonriendo en el momento en que Marcos soltó una carcajada. 


AI final, Marcos dijo:
—Lo llamaré apenas consiga alcanzarle este informe a Axel. Tal vez haya algo que pueda hacer.


—Es todo lo que puedo pedir —dijo, y salió de la oficina, para dirigirse fuera del edificio y a la cita que tenía a la hora del almuerzo.


Más tarde, salió apurado de la oficina para ir a una cena de negocios que no lo entusiasmaba para nada. Había accedido a ocupar el lugar de Javier esa noche porque éste se había retrasado en una reunión. Pero en ese momento sólo tenía ganas de ir a su casa y relajarse frente a un partido de fútbol por televisión.


Entonces, la vio. Estaba saliendo de la oficina envuelta en un abrigo para protegerse del viento cortante que se había levantado durante el día. El sol ya se había ocultado, pero las luces de la entrada y las de los demás vehículos que salían del estacionamiento permitían verlo todo con claridad.


Observó sólo un instante antes de tomar una decisión. Pedro no había llegado tan lejos en la vida por dejar pasar oportunidades.


Se dirigió hacía ella, trazando una diagonal perfecta para interceptarla.


Supo el momento exacto en que la joven se dio cuenta de que venía hacia ella.


Era bastante evidente que lo reconoció. Lo vio en sus ojos, en el modo en que su cuerpo se tensó y sus mejillas adquirieron un precioso tono rosado.


—Buenas noches —dijo él, moviéndose con fluidez para que quedaran fuera de la línea de tráfico de los empleados que se dirigían al estacionamiento, ansiosos por llegar a casa, a sus familias—. Me llamo Pedro Alfonso —dijo, extendiendo la mano, tomando la más pequeña de ella en la suya—. Te he visto en el otro edificio por las mañanas. Como nos hemos cruzado tantas veces, pensé que ya era hora de presentarnos. ¿Tal vez me dejes invitarte a tomar un café? ¿O a cenar alguna vez? —preguntó.


Paula no podía dejar de temblar. Una cosa era ver a este hombre desde el otro lado del edificio. Otra, completamente diferente, era verlo así, de cerca y en persona. Era más alto de lo que había anticipado. ¡Y mucho más corpulento! 


Debajo del traje, el tipo tenía una capa de músculos sobre otra. Su madre había sido una excelente maestra en distinguir lo falso de lo verdadero, y los hombros de este individuo no tenían relleno de ningún tipo. Eran puro músculo.


—Este... —tartamudeó, sintiéndose como una idiota. Su madre habría estado horrorizada por su falta de desenvoltura. —Me llamo Paula Chaves —logró decir finalmente, mirando hacia abajo y deseando poder liberar la mano de la suya—. Realmente, debo irme —dijo—. Debo llegar a casa para... —No se le ocurría una razón válida para apurarse por llegar a casa que no fuera huir de la cercanía enigmática y aterradora de este hombre. Las rodillas le temblaban y el corazón le latía como si fuera una adolescente enamorada. 


Pedro sonrió, y le apoyó la mano sobre el codo. —Vamos en la misma dirección, así que te acompañaré a tu auto. 


Paula no pudo evitar sonreír. Su sonrisa. Aquellos ojos azul hielo resultaban más que un poco intimidantes, pero si lograra sólo mirarle el mentón o la nariz, podía pensar con más coherencia.


Estaban afuera en la calle, caminando por la vereda. Vio a sus amigas girar en la esquina, todas apurándose por llegar a casa para ver a sus familias.


Paula no las culpaba. Si hubiera tenido a este hombre en casa, también se estaría apurando. Después de un día tan agotador, todo el mundo en la oficina sentía una fuerte necesidad de regresar a casa y abrazar a sus hijos o esposos antes de relajarse para beber una agradable copa de vino.



—Cuentame algo de ti,de tu familia. tus padres ¿A qué se dedican? —preguntó, sintiendo al instante curiosidad, y disfrutando la caminata más de lo que pensaba. Tenía aquella cena de negocios que comenzaba en menos de treinta minutos, pero por primera vez en su vida quería relajarse con una mujer, en lugar de salir corriendo para resolver alguna cuestión legal o empresarial.


Cuando levantó la mano, sacudiéndola en el fresco aire otoñal, Pedro supo que intentaría mentir o desestimar la pregunta.



—Oh, no tienen una profesión en particular de la que hablen —dijo ella.


AI instante, su comentario le despertó curiosidad.


—¿Cuál es la profesión de la que no hablan? —preguntó.


Paula no podía creer lo perceptivo que era el tipo. Por lo general, su comentario hacía que la gente creyera que sus padres eran súper ricos o lastimosamente pobres. O bien evitaban discutir sus tipos de negocios porque lo consideraban vulgar, o no tenían asuntos de negocios de que discutir.


Ante el comentario de este hombre, no pudo sino reírse.


—No admites ningún tipo de ambigüedad, ¿no es cierto? —preguntó con cuidado.


Sonrió, encantado por su sonrisa y fascinado por el brillo de sus transparentes ojos verdes.


—Y sigues evitando la pregunta. Lo cual significa que tus padres son o muy bandidos o vergonzosamente ricos. ¿Cuál de los dos?


Paula no sabía que sus ojos verdes le brillaban mientras pensaba de qué manera responder a su pregunta sin delatar a sus progenitores. —Eso sólo me indica que eres un hombre muy cínico. ¿Por qué todo el mundo tiene que tener un secreto? ¿O esconder a los padres? ¿Por qué no puedo ser una mujer que ya no tiene padres? ¿O que tal vez tuve una crianza difícil y me niego a hablar de ellos...? 


Habían llegado al estacionamiento, y Pedro estaba aún más
intrigado. Ninguna mujer había evitado jamás responder tan eficazmente a sus preguntas. La mayoría de las mujeres que conocía estaban más que ansiosas por presumir sobre sus conexiones familiares, pensando que le interesaba ese tipo
de cosa. En realidad, no sentía ningún interés, pero algo en esta preciosa mujer con los destellos de miel en el cabello que brillaban bajo las luces del techo lo hacía pensar en que tenía más secretos que el FBI. Y tenía la intención de develarlos todos.


—Ven a cenar conmigo esta noche —le ordenó, tomándola aún del codo, incluso cuando ella intentó zafarse. No le interesaba la cena de negocios a la que debía asistir. Al diablo con todos, pensó. Jamás había dejado de ir a una reunión de negocios, pero si esta mujer accedía a cenar con él, renunciaría a todo con tal de descubrir sus verdades ocultas.


Paula sonrió, sintiéndose inmediatamente halagada, pero todavía sin acceder a cenar esa noche.


—Dame tu tarjeta y te llamare. —Era la mejor manera que había aprendido para apartar a los hombres de su lado cuando quería dejar de verlos.


Por desgracia, no deseaba conocer a este hombre. Prefería la fantasía, porque ¡la realidad le aterraba!


Pedro consideró su pedido por una fracción de segundo.


—No lo harás —dijo, sacudiendo la cabeza—. Te irás y no me llamarás. Entonces tendré que acosarte en la entrada todos los días. Pero seguramente cambiarás tu horario ahora que nos hemos conocido.


Sus ojos verdes se agrandaron aún más al escuchar la certera evaluación de sus planes.


—¿Y si prometo llamar? —se rio, atrapada en su propia trampa. Tenía razón. No lo habría llamado. El tipo era absolutamente encantador, increíblemente sexy y totalmente inalcanzable para ella. Sabía que sería mucho más simple si sentía la energía de su mirada desde lejos.


Pedro sacudió la cabeza. Metió la mano en el bolsillo interior del saco y sacó un estuche de cuero, del cual extrajo una tarjeta blanca.


—No lo harás. Pero aquí tienes mi tarjeta de cualquier manera. Te desafío a que me llames —bromeó—. Y si no lo haces, no me preocupa. Tengo maneras de encontrar a las personas —le prometió ominosamente.


Al escuchar sus palabras, el nerviosismo de Paula se multiplicó por diez. Tomó la tarjeta, giró sobre sus talones y salió casi corriendo hacia el estacionamiento, necesitando de pronto, con desesperación, apartarse de aquel hombre extraño, brutalmente directo e increíblemente viril.


Caminó hacia su auto y se deslizó detrás del volante, sintiéndose un poco como Alicia en el país de las Maravillas. 


¡El mundo estaba realmente patas arriba cuando la abordaba un hombre que almorzaba con el presidente de los
Estados Unidos!


¡Cielos, su padre se moriría de un infarto si se enteraba alguna vez del interés que manifestaba Pedro Alfonso por ella!



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