viernes, 12 de mayo de 2017
CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)
Paula se apoyó contra la parte interior de la puerta de la oficina, inhalando con profundidad el aire frío y tratando de calmar el ritmo frenético de su corazón. No podía creer que se sintiera tan eufórica sólo porque el hombre la observara entrar en el edificio. Incluso de lejos tenía una mirada tan ardiente, tan intensa que sintió que se iba a prender fuego mientras caminaba del garaje a la puerta, y luego entraba en el edificio.
A menudo, mientras manejaba su auto a la oficina, intentaba convencerse de que debía al menos mirarlo, tal vez hacerle saber que lo estaba registrando.
Lo había visto de cerca una vez, y era... ¡increíble! Qué idiota había estado aquel día. Advirtió que tenía intenciones de hablarle, de realmente comunicarse con ella, pero ella salió corriendo. Una cosa era sentir una obsesión secreta por un hombre, imaginar historias sobre él, y preguntarse cómo sería efectivamente hablarle y conocerlo. Se imaginaba sentada con él en un restaurante elegante y sofisticado, disfrutando una conversación ingeniosa mientras él se reja de su chispa y sus observaciones perspicaces.
Por desgracia, carecía por completo de ingenio y rara vez reflexionaba en profundidad sobre las personas, salvo para preguntarse si tenían un buen servicio de seguridad o si sus joyas eran verdaderas o falsas. Salvo eso, su vida corriente, algunos dirían tediosa y aburrida giraba en torno a los números y a encontrar un patrón en las cifras Tal vez era capaz de entrar furtivamente en un edificio de máxima seguridad sin ser vista o encontrar una discrepancia ínfima en un proyecto multimillonario, pero ¿conversar con un hombre atractivo? No , era demasiado tímida. Especialmente cuando se encontraba cerca del hombre alto, terriblemente corpulento e intimidante, con el que se cruzaba por las mañanas.
Realmente necesitaba cambiar de horario, para no aparecer a la hora exacta en que llegaba él cada día. Pero luego sonrió dentro de su diminuta oficina donde nadie más podía verla, al tiempo que su cuerpo se relajaba.
Mientras él siguiera llegando a la misma hora, ella seguramente seguiría respetando el mismo horario, arribando con su vehículo en el preciso instante en que lo hacía él. Le daba placer sentir esa descarga de energía que percibía cada mañana cuando la miraba: era mejor que un expresso doble. Podía parecer absurdo estar deseando ver a un hombre todos los días, pero le encantaba su dosis de excitación matinal. Si cambiaba de horario, terminaría extrañándolo un montón.
Debía ser valiente y animarse a hablarle. Todas las mañanas, ponía el despertador para poder llegar a estacionar a la hora exacta, no desayunaba si estaba atrasada, daba vueltas a la manzana si llegaba demasiado temprano..., todo para poder verlo. Era más que un poco patético, se dijo a sí misma.
Pero la idea de realmente enfrentarlo, de encontrarse con él cara a cara, en lugar de verlo desde el otro lado del edificio, hacía que le temblara todo el cuerpo. ¿Qué le diría? ¿Qué podían tener en común? Parecía algún tipo de ejecutivo, mientras que ella apenas era una contable rasa.
Seguramente se terminaría tropezando con sus propios tacones si se acercaba un poco más a él.
¡La ponía nerviosa con sólo mirarla!
Con un suspiro, se sentó detrás del opaco escritorio enchapado color marrón, y acercó la silla, al tiempo que encendía la computadora y acercaba la enorme pila de informes de gastos caóticos y mal redactados, obligándose a olvidar a un cierto hombre espectacular y que la intimidaba. Ahora que tenía su inyección de adrenalina, era hora de comenzar el día. Paula sonrió mientras revisaba la pila de hojas. Tal vez fuera una contadora aburrida y cauta, pero eso no significaba que no fuera una adicta secreta a la adrenalina.
A propósito de lo cual, pensó para sí...
Con una risita para sus adentros, regresó a la puerta de la oficina y la volvió a abrir. Por nada en el mundo se quería perder la excitación de aquella mañana. La aventura de anoche había sido más divertida que todas las demás, por estar a punto de ser descubierta por el guardia de seguridad.
Bueno, en realidad, no había sido así. Se había manejado con gran sigilo la noche anterior, pero disfrutó del desafío extra cuando vio al hombre por la rejilla de ventilación.
Y ahora era el momento del espectáculo. Su jefe entraría en su oficina, vería lo que ella había hecho, y comenzaría la función. No veía la hora de oír el grito de indignación cuando el director traspasara la puerta de su oficina.
La aventura de la noche anterior era una razón más por la que tal vez ni siquiera debía pensar en el elegante desconocido. Lo más seguro era que confrontara de manera directa con las personas que lo irritaban. Paula tenía el don de ser creativa, pero era una creatividad tonta, un comportamiento pasivo agresivo. Sus travesuras podían ser divertidas, pero aun así... debía conseguirse un nuevo empleo, en lugar de tener que soportar el comportamiento ruin de Ramiro Moran.
Sonrió y se volvió a sentar frente al escritorio, trabajando
diligentemente con los engorrosos informes de gastos que se habían ido acumulando sobre el escritorio en los últimos días. Lanzó una mirada de desaprobación a las notas, manuscritas en su mayoría, e intentó interpretar los garabatos. ¿Por qué esta compañía no podía automatizar estos informes?
Justamente, había presentado una propuesta para hacer eso el mes anterior, e incluso había adjuntado el costo de un programa de software relativamente sencillo que aceleraría todo el proceso y ayudaría a los empleados a obtener su cheque de reembolso mucho más rápido.
Lamentablemente, no había escuchado una palabra de Ramiro Moran. Su silencio le comunicaba que de ninguna manera iba a gastar dinero en algo parecido a un paquete de software básico, incluso si le ahorraba más dinero en el largo plazo.
Cuando terminó un informe de gastos y lo preparó para ser procesado para el pago, acercó el siguiente, recordándose a sí misma que ella misma había elegido ser contable. Podría haber obtenido un título en lo que fuera, pero la contabilidad se adaptaba perfectamente a sus necesidades. Y además lo hacía bastante bien. Había que tener la aptitud para prestarles atención a los pequeños detalles a fin de hacer bien el trabajo, lo cual significaba que las habilidades que le habían enseñado su padre y su madre de niña se ajustaban perfectamente a esta profesión.
¿Qué problema había con que odiara cada minuto de su día? Le pagaban bien y obtenía la sensación de seguridad que necesitaba. Era más importante eso que disfrutar de un empleo. De niña había odiado la inseguridad, deseando desesperadamente que sus padres no fueran tan idóneos en las profesiones que habían elegido. Así que por más aversión que sintiera hacia este trabajo, gozaba de la sensación de paz.
Este trabajo podía ser abrumadoramente aburrido y tedioso, pero la mantenía fuera de prisión, algo que la ocupación de sus padres no le podía garantizar.
Estaba concentrada en los informes de gastos, pero, una vez que entraba en ritmo, era capaz de liquidar la pila de reintegros en tiempo récord. Algunos tenían una letra ilegible y montos ridículos, pero la mayoría era bastante sencilla. Éstos eran tan fáciles que casi los podía hacer mientras dormía.
—Oye, Paula —Debbie, una de las otras contadoras asomó la cabeza por la puerta de su oficina—. ¿Qué te parece si hoy salimos a almorzar? — preguntó.
Paula levantó la cabeza y sonrió.
-Me encantaría —replicó. La alivió tener una excusa para tomarse un recreo de la engorrosa tarea de haber estado ingresando numeros en planillas y programas de software durante una hora. Pero luego la miró con desconfianza. —¿Y el señor Moran? —preguntó casi en un susurro.
La sonrisa de Debbie se iluminó, y sacudió la mano en el aire para desestimar la preocupación por el jefe.
-Ya le consulté a Dorothy —replicó Debbie, refiriéndose a la
asistente de su jefe—, y tiene agendado un almuerzo. Así que hoy no va a rezongar por que salgamos a la calle.
—¡Excelente! —exclamó Paula, aliviada y excitada con la sola idea de tomar un poco de aire fresco, y, por supuesto, hablar de otra cosa que no tuviera nada que ver con números.
Ramiro Moran era posiblemente el peor jefe del mundo, pensó Paula.
Pero pagaba bien, y ofrecía excelentes beneficios a sus empleados, tal vez porque como era un ser humano tan despreciable, la paga y las ventajas eran la única manera de evitar que se le fuera todo el personal. De otro modo, Ramiro
Moran caminaba por la oficina gritándoles a los empleados para que trabajaran más, dejaran de tomarse descansos, ninguneando a algunos de los empleados más jóvenes y comportándose, en general, como un déspota. Los pasantes no solían durar más de una semana o dos, porque usaba el trabajo gratuito para realizar las tediosas tareas administrativas que era demasiado tacaño para pagarle a alguien que hiciera.
Al tipo no le gustaba siquiera que los empleados salieran de la oficina para almorzar. Desde el punto de vista legal, no podía impedir que sus subalternos se tomaran una hora para el almuerzo, Pero hacía comentarios maliciosos cuando advertía que alguien realmente salía de la oficina para almorzar. Prefería que comieran frente al escritorio o en la cocina, donde Podía encontrar a alguien si lo necesitaba y se encargaba de interrumpir los almuerzos cuando había demasiadas personas congregadas en la cocina, por lo que el equipo había aprendido maneras de...
—¿Dónde diablos están todos mis bolígrafos? —gritó alguien desde el pasillo.
Paula oyó el bramido, y tuvo que hacer un esfuerzo por evitar soltar una carcajada. Debbie seguía parada en la puerta, pero, por suerte, estaba mirando en dirección a los gritos, así que Paula tuvo tiempo de recobrar la compostura y adoptar una expresión de preocupación y desconcierto.
—¿Qué? —susurró Debbie mientras entornaba los ojos hacia el lugar de donde había provenido el grito—. ¡Otra vez, no! —soltó una risita, y luego se tapó rápidamente el rostro con las manos para evitar que su jefe la viera riéndose a costa de él. Debbie se volvió hacia Paula. Tenía una enorme sonrisa dibujada en su rostro travieso—. ¡Oh, esto es genial! Después de la reunión de personal ayer por la tarde, merece mucho más que el robo de todos sus...
—¿Y cómo diablos se dieron vuelta todos mis cuadros? —volvió a gritar el hombre a nadie en particular.
Debbie dio un paso para entrar en la oficina de Paula y evitar que su jefe la viera riéndose.
—Esto es perfecto —se rio, tapándose la boca con una mano mientras se tomaba el estómago con la otra, al tiempo que ambas mujeres se reían de la última broma a expensas de su jefe—. ¿A quién se le ocurriría dar vuelta sus cuadros? —soltó.
Paula sintió que estaba a salvo para soltar la carcajada y se unió a Debbie riéndose mientras su jefe, Ramiro Moran, pasaba taconeando por el corredor, presa de una furia descontrolada, tratando de determinar quién podía haber hecho una cosa así en su oficina. El hombre había acusado a varios empleados de alterar el orden de su despacho durante los últimos meses, pero como normalmente sólo se robaban los bolígrafos, la policía ni siquiera se involucraba.
—¡Esto no es gracioso! —ladró cuando pasó como una tromba por la puerta de Paula y las agarró, junto con varias otras personas, riéndose en los pasillos.
—Quienquiera que haya hecho esto —proclamó a todos en general—, ¡queda despedido! ¿Me oyen? ¡Queda despedido!
Entró en la oficina y cerró de un portazo, mientras el resto del personal salía huyendo, aún riéndose calladamente de la osadía y la creatividad del intruso. Por supuesto, eso fue antes de que el jefe descargara su furia sobre todo el personal en las siguientes horas. Vació la cafetera por el desagüe, y no dejó que nadie preparara otra jarra ni que saliera de la oficina para obtener su dosis de cafeína en la cafetería que se hallaba en el área de recepción de las escaleras.
También arrojó unos papeles al otro lado de la mesa de la sala de conferencias cuando alguien intentó hacer una propuesta para solucionar un problema administrativo, y pasó como una tromba por la oficina, robándose los bolígrafos de todo el resto y arrojándolos en sus cestos de basura. Fue una represalia completamente ineficaz, ya que todo el mundo se limitó a sacar sus bolígrafos de los cestos cuando hubo salido de la oficina. Pero aun así resultaba deprimente.
Para cuando se marchó a su almuerzo de negocios, Paula se sentía mal por lo que había hecho. Por lo general, Ramiro sólo gritaba y protestaba por sus fechorías. Jamás se tomaba el trabajo de hacerles la vida imposible como hoy.
Pero parecía que estaba dando rienda suelta a su furia para averiguar quién le estaba robando los bolígrafos y dando vuelta sus burdos cuadros.
Paula frunció el entrecejo durante toda la mañana, mientras cumplía su trabajo de ingresar datos. Iba por el último informe de gastos cuando Debbie y dos colegas más entraron en su oficina.
—¿Hay moros en la costa? —preguntó Paula con alivio, ya preparada para huir de ese ambiente alienante.
—No hay nadie. Se fue hace cinco minutos. Estamos, en realidad, entre las últimas en salir a almorzar, así que agarra tu cartera y vamos —la apuró Debbie.
—Te enteraste de que Mona y Jeff renunciaron esta mañana? —anunció Debbie, sacudiendo la cabeza, apenada, probablemente todo el personal se sintiera igual.
Josefina puso los ojos en blanco ante la pérdida.
—Nosotros estamos más protegidos de su ira, porque no cree que ninguna de las personas que trabajan en el departamento de contabilidad posean algún tipo de imaginación. Para él, somos meros administrativos que ingresamos datos aburridos.
Paula escuchó sus comentarios, pero no dudó en apagar la computadora para tomarse un respiro. Agarró la cartera y las cuatro mujeres salieron por la puerta, y se precipitaron ansiosamente hacia el ascensor.
—¿Adonde vamos? —preguntó Paula, pensando en que se conformaba con un sándwich sencillo. Prefería estar de regreso antes de que Ramiro volviera. No quería escuchar sus quejas respecto de que sus empleados salían a almorzar aprovechándose de su ausencia. Creía que, como le estaba pagando a todo el mundo, sus empleados debían trabajar más que él.
Josefina aplaudió cuando se le ocurrió una idea:
—¿Por qué no nos malcriamos un poco y vamos a Chez Antoine? ¿No tienen ganas de comer algo decadente y engordante?
—Yo me apunto. ¿Por qué no pedimos sólo aperitivos y postre para quedar catatónicas por una sobredosis de azúcar? —sugirió Debbie.
Paula sonrió, más que lista para comer lo que fuera. Había tenido que correr aquella mañana, para llegar a tiempo al estacionamiento. Se despertó quince minutos después de su horario habitual y, para no llegar unos pocos minutos tarde al trabajo o, para ser más específicos, demasiado tarde para ver a su misterioso galán, se había saltado el desayuno.
Sonrió mientras esperaba de pie detrás de las otras tres mujeres, al recordar la excitación que sintió cuando llegó justo a tiempo para entrar en el edificio mientras el desconocido la miraba. Luego pensó en cómo le había cambiado la vida desde que había conocido al apuesto hombre. ¿Realmente se estaba saltando comidas para llegar a tiempo y sentir la emoción de verlo?
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Ya me atrapó jajaja.
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